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Tucho (Cuentos)

Dejó atravesado el carro en el parqueadero, salió corriendo y entró al supermercado donde acostumbraba venir con Tucho día de por medio. Salió con la misma cara de preocupación con que había entrado, se subió al carro y se dirigió raudo hasta el parque, donde tampoco lo encontró.

Jose Hoyos
04 de diciembre de 2022 - 05:49 p. m.
A las seis de la tarde seguía sin comer y ni rastro del perro.
A las seis de la tarde seguía sin comer y ni rastro del perro.
Foto: Pexels.

Mientras esperaba que el semáforo se pusiera en verde trató de pensar detenidamente a qué otro lugar podría haberse dirigido Tucho. Se sintió ridículo al pensar que un perro que huye de la casa iría a buscar refugio, como cualquier vagabundo, a una guardería canina. Como andar de afán era la norma de su vida, no soportó ni cinco segundos de reflexión, así que pisó a fondo el acelerador con el semáforo todavía en rojo y por suerte no atropelló a nadie. Sin rumbo, dando vueltas en un radio de unas veinte manzanas alrededor de su apartamento, ofuscado por verse obligado a dejar guardada su camioneta habitual y tener que andar en el viejo campero, clavaba la mirada en cada perro que encontraba, pero ninguno era el pastor collie achocolatado que andaba buscando.

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Volvió al apartamento pasada la medianoche, sin ninguna señal de Tucho, que era su todo. Y cuando todo baja es muy difícil no bajar también. Cada rincón del enorme apartamento, igual que su cuerpo, estaba ocupado por el peso de la culpa. Sintió el rostro empezando a ahuecársele, pero verse en el espejo habría sido como una acusación. Por primera vez en quince años —el tiempo que llevaba junto a Tucho— oyó el chirrido estático de la soledad. Estuvo hasta el amanecer sentado inmóvil en el sofá, la respiración convertida en una sola línea continua, la vista gélida y quieta, como en shock, evitando entrar a la habitación para no mirar la manta peluda en la que Tucho dormía. Si el perro no volvía por cuenta propia y de un momento a otro, que era la forma en que se había ido, él se vería obligado a esconderse en algo más, cualquier cosa que le distrajera cabeza y corazón, tal vez un viaje largo, otro carro nuevo, volver a frecuentar el club social, un nuevo proyecto para la agencia de publicidad o, en caso muy extremo, una esposa. Con buena parte de su vida habiendo elegido vivir solo, las personas se le hacían algo menos llevaderas que los animales. Aun entregándose a algún escondedero habría momentos de pausa, de mirar por la ventana, de paseos domingueros por el parque, de salidas a caminar hasta la droguería de la esquina, de esperar el ascensor: quietudes de indefensión, y ahí la ausencia de Tucho le saltaría de nuevo a la garganta. Ninguna opción llenaría ese vacío, no había de otra que seguir buscándolo.

Vio el sol mañanero por la ventana y se paró como un resorte, no recordó que no había dormido ni comido, se lanzó al carro y dio otra vuelta pensando que con el nuevo día Tucho andaría la calle; en algún lugar tendría que estar, aun tratándose de un perro que era más alma que cuerpo. Hizo el mismo recorrido unas diez veces, y nada. A mediodía se detuvo en la estación de gasolina a tanquear y allí se encontró a Sergio, un compañero de oficina, quien lo saludó extrañado de no verle la misma cara como pasteurizada de siempre, pues sus gestos habían dejado de ser automáticos y ahora eran expresivos; aunque Sergio se asombró más aún de no verlo andado en la camioneta de siempre sino en el viejo campero que casi nunca sacaba. Tampoco Sergio había visto a Tucho. Los dos minutos que hablaron le parecieron demasiado tiempo, pues Tucho podría estar a la vuelta de la esquina y seguiría de largo, había que apurarse.

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A las seis de la tarde seguía sin comer y ni rastro del perro. Abatido hasta los huesos, entró a un restaurante cualquiera y comiendo sin ganas lamentó encontrarse otra vez a Sergio, quien venía acompañado de una mujer. Se sentaron junto a él un momento. Consciente de estarlos aburriendo con su conversa monotemática en torno a Tucho, quiso hablar de cualquier otra cosa. Dijo que lo tenía sin cuidado el no haber ido hoy a la oficina y que tampoco desde la casa había adelantado trabajo. Soltando frases que no obedecían a ninguna conversación hilada y le salían casi contra su voluntad a través de una voz que por momentos se le quebraba, contó que antier viniendo del supermercado, con Tucho en el asiento del copiloto, estaba de mucho afán y al tomar la avenida no vio el semáforo en rojo ni a la muchacha que hacía malabares y la atropelló de lleno, la hizo volar por los aires, y en un segundo el susto se le volvió vileza al pisar el acelerador y huir dejándola ahí tirada y sangrante. Estaba pálido como un cadáver cuando guardó la camioneta en el parqueadero del edificio. Tucho estaba tan serio que le costó salir de la camioneta, cuando lo hizo se fue directo hasta el capó y olfateó la mancha de sangre, miró a su dueño fijamente a los ojos, de nuevo olfateó la sangre, y agachó la cabeza en un gesto de profunda tristeza antes de correr hacia la puerta aún abierta del parqueadero, sordo a los repetidos llamados, y echarse a la calle para no volver nunca más.

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Por Jose Hoyos

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