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No puedo creer que tú no creas

La estructura de sentido del creyente hace que a este le cueste trabajo entender cómo otro ha organizado en su sistema temas como la muerte, la felicidad y los motivos mismos para vivir, con algo que no sea la creencia. Sin embargo, hay otras formas de entender y de vivir el mundo.

Roberto Palacio *
21 de febrero de 2021 - 02:00 a. m.
Según escribe Roberto Palacio, hay que aceptar que no creer es otra forma de habitar nuestra piel como humanos.
Según escribe Roberto Palacio, hay que aceptar que no creer es otra forma de habitar nuestra piel como humanos.
Foto: Jose Vargas

La creencia religiosa no es un asunto fácil o trivial. Soy un agnóstico, pero entiendo las muchas maneras en que la creencia religiosa determina las vidas, las actitudes del que cree, su propensión a la felicidad o a la culpa y el sentido general que ata a su existencia. Desde hace más de dos décadas hay en el mundo una especie de horda de ateos degolladores, entre los que se cuentan Richard Dawkins, Sam Harris y Daniel Dennett. Recuerdo especialmente a Richard Dawkins, el famoso autor de El Gen Egoísta, en su serie sobre la religión como el origen de todo mal, en la cual se adentra en los lugares más peligrosos del Medio Oriente para hablar con los radicales. Recuerdo, también, al ya fallecido Cristopher Hitchens debatiendo frente a un grupo de mujeres islámicas que aseguraban que taparse la cara era un gran acto de su propia libertad, o su genial ensayo sobre la Madre Teresa de Calcuta, llamado La Posición del Misionero. Como agnóstico, no puedo negar que me atraen sus ideas y la falta de contención con la que abordan a los fundamentalistas para indagarles por sus creencias radicales y peligrosas.

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Pero si bien disfruto la provocación, y la veo como una reacción necesaria ante la falta de vergüenza de las acciones de los fanáticos, que responden no con ironía, sino a menudo con muertos, cuando se retan sus creencias, no veo que por ello la refutación en una lógica trivial de las creencias sea algo que llega al fondo de lo que la gente asocia con su creencia en Dios: la intimidad, la esperanza, la felicidad y el amor.

Puedo entender la creencia religiosa, porque como filósofo puedo comprender que algo que no está ahí de manera directa y presencial puede dominar nuestras vidas y ser lo más importante de nuestra existencia, como un amor imposible, un hijo que ha fallecido, el deseo absurdo y prolongado de la riqueza que no se tiene. Lo que no es, la ausencia, el vacío -como lo entiendo- es aquello por lo cual perdemos la cabeza. Aún me cuesta trabajo entender, eso sí, la aceptación pura y directa de lo simbólico como algo real. Alguna vez salí a tomar café con una mujer que me contó cómo los ángeles la habían llevado hasta mí ese día, además de ayudarle a comprar su apartamento y guiarla en sus decisiones laborales. Llega un punto en que la literalidad de la creencia nos obliga a preguntarnos por la cordura de los adultos que conservan versiones de sus amigos imaginarios de la infancia. Ni siquiera la mayoría de los creyentes creen literalmente cosas como estas, o como la vida eterna o el cielo, lo cual está patente en el enorme pesar que causa la muerte de otro, o en el hecho, como señalaba el famoso filósofo del siglo XX Ludwig Wittgenstein, de que no le mandamos razones a los ya muertos con uno que está a punto de morir.

No me cabe duda de la importancia de la creencia para el creyente, ni del hecho de que esta define todo aspecto en su vida. En contraste, la falta de creencia no necesariamente define al agnóstico o al ateo. El ateísmo no es una creencia en negativo. En sus conferencias de 1938, Ludwig Wittgenstein preguntaba a sus alumnos si el creyente que decía que creía en el juicio final y los que lo negaban sostenían creencias contrarias. “De ninguna manera”, decía él. El que niega tal cosa ni siquiera sostiene una creencia como tal. Pienso que tal reflexión aplica a todo este asunto.

Muchos de ustedes se estarán preguntando qué es un agnóstico. Pues bien, el término es antiguo, pero las precisiones del concepto, según las cuales lo aceptamos hoy, vienen de filósofos del siglo XVII y XVIII, como Pierre Bayle y David Hume. Un agnóstico es aquel que sostiene que si bien el creyente se equivoca al aceptar sin prueba la existencia de Dios, el ateo comete el mismo error al afirmar que no existe. Y ambas cosas son ciertas: argumentativamente no es posible demostrar que Dios existe, pero tampoco que no existe. Basta revisar los argumentos clásicos, ninguno establece nada definitivo. La argumentación ya no es un órgano de descubrimiento, como se creía en la Edad Media. La pura experiencia personal o mística, si bien es sobrecogedora y potente, tampoco demuestra nada: es al fin y al cabo la experiencia de una sola persona y su fuerza o contundencia son intransmisibles.

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Ahora bien, como lo precisó alguna vez Bertrand Russell, también agnóstico, su forma de agnosticismo se asemejaba mucho al ateísmo: la existencia de un Dios, como el descrito en las Escrituras y por los creyentes, simplemente es tan improbable como sostener que hay en este momento una tetera llena de té caliente orbitando Marte. Si bien no hay forma definitiva de demostrar que existe tal cosa o que no existe, realmente no hay muchos motivos sensatos para creer en ello. Comparto ese tipo de sensatez. El agnóstico no necesariamente vive en un estado perpetuo de duda, condición que sí pienso que está presente en el concepto de “fe”.

Pero, independientemente de las pruebas, al ser agnóstico -y esto es el núcleo de lo que quiero decir- no por ello soy un experto en mi agnosticismo, ni es el caso que mi agnosticismo sea un asunto de orgullo o marginalidad autoimpuesta, no voy a una iglesia de agnósticos los domingos y ciertamente no es algo con lo cual he salido del clóset. Es algo que no tengo en mi vida, y se refiere a una serie de elecciones que no he realizado, no por desidia, sino porque la voz de Dios no es una voz que escuche. Para mí lo extraño es creer y, hasta donde puedo escudriñar en mi crianza católica, siempre he sido así. Quizás, en este pequeño punto, la razón me la da el ámbito argumentativo. Desde hace siglos, los argumentadores sostienen que el que quiere demostrar positivamente que algo existe, como el Dios bíblico, es el que lleva la carga de la prueba, nunca el que lo niega.

Con esta penúltima frase sé que he dado pie a que muchos digan que soy un infortunado, un carente de la gracia de Dios. “Dios no te habla, ¡a mí sí!”. Ya decía Blaise Pascal en sus Pensamientos acerca del Dios escondido de los cristianos -Deus Absconditas-, que el que no encontraba a Dios es porque no se lo merecía. Pero este es justamente el punto: la refutación de la creencia no puede presuponer que Dios existe, así sea escondido. Hay que aceptar que no creer es otra forma de habitar nuestra piel como humanos.

El creyente no puede creer realmente que el no creyente no crea. Su estructura de sentido del mundo está atada a la creencia, de tal manera que le cuesta trabajo entender cómo otro ha organizado en su sistema temas como la muerte, la felicidad y los motivos mismos para vivir, con algo que no sea la creencia. Es por ello que muchos debates entre el creyente y el agnóstico, o el ateo, terminan en un afán conciliatorio del estilo: “Bueno, tú lo llamas ley natural, yo lo llamo Dios. ¡Es la misma vaina!”, lo cual simplemente evita la obviedad de que las leyes naturales son susceptibles, al menos en principio, de ser probadas. Así, la preponderancia de la creencia se cuela a otros ámbitos, incluyendo los espacios culturales, políticos y personales: “Creer en lo nuestro”, “Cree y se te dará”. También se ve en aquellos que atan la culpa a lo que a menudo no depende de nosotros: “Ese proyecto no te salió porque no le pusiste suficiente fe”. Pero hay otras formas de entender y de vivir el mundo. Para mí, la unidad de significación de mi vida no es la creencia. Son otras categorías y ahí está, por ejemplo, la comprensión. La frase “Comprende y se te dará”, a pesar de no ser infalible, me funciona más que la versión del creyente.

