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Sara Jaramillo Klinkert: “La sensación que más me acompaña es la de estar desprotegida”

La escritora antioqueña publicó “El cielo está vacío”, un libro en el que destapa desde la autoficción lo que vivió a sus 23 años en Inglaterra. Migración, libertad, infidelidad y otros temas aborda en su nueva novela.

Andrés Osorio Guillott

20 de octubre de 2025 - 07:27 p. m.
Sara Jaramillo Klinkert es novelista, profesora de narrativa y columnista de El Colombiano.
Foto: Agencia EFE
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Hay dos frases que pueden resumir la historia que quiso contar Sara Jaramillo Klinkert: una, precisamente, es la que le da origen al título: “Necesito un padre. Necesito una madre. Necesito un ser viejo y sabio a quien llorarle. Hablo con Dios pero el cielo está vacío”. Este fragmento, de Silvia Plath, en palabras de Jaramillo, era clave: “esto resume la novela, esto la resume impresionante. Porque esta mujer que se ha ido a Londres está buscando a ese padre, ese fantasma del padre con el que habla todo el tiempo, pero el padre nunca la oye. Está hablando con Dios todo el tiempo, pero Dios tampoco la oye. Está buscando ese ser viejo y sabio, que es el inglés, a quien llorarle. ‘Necesito una madre’, llama a su mamá todo el tiempo con una “mamita” que es terrible, pero su mamá está muy lejos y no puede hacer nada por ella”.

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La protagonista del libro afirma en un momento que “una cosa era anunciar la libertad y otra muy diferente ejercerla”. Esta frase, en mi opinión, también atraviesa lo que Sara Jaramillo quiso plasmar en esta historia, que es la extensión de un capítulo llamado “El amante inglés”, que hace parte del libro Cómo maté a mi padre, y que a su vez plasma desde la autoficción lo que vivió en Inglaterra a sus 23 años.

“En Cómo maté a mi padre había una versión muy “carameludita”, ¿cierto? Pero yo sabía que esa historia tenía muchas aristas. No en vano era una historia que yo había ocultado; a casi nadie le había contado esa relación. Si hubiera sido una historia tan ligera, ¿para qué esconderla? Había algo ahí, yo decía: ‘Tengo que buscar qué me generaba el pudor y la vergüenza de contar esto’. El objetivo principal era diseccionar esa relación, analizarla ya con la mirada que tengo hoy. Ya no tengo 23 años, tengo el doble, entonces tengo herramientas distintas, más experiencia. Dije: “Quiero revisitar esa historia; la Sara de hoy contrastada con la Sara de 23 años”. Ese era mi objetivo”, contó la escritora y también columnista antioqueña.

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En este libro también aparece de manifiesto la exploración de la figura del padre. ¿En algún momento le ha dado temor repetirse con el tema?

Yo buscaba la figura del padre, la protección. La sensación que más me ha atravesado es la de sentirme desprotegida. A mí al principio me daba mucho miedo, porque escribí Cómo maté a mi padre, la búsqueda del padre; escribí Donde cantan las ballenas, la búsqueda del padre. En mis columnas de prensa, por lo menos cuatro o cinco al año son sobre el padre. Entonces en un momento dije: “Yo siempre escribo de lo mismo”. Pero lo he hablado con colegas y todos hemos llegado a la conclusión de que tenemos dos o tres temas fundamentales que terminan atravesando la obra. En un momento dado dije: “Yo no voy a pelear más con esta idea”. A mí ya no me da miedo repetirme. Siento que cada vez encuentro aristas distintas, hallazgos que me siguen sorprendiendo, y mientras eso ocurra, yo voy a seguir escribiendo sobre eso.

