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Recientemente, leí En agosto nos vemos, de García Márquez. El año pasado, cuando el libro fue publicado, no quise leerlo. Tal como a Ana Magdalena Bach, el personaje central de la novela, los libros de moda me causan cierta desconfianza. Con la publicación póstuma de la obra, escuché muchos comentarios. Algunos apreciaban que los hijos de García Márquez hubiesen decidido lanzar la obra post mortem, aun cuando el padre les había solicitado que no lo hicieran. Tal vez una manera muy propicia de practicar un parricidio: la ruptura con el padre, la desobediencia.
En segundo lugar, estaban quienes consideraban que la novela no era sino una oportunidad de negocio para el mundo editorial, que busca aprovechar cualquier escrito que haya dejado el autor, por mínimo que sea, con tal de ganar algo de dinero.
No obstante, decidí leerlo. Aunque a la novela le falta algo muy propio de las obras de García Márquez —como la capacidad descriptiva y psicológica de los personajes, de los lugares, de las sensaciones, de los aromas, de los cuerpos—, sí se siente el tono del autor y se percibe el Caribe.
Para escribir este texto, leí algunas cosas. Entre ellas, me llamó la atención un artículo de Iliana Restrepo Hernández, publicado en El Espectador. Hablaba de García Márquez con Alzheimer y de cómo la novela también podía leerse como el retrato de un escritor que llega a la vejez, pierde la memoria y, en consecuencia, se hace frágil: un descenso hacia la tumba.
Más allá de todo esto, quisiera hablar de lo que me gustó de la novela: su personaje central, Ana Magdalena Bach. Esta mujer va todos los años a una isla, cada 16 de agosto, a llevar unos gladiolos a la tumba de su madre. En una de esas visitas conoce a un hombre y pasa la noche con él. En ese pasar la noche con él, traspasa los límites de lo prohibido y de lo establecido.
Ana Magdalena Bach es una mujer con una vida clásica: un esposo, unos hijos y una moral muy enraizada en el judeocristianismo. Sin embargo, conocer a ese hombre es como probar del fruto prohibido que permitió a Adán y Eva salir del paraíso y descubrir su humanidad.
Adán y Eva vivían en un paraíso donde lo tenían todo. Solo tenían prohibido comer del árbol del juicio. Ese árbol representaba la insatisfacción humana. En el caso de Bach, parece que también vive una vida paradisíaca, como Adán y Eva en el Edén. No obstante, probar ese fruto prohibido es una forma de constatar que todo “Edén es transitorio” (Giovanni Quessep). Asimismo, que siempre hay algo en los humanos que nos hace incompletos. Probar lo prohibido nos permite descubrir muchas cosas de nosotros mismos que no conocíamos. Así como les sucedió a Adán y Eva: Eva conoce la maternidad, el dolor del parto, la pérdida de un hijo; conocen la muerte. Adán aprende que la comida se gana trabajando. Ana Magdalena también vislumbra muchas cosas de su vida que no había comprendido antes.
Solo al leer el libro, querido lector, sabrás lo que Ana descubre de sí misma.
En definitiva, vale la pena leer el libro. Leerlo como se leen los libros que cultivan la vida espiritual: no tanto para buscar cosas del autor o de los personajes, sino para encontrar los ecos que mueven algo en nuestro mundo interior, que hacen que algo conecte. De igual manera, para hacernos las preguntas fundamentales de la vida: ¿qué sentido tiene nuestra existencia?, ¿por qué vivimos como vivimos?