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Oda a la longevidad en tiempos de la peste

Sentado junto a él, en una mesa del bar situado enfrente del cementerio viejo de Cartago, y que tiene el nombre justo: “La última lágrima”, con la mirada puesta en su piel indemne al paso del siglo, me pregunto, igual que hace 18 años cuando lo conocí, cómo hace el tío Amadeo Sánchez para permitirse el lujo matutino de tomar aguardiente o cerveza, de idéntica manera que ahora en el bar, a las diez de una mañana tan soleada como tienen que serlo en un lugar apergaminado y caliente como Cartago.

Libaniel Marulanda
20 de junio de 2020 - 11:56 p. m.
Amadeo Sánchez, con 105 años, es amante de la música y el baile
Amadeo Sánchez, con 105 años, es amante de la música y el baile
Foto: Archivo Particular

Y mientras conversamos, acompañados por su sobrino Horacio, quien funge como manager de su longevidad asombrosa me pregunto, además, cuál es el secreto del tío Amadeo, a quien terminaron por rebautizar Amadeus en un arrebato mozartiano, para sostener la tonalidad coherente de su charla chispeante, mientras a pico de botella le da sorbos a una cerveza fría.

Nos hemos citado en el descomplicado bar, profuso en afiches y fotos, en donde predominan y se repiten las del ídolo local que dominó la farándula de los años ochenta y todavía convoca y colma escenarios con una voz inmune al tiempo: Billy Pontoni. Desde este sitio hemos querido comenzar la recolección de imágenes y la pretensión de grabar un video, con el apoyo fervoroso de Andrés Elejalde, avezado camarógrafo de esta viejísima ciudad, promovida como capital mundial del bordado, que soporta 480 años de fundada por el mariscal Jorge Robledo en 1540, donde está Pereira, y trasteada en 1691 a su ubicación actual. Desde décadas atrás, los nuevos tiempos la convertirían en lubricada pieza de la maquinaria del narcotráfico del norte del Valle. Zaragoza es uno de sus corregimientos y allí nació el tío Amadeus, el 16 de septiembre de 1915, al fragor de la Primera Guerra Mundial.

Al corroborar la edad de Amadeus surge una disparidad de apariencia insalvable: su cédula señala a 1918, en oposición a su reiterada afirmación: septiembre 16 de 1915. Pero el desenredar la madeja de su historia nos lleva a recrear algunos sucesos jocosos que, por lo demás, son una fotografía de esta patria que entronizó por ley al Sagrado Corazón de Jesús en 1902. Veamos: en tiempos electorales, en Colombia todo ha sido posible y no solo se compran votos sino que los muertos ejercen ese derecho, y el más solemne de los documentos de identidad ha sido manipulado al son de politiquería y fraude. Por eso, ante la necesidad urgente de la cedulación que demandaba el plebiscito de 1957, fue normal y posible que las mujeres, ciudadanas debutantes, se peluquearan años y a los hombres les importara un pito los errores cronográficos resultantes del vertiginoso proceso del registro civil.

Y viene la parte tragicómica del asunto, que coadyuva a demostrar la autenticidad de los 105 años que, coronavirus mediante, cumplirá el 16 de septiembre próximo este lúcido geronte, serio aspirante al reinado nacional de la longevidad: entre los siete hermanos restantes, doña Isabelina Sánchez, nacida en 1912, llegado 1957, el año de la cedulación masiva para las mujeres que debutarían como ciudadanas votantes, en cuanto le pidieron señalar su edad, con toda la frescura corrió su nacimiento trece años hacia adelante. Sus condiciones genéticas le permitían tapar almanaques, a lo Sánchez, sin sospechas. Y así vivió hasta el 6 de septiembre de 2010, pero tras su deceso, a los 98 años reales, una vez instaurado el juicio sucesoral llegó el destape jurídico: la difunta no era quien se pretendía heredar; tampoco tenía el nombre de Isabelina. Pero mediante un lubricado acto de celeridad procesal se impuso la verdad verdadera.

