Marcela Sánchez o una mirada sensible en el taller

Mara, como también es conocida en el medio en el que se desenvuelve, además de fotógrafa y artista plástica, es publicista de profesión.

Giancarlo Calderón
15 de agosto de 2019 - 01:45 a. m.
Marcela Sánchez al lado de Ricardo Villegas, en el taller del artista.  / Cortesía
Marcela Sánchez al lado de Ricardo Villegas, en el taller del artista. / Cortesía

“No me interesa la fotografía sino la vida”

Henri Cartier-Bresson

Retratar a quienes comúnmente retratan, no sólo rostros, o gente, sino todo cuanto contiene el universo: artistas en plena acción, en la creación y realización de su obra; o en silencio y quietud, que también son intrínsecos al proceso creativo. (Le puede interesar: Celso Castro y un autorretrato con ballena)

Husmear con respeto, observar sin incomodar, fragmentar mentalmente un espacio, escoger perfiles, determinar encuadres, captar imágenes con tal o cual perspectiva, y tratar de conservar lo genuino del momento presente, de lo espontáneo, incluso de lo repentino, hace parte del trabajo, también artístico, de Marcela Sánchez. (Lea también: Leonardo Palencia: trazos de un autorretrato auténtico)

Lo hace, generalmente, sin muchos artificios: tomando la luz natural como soporte fundamental, sin descartar pequeños montajes para aprovechar y potenciar lo que haya a disposición en el sitio elegido. (Además: Walter Arland y su empecinada búsqueda de la perfección)

Y siempre con una mirada particular, vigilante pero tranquila, atenta, astuta, y el lente de la cámara como extensión de esa mirada, siempre dispuesto para capturar los movimientos, las maneras, los hábitos, los detalles y las particularidades de cada artista y su trasegar en esos lugares especiales: talleres, escondrijos, guaridas apartadas del mundo, oasis donde justamente se forