En Una batalla tras otra (One Battle After Another), Paul Thomas Anderson adapta libremente la novela Vineland de Thomas Pynchon y construye una película que no busca glorificar la revolución ni condenarla. Lo que hace, más bien, es cuestionar la posibilidad misma del cambio. Con un elenco encabezado por Leonardo DiCaprio, Teyana Taylor, Sean Penn, Benicio del Toro, Regina Hall y Chase Infiniti, la cinta halla su propio camino entre la sátira política, el drama y la comedia, sin perder de vista su trasfondo: un retrato de cómo hasta las luchas más encendidas se desgastan en el camino.
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La historia está atravesada por crímenes, migración, racismo y rebeliones, pero no hay un discurso moralista ni una voz que diga qué o cómo pensar.
El director confió en las imágenes (ese núcleo conceptual de la película) para que el espectador lea, en medio del humor y lo absurdo, el reflejo de un sistema violento. No hay hipérboles ni exageraciones: el racismo institucional, la persecución ideológica y el supremacismo blanco no necesitan ser subrayados porque son, de hecho, el paisaje cotidiano.
La película sigue a Perfidia Beverly Hills (Teyana Taylor), una revolucionaria negra que lidera el grupo French 75, empeñado en desafiar al Estado con robos de armas, sabotajes, protestas y gestos provocadores. Sus acciones, sin embargo —y a mí parecer—, tienen más de símbolo que de efectividad: las balas se pierden en el cielo, las amenazas no se concretan, la revolución parece estancada en el gesto más que en el cambio. Todo se transforma cuando Perfidia comete un asesinato y debe huir. Ese quiebre condensa el mensaje, que los intentos por transformar el mundo terminan, muchas veces, en fuga, en repetición, en círculo vicioso.
La relación de Perfidia con Pat Calhoun (Leonardo DiCaprio), un hombre blanco demasiado pacífico para su intensidad política, introduce —creo— la capa más compleja de la película. De esa unión nace Charlene —más adelante renombrada como “Willa”—, y con ella la revolución en forma de cuidado. Perfidia, capaz de desafiar a la policía o robar metralletas, se descubre celosa de su propia hija y se frustra por el deseo de Pat de abandonar la lucha armada para criarla. Esa contradicción abre un territorio que el director logró explorar tan a fondo que no necesitó ni siquiera de otras apariciones de Perfidia en la película: la maternidad, incluso la deseada, como espacio de conflicto y la imposibilidad de conciliar ese amor con su activismo.
La fuga de Bob (Pat) y Willa (Charlene), que adoptan nuevas identidades para sobrevivir, es el punto en el que la revolución se vuelve rutina. Dieciséis años después, son perseguidos otra vez. Incluso en una “ciudad llena de mojados” (inmigrantes, como dice el capitán Lockjaw (Sean Penn): un personaje construido, en la teoría, como líder de los militares, estratégico, pero débil en la práctica cuando intenta ser aceptado. Su condición de hombre blanco no lo blinda de la inseguridad; parece un niño que busca aprobación de la élite a la que ya pertenece, aunque a menor escala. Es el más ingenuo del grupo y un enamorado de Perfidia, de esa a la que él llama una bruja.
El afán de Lockjaw se reduce a ocupar un lugar en una organización supremacista que pretende “limpiar” la nación de negros, judíos, inmigrantes y disidentes. Pero Anderson no convierte a estos villanos en caricaturas explícitas. Su violencia es tan literal que se vuelve grotesca, tan ordinaria que resulta cómica. La risa nace de lo real, no de lo inventado.
Uno de los aciertos de Una batalla tras otra está en su aproximación al espectador.
La fotografía —filmada por colaboradores habituales de Anderson— tiene la composición “precisa” y un uso del color, debo decir, que evita los clichés. En lugar de recurrir a los tonos sepia o terrosos con los que Hollywood suele representar a América Latina, la película apuesta por una paleta más sobria: como un equilibrio de todo el caos visual con la contención. La cámara, por su parte, se mantiene siempre al servicio de la historia.
El guion está estructurado en bloques que alternan sátira y drama. En este sentido, aplaudo ese uso del spanglish y las intervenciones en español de personajes cuyo idioma nativo es el inglés, en particular las de DiCaprio. Lejos de ser un recurso superficial, estas decisiones construyen, por supuesto, verosimilitud y complejizan la identidad de los personajes. En un contexto en el que películas como Emilia Pérez recibieron críticas por el uso del español —basta con recordar la polémica en torno a Selena Gómez—, la apuesta de O.B.A.A por incorporar esa mezcla lingüística funciona, incluso, como comentario cultural y político. Una cachetada con guante blanco.
El trabajo actoral merece mención aparte. Teyana Taylor dota a Perfidia de una intensidad que va más allá del estereotipo de “mujer fuerte”. Su vulnerabilidad y sus contradicciones la convierten en lo que pocos quieren ver en una “heroína”: en humana. DiCaprio, por su parte, entregó magistralmente la interpretación de un hombre que no sabe si huye del sistema o de sí mismo. Su versatilidad confirma por qué sigue siendo uno de los mejores actores de su generación.
Una batalla tras otra no ofrece soluciones, no pretende señalar culpables ni construir héroes. Aquí hay que verlo todo con un lente más incómodo, incluso dentro de la comedia. “Concienciarnos” de un mundo en el que las revoluciones pierden fuerza, se convierten en gestos o terminan domesticadas por el afecto —para mí, la revolución más grande—. La idea de transformar la realidad se enfrenta a sus propios límites: al cansancio, el deseo, la necesidad de cuidar a otros.
Tal vez, intentando leer entre líneas a Anderson, la lucha más radical no esté en las bombas ni en las barricadas, sino en lo que ocurre cuando tomamos la decisión de seguir viviendo en medio del fracaso o el círculo vicioso en el que nos prometimos hacer de la tierra un sitio, al menos, habitable.
La película no se burla de la revolución, pero tampoco la celebra. Simplemente la observa en su estado más crudo: como un intento inevitable, pero quizás condenado, de cambiar un mundo que no quiere cambiar.