Un día cualquiera, Amadeus decidió irse para Armenia cuando aún no se secaba la pintura del cuadro primitivista de su infancia, la desmesura de su indisciplina escolar y el rebusque como maletero en la estación ferroviaria; cuando todavía no alcanzaba los 21, la ratificación legal de su hombría, el derecho a beber, a comprar asistencia sexual en burdeles y debutar como usuario de la penicilina, a tener la cédula para votar por los liberales, descubrir que Gardel era mucho más que celuloide en mitad de los años treinta y cumplir con el sacrosanto deber de amar el tango por sobre todas las cosas y ejercer el oficio que aprendió con sus hermanos: la zapatatería. Y otro día cualquiera, regresar al encuentro de su inmediato pasado en Cartago, beber con su patota y emborracharse de pena por la novia que se casó con otro que no la hizo esperar y esperar.

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Atravesar un siglo de punta a punta es tarea vital que demanda más de un amor. Pero entre tanto amor y desamor, encanto y desencanto, solo dos mujeres fueron barco y faro en la travesía de Amadeus. En la Armenia de mediados de los treinta existía Brumas, un edén del pecado, barrio a salvo de la moral y buenas costumbres. Allí conoció a Anita Betancur, a quien bautizó para su historia como Anita la pereirana. Y esa pasión extrema lo llevó de nuevo a Cartago, donde corroboró la sabia verdad de que lo bueno no dura tanto. Pero justo ahí surgió un nuevo fondeadero: Lilia Marmolejo. Con ella, un promisorio norte, enrutó su barco a Cali donde nació Armando, único hijo, que exigió el matrimonio de sus padres como regalo de grado del bachillerato. Emigró a Estados Unidos, pero se durmió para siempre en medio del sueño americano en 1996.

La vida de Los Sánchez es larga y así también su relato. Amadeus afirma que su padre, Víctor Tamayo, murió de 115 años, un suceso cuya verificación, a cargo de Horacio, su sobrino, está en cuarentena por el COVID-19. Realizados los cálculos, se estima que los Sánchez tienen un promedio de vida de 92.3 años. En la cúspide comprobada de longevidad está la señorita Limbania Lopera, una prima que se jubiló a los 40 años como maestra en Cartago, quien aseguró en una entrevista de prensa que la edad de 107 años era producto de su sosegada virginidad. Murió un año después, a los 108. Otra hermana de Amadeus, doña Arcelia Sánchez, se apresta a celebrar su primer siglo de existencia el próximo 29 de junio de 2020, lo cual indica que nació en 1920, también en Cartago. Otro hermano, emigrado a Estados Unidos, Luis Ernesto, sobrepasó los 90 años.

Apretujar 105 años en unas pocas páginas es tarea insignificante frente al temor pertinaz de que una jugarreta artera del tiempo sepultara para siempre esta crónica. El sol matinal de enero caía sobre la casa de María Eugenia Sánchez, otra de sus sobrinas, quien vive en Suiza, pero visita a Cartago cada dos años durante tres meses, su período vacacional. Llegamos con Amadeus y completó el trío de los hermanos Sánchez, Juan, profesor de la Nacional, poeta, viejo militante trotskista de jubilada utopía. Sin prólogos, al amparo de Andrés Elejalde su cámara y mi acordeón, comenzamos por hacer cantar y registrar las lúcidas nostalgias de nuestro personaje. Conservo palpitante el recuerdo de 18 años atrás, en 2002, cuando lo acompañé por primera vez en un tango. Ahora su voz sigue firme, afinada e inmutable, algo imposible en quien jamás pisó un escenario ni recibió un minuto de técnica vocal.

Las amistades nacen y luego se solidifican merced al ingrediente irremplazable de las pasiones comunes. En nuestro caso, los encuentros con Amadeus y los hermanos Sánchez han sido convocados por el tango y su cultura desde 25 años atrás, tanto en Armenia como en Cartago. En nuestra región, vivir el tango significa pegar el oído al parlante, la historia, su estética y, además, como ahora, hacer cantar a Amadeus y su octogenario repertorio monopolizado por Gardel. Igual que numerosos muchachos de antes, para nuestro viejo cantor la zapatería tuvo la múltiple función de ser fuente de ingresos, escenario laboral, banda sonora del tango, de su soñar, de noches de bohemia, amores, amoríos, y el sublime encanto proletario del existir feliz del presente, lejos del apremio de ese mañana que podía no ser, en aquella época dura, pintada de sangre de La Violencia en Colombia, durante la mitad del siglo pasado.