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Pienso que este es el punto de debate entre el creyente y el no creyente. Más que una prueba patente de la existencia de Dios, que como lo hemos visto no es posible, nos cuesta trabajo creer que el otro crea en lo que cree, o que simplemente no crea. Pero esto abre a su vez una dificultad sorprendente en el asunto, lo convierte en: “Simplemente no puedo entender o aceptar tu lógica, por lo tanto, algo debe andar mal en ella”. Esto bota toda la discusión a un ámbito que nos tiene radicalizados: no entro a discutir con el otro en términos de unas reglas comunes, pues cada uno tiene una serie de reglas inapelables bajo las cuales funciona. Más que el problema de las pruebas y las formas argumentativas adecuadas, el debate se vuelve un asunto de negar toda una forma de pensar. Muchos debates contemporáneos se han planteado en este metanivel insoluble: niego que las vacunas sean efectivas porque yo no acepto la metodología científica, niego el cambio climático porque a mí no me parece que la Tierra se esté calentando. Esta es la lógica que hay detrás de la refutación del ateísmo y que he visto varias veces en Colombia, por ejemplo, en la gema argumentativa del recientemente fallecido Alfonso Llano: negar la existencia de Dios es un insulto irreparable con el mismo Dios.

A esta dificultad, añadamos una rara vez mencionada: estamos navegando todo este asunto sin los beneficios que los Ilustrados del siglo XVIII le pusieron a la discusión a través de conceptos como tolerancia. El que habla hoy de tolerancia es como si invocara algo que ya el filósofo Kant había preconizado como el gran peligro presente en el concepto: hay gente que simplemente me “aguanto”, mientras sé que tengo la razón. Por eso, lo único que veo factible, más que hablar con Dios o solo con los de mi misma escuela, es abrir un diálogo abierto y franco con el que no ve las cosas como nosotros, sin sucumbir a la tentación de pensar que no puede ser una persona honesta y sensata.

*Filósofo que participará del Seminario Vivir con Dios o sin Dios, evento que se llevará a cabo entre el 23 de febrero y el 16 de marzo. Los interesados en participar en él, se pueden inscribir en este correo electrónico: braintree.director@gmail.com.

Por Roberto Palacio *

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Esperanza(85310)21 de febrero de 2021 - 04:57 p. m.
Esto se resume en tolerancia y respeto, gústenos o no, estamos todos dentro de un universo, y cabemos todos con nuestras posiciones, si o si debemos validar todas las posiciones, es la única forma en que cabemos, y solo lo podremos hacer si aceptamos que otros piensan y sienten diferente a nosotros.
Carlosé Mejía(19865)21 de febrero de 2021 - 12:46 p. m.
En un mundo civilizado quizá la disyuntiva de creer o no creer resultaría irrelevante y sería posible desplazar la discusión a la que alude el artículo a un lugar secundario quizá como ejercicio filosófico, pero el problema radica en que en la realidad las religiones sí tienen relación directa con la inhumanidad: con lo absurdo de la superstición, los prejuicios, la discriminación y la violencia.
  • Sebastian(11041)21 de febrero de 2021 - 06:09 p. m.
    Lo primero que hay que entender es que afirmar que Dios no existe es también un acto de fe. Qué dice esto del ateísmo? P.S. no hay que olvidar que los movimientos comunistas/ateos del siglo pasado también fueron responsables de barbaries.
Berta(2263)21 de febrero de 2021 - 01:43 p. m.
Un irrespeto que un filósofo diga "argumentativamente no es posible demostrar que Dios existe, pero tampoco que no existe"; y lo digo no porque ponga en duda la existencia de divinidades, no habría solo un dios sino miles, tal vez millones; solo para "retratar" a los ateos como seres aparentemente inferiores a los agnósticos. Soy atea; es decir, no tengo dioses ni creo en su existencia.
Blanca(66976)21 de febrero de 2021 - 03:06 p. m.
La creencia en un Dios nutre sus raíces en el desconocimiento de los procesos naturales y racionales.
luis(89686)21 de febrero de 2021 - 04:04 p. m.
Roberto Palacio * Filosofo. Ser agnóstico es ser tibio.
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