Aunque quizá no es un tema transversal, sí aborda en la novela la migración…

Cuando yo me planteé cómo escribir la novela, el tema de la migración no estaba tan presente en esa primera escaleta. Pero luego me di cuenta de que era uno de los grandes temas, porque el hecho de ser migrante, de ser no deseada, de ser colombiana, me ponía en una situación inédita. Yo nunca me había sentido así. Era la primera vez que viajaba a Europa, la primera vez que me alejaba de mi familia y la primera vez que me sentía discriminada. Y creo que nosotros en ese momento teníamos muy normalizado eso, como que ser colombiano era ser sospechoso. Entonces trataba de tomármelo con humor, de reírme de eso, pero escribiendo el libro me pareció súper triste. Me sorprendió mucho mi fortaleza para que esas cosas no me permearan, porque era muy triste: me negaban trabajos cuando se daban cuenta de que era colombiana. Generaba inmediatamente una sospecha indescriptible.

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Incluso cuando se hablaba del tema de la migración en la novela, aparecía también una especie de reflexión sobre el lenguaje...

Imagínate: yo era periodista, entonces me siento muy cómoda hablando español, porque mi lenguaje es mi herramienta de trabajo, es mi lengua nativa. Uno cree que el inglés del colegio le va a servir mucho hasta que llega a un lugar donde todo el mundo habla inglés. Fuera de eso, el acento británico era muy difícil de entender. Darse cuenta de que mi principal herramienta para comunicarme no me servía para nada fue un choque súper grande. Luego, mira, hoy me pregunto mucho: ¿de qué hablábamos? Él no hablaba español, y yo, obviamente, para efectos de la novela, necesitaba que supiera un poquito de español, pero en la vida real no lo hablaba. Entonces, hoy me da curiosidad: ¿de qué hablábamos? Y una de las conclusiones que saca ella al final es que el hogar de uno no es el país, ni la casa física donde creció. El hogar de uno de verdad es el lenguaje. El lenguaje es donde uno se siente cómodo, donde está a gusto, donde puede expresar sus sentimientos.

Podría pensarse que esta es una historia de amor, pero usted afirma que no es así, incluso la narradora dice que no le gustan las historias así, pues generalmente no abarcan un sentimiento tan complejo…

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Yo empecé a escribir con la premisa de que no estaba escribiendo una historia de amor. De hecho, uno de los epígrafes —además del de Silvia Plath— es de Alessandro Baricco: “Si esta hubiese sido una historia de amor, no valdría la pena contarla.” A mí no me gustan las historias de amor. Las novelas de amor las odio con toda mi alma. Las películas románticas, igual. Porque son muy predecibles: dos personajes, tensión, se juntan, se separan, se juntan, se separan… al final, o quedan juntos o separados. No hay más opciones. No sé si logré capturar el sentimiento, pero sí puse mucho esfuerzo en mostrar las contradicciones de la protagonista. Ella dice: “Me gusta pero no me gusta, me atrae pero me repulsa.” Son sentimientos tan contradictorios, y a veces los llamamos amor. Pero el amor tiene muchas ramas, muchas aristas.

Dice una parte del libro “Cada cultura se forja sus propios enemigos y los transmite a las generaciones venideras sin que ellas se pregunten si vale la pena o no recibirlos”. ¿Cuáles cree que son esos enemigos que en la cultura colombiana hemos construido y transmitido?

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Así como los ingleses son “empeliculados” con el incendio, nosotros somos “empeliculados” con la inseguridad. Ese es nuestro grandísimo miedo, y nos cuesta mucho quitárnoslo de encima, incluso cuando vamos a lugares donde ya no está ese enemigo. Eso se lleva por dentro, no lo podemos quitar y poner como un abrigo.

“Tal vez solo sea sobre el significado de crecer, sobre el despertar sexual o sobre el color verde. A fin de cuentas, una escribe sobre aquello que añora.” ¿Qué añoraba usted con este libro? Y en general, ¿qué suele añorar cuando escribe?

Con este libro tenía una meta muy clara. No sé si tú sabes: este libro es una ampliación de un capítulo de Cómo maté a mi padre. Ese capítulo se llama La amante inglesa. Es un capítulo muy chiquito, y yo siempre sentía que necesitaba ahondar más en esa historia.