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En Cartago convergen dos vertientes de la música que condimentan su idiosincrasia. De un lado, el tango unido al acervo de canciones andinas. De otra parte, producto de la vecindad del mar, la afro descendencia y lo que traen los barcos, la música caribeña. Hablar del Valle equivale a excitar el mecanismo azotador de baldosas. A través de estos párrafos trato de pintar el retrato de un ser admirable por su corazón de puertas abiertas al sentimentario tanguero, pero en el cual existe un amplio sitio reservado al bolero y lo mejor de la música cubana y del caribe. Y Amadeus tiene su tumbao. Los 105 almanaques desaparecen en cuanto libera sus pies y caderas al son de alguna guaracha de La Sonora Matancera. Ver para creer, dijo Santo Tomás antes de que nacieran Celia Cruz y Lino Frías, y por eso Andrés Elejalde grabó el arrebato de Amadeus.

La mañana se marcha entre tango y tango de improvisado acompañamiento que, lejos de avergonzarme, pone un tinte de nostálgica emoción al canto del viejo. Hasta que Horacio, presumido en su papel de cocinero, nos convoca al almuerzo, adobado con el hiperactivo despliegue verbal de Amadeus: lo normal mientras esté él gobernando el encuentro. De repente intenta pararse, pero un chorro de vómito cae sobre la mesa y los platos ya vacíos, mientras el estupor invade el comedor. Todos a una incorporamos al cantor, es acomodado en un sofá y en un santiamén los celulares están demandando médico, ambulancia o lo que sea. En menos de cinco minutos llega un furgón ambulancia de la Cruz Roja con una joven médica y un enfermero. El tensiómetro y el estetoscopio asumen la primera instancia de la averiguación. La muchacha inicia la indagatoria previa con Amadeus. El vómito negruzco es recogido para análisis.

Las premoniciones a menudo tienen tiquete en mi recolección de historias. He asistido al descenso del telón de músicos y amigos. Y ahora, frente a un Amadeus que balbucea respuestas, resurge ese sentimiento. Pero no. En minutos, y descartada la ausencia de ingredientes tóxicos en el arroz pluriétnico de Horacio, un cartagüeño con alma de carioca, regresa la fugitiva tranquilidad. Pero sobreviene el interrogante: si el viejo no sufre de nada y menos de aquello que mata a los viejos… ¿qué le hizo daño? Entonces, Horacio recibe del resucitado tanguero una indicación, esculca un bolsillo del pantalón, extrae un pedacito de cartulina, se lo alarga a la médica y esta llama por su radioteléfono. Transcurren dos minutos. Luego le habla al paciente con un susurro. Se dirige donde Horacio y lo entera de lo que más tarde sabremos entre risas: horas atrás, alguien le había recomendado un potenciador sexual naturista.

Incitado por la curiosidad que el episodio anterior sobrealimentó, pregunté a médicos amigos, pero sus respuestas me han impedido abrazar alguna como verdad absoluta. Total, creo que libido y años pueden depender más bien de la edad de quien se desea. Dizque la testosterona dice chau a los ochenta… pero, cómo explicarse que el sobrino del cantor, cuando este tenía 97 años, y lo acompañó a un chequeo, fue testigo de la confesión hecha al médico acerca de la presunta causa de sus dolores lumbares: le achacó la culpa de sus molestias a la obcecada propensión a cabalgar de cierta cartagüeña, en desmedro de clásicas opciones misionales. Estos renglones solo pretenden ser un testimonio festivo de una existencia digna de recrear. Sin duda, existen elementos de orden genético que hacen de la longevidad de la familia Sánchez un caso singular que amerita una incursión investigativa más allá de lo anecdótico.

Lo invitamos a que escuche el capítulo 13 de la audionovela Yo Confieso

Por Libaniel Marulanda

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