Y, ay, Andrés, eso fue una delicia. Vos no te imaginás, fue un asombro constante. Todos los días decía: “Mucho gusto, soy tu Sara de 40”, porque sentía que eran dos mujeres totalmente distintas. Y eso hacía más fascinante la historia, sobre todo cuando me di cuenta de que no era una historia de amor. Tenía momentos de ternura, sí, pero era una relación muy interesada, muy transaccional: él tenía lo que yo necesitaba, la protección. Lo que yo buscaba era un padre. Es más, escribiendo ese capítulo me di cuenta de que ese era un patrón en mi vida: mis parejas siempre eran mayores que yo, incluida la actual. Y no me había dado cuenta sino hasta que lo escribí.

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Yo buscaba la figura del padre, la protección. A los 11 años uno siente que si se mete en un problema, el papá llega y lo salva; que si necesita plata, el papá llega y da; que si le va mal, el papá ayuda. Yo sentía que no tenía a nadie. Tenía que vivir mi vida por mí misma porque nadie iba a venir ni a salvarme ni a darme nada.

De ahí viene esa búsqueda eterna. Lo principal que buscaba con el libro era entender esa relación. Fue fascinante, y perturbador por ratos. Lo escribí con mucha curiosidad, y fue un ejercicio bien interesante.

Dice también la narradora: “una cosa era anunciar la libertad y otra muy diferente ejercerla”. ¿Cómo entiende usted entonces este concepto?

Sí, eso es uno de los recuerdos más vívidos que tengo de esa época. Estar allá y decir: “no sé nadie, no conozco a nadie, puedo trabajar en lo que quiera y nadie va a estar diciendo ay, pero ¿por qué está trabajando limpiando cocinas si ya es profesional?”. Bueno, aquí la gente es muy “opinona”: todo el mundo opina sobre la vida de uno y sobre lo que uno debería hacer. Ese anonimato allá me parecía una cosa fascinante, sobre todo porque era la primera vez que lo vivía, esa sensación de libertad.

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Primero fue la sensación, y luego, cuando conozco a este señor, era como pensar: yo puedo ejercer mi libertad aquí; no tengo que casarme con él, no tengo que tener hijos con él, no tengo que tener una relación formal con él. Puedo disfrutar simplemente de este momento o hacer lo que me dé la gana con él, que también es una de las reflexiones que hace la protagonista en un momento dado, cuando le entrega ese corazón y después le roba la cabeza. Una relación donde una persona no tiene corazón y otra no tiene cabeza es una relación donde no mandan los sentimientos sino el deseo, el “puedo hacer lo que me dé la gana y no me importa porque no tengo corazón”.

Entonces, era como ejercer esa libertad, como por primera vez en su vida sentirse que podía ser libre. Además, porque se sentía muy a cargo de sí misma: su mamá no estaba para ayudarla, su papá no estaba para ayudarla, Dios no la ayudaba. Y entonces también es darse cuenta de que la libertad tiene costos, y el costo es este, y es un costo muy alto. Yo tenía una vida muy cómoda, con mi manadita en mi ciudad, con mi trabajo, ya era profesional. Entonces era como darse cuenta de que crecer es eso también: crecer es entender que la libertad implica ciertas renuncias.

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Es más, yo soy una convencida de que todos nos creemos muy libres en cierto momento, pero la libertad realmente no existe. Todos estamos mediados por normas, por leyes, por convenciones sociales, por un montón de cosas.

Dice esto también: “por primera vez comprendo que un hombre puede ser violento incluso siendo delicado”. La protagonista atraviesa también escenas de acoso. Quería que habláramos de esa experiencia.

Sí, porque mira, una cosa es que lo acosen a uno aquí, donde uno tiene herramientas para defenderse, ¿cierto? Pero allá, sentirse acosada por un hombre de otra nacionalidad, con ese sentimiento de inferioridad que cargaba por ser colombiana, era impensable. Yo no me iba a quejar, no se me pasaba por la cabeza, porque era casi que: o denuncio, o trabajo. Y yo necesitaba pagar la renta.

Entonces fue darme cuenta de un montón de desventajas que tenía y que no podía resolver justamente porque estaba en otro país y en otro idioma. Es una frustración igual a la que te dije de no poder insultar, por ejemplo.

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Hay un tema de vanidad en la protagonista. Por ejemplo, acá dice: “Lo que me gusta no es él; lo que me gusta es sentir que le gusto y que ejerzo algún tipo de poder”. Quiero preguntarle por esa influencia de la vanidad, pero también por eso que ha dicho otras veces: que las relaciones son transaccionales. En este caso, ¿el interés era tener algo de poder?

Es que otro de los grandes motivos de asombro allá era que nadie la miraba. Nadie la miraba. Y aquí está acostumbrada a que la miren, a que la piropeen, a que le digan cosas, porque eso es muy de aquí, muy cultural. Y las mujeres que crecemos en esos ambientes terminamos pensando que, si no nos piropean, es porque no estamos bonitas, no porque nos quieran respetar. ¡Mira qué daño tan grande le hace eso a una mujer!

Eso se lo transmití completamente a la protagonista, porque era un sentimiento muy mío. Allá, yo decía: “soy invisible, ¿por qué nadie me mira?”. Es más, cuando ese inglés se atreve a hablarle, ella duda todo el rato: “¿será que me está hablando a mí? ¿Será que me está regañando? ¿Será que tengo algo mal?”. Esa invisibilidad la convence de que allá nadie la va a mirar, y entonces empieza a ser sospechoso el hecho de que un hombre te mire. Era un cambio de chip muy grande.

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Siento que los sueños ahí juegan un papel que no es menor, porque ella habla mucho de sus pesadillas, pero también de sus sueños. El libro termina un poco hablando de eso. ¿Por qué son tan importantes los sueños en su narrativa?

Yo siento una fascinación por el mundo onírico y lo he estudiado mucho. Yo llevo muchos años haciendo diario de sueños: me levanto y lo primero que hago es escribirlos, y luego los interpreto con un diccionario de símbolos. Busco los elementos simbólicos y trato de ver en mi vida real qué está pasando, porque soy una convencida de que los sueños son una manera de hurgar en el inconsciente.

A mí me gusta hurgarme ahí, ver qué mensajes tiene el inconsciente para mí. Los uso mucho también en términos creativos. Todos mis escollos creativos los resuelvo en esa etapa de duermevela, donde uno no está del todo dormido ni despierto. La parte crítica del cerebro está más apagada y se le ocurren a uno soluciones que, si estuviera despierto, no vería.

El final de este libro —que no vamos a revelar— fue un gran escollo. Yo decía: “¿cómo va a terminar este libro? No voy a ser tan predecible”. Imagínate que revisando mi diario de sueños me di cuenta de que había soñado varias veces con el inglés. Siempre estaba igual a como lo conocí, sin envejecer, y nunca intentaba tocarme ni besarme. Y yo decía: “él no era así”. Y entonces pensé: claro, el hijo de él, que era igual, que se llamaba igual. Ese fue el final. Lo resolví en un sueño.

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Por eso vivo tan “empeliculada” con los sueños: porque me han resuelto muchas cosas. Vos no te imaginás. Creativamente me han resuelto muchas cosas.

¿Cómo fue explorar el tema de la infidelidad? Y aquí me surge otra: hace dos semanas escuchaba a Isabel Botero decir: “si otros escritores me escuchan decir esto, me van a echar la madre, pero yo en este libro no le quise hacer daño a nadie”. ¿Pasa seguido que uno asume el riesgo de hacerle daño a alguien cuando escribe un libro? ¿En este caso lo sentió?

Yo creo que ese riesgo está ahí siempre, latente. Sobre todo si uno hace autobiografía. Digamos que yo aquí tengo la excusa de la autoficción: “usted no sabe qué fue verdad y qué no”. Pero, por ejemplo, en Cómo maté a mi padre me tuve que enfrentar mucho a eso, porque estaban mis hermanos con nombre y todo, estaba mi mamá, mi papá, toda mi familia. Ese libro lo escribí en medio de una ingenuidad muy grande, porque no tenía la pretensión de hacer un libro: solo quería dejar por escrito esa historia. Y solo cuando lo publiqué y empecé a recibir comentarios, me di cuenta del alcance que podía tener, de lo que podía ocurrir. No los dejé mal parados, así que no siento que los haya puesto en riesgo, pero sí entendí que ese riesgo existe, que puede ocurrir cuando uno escribe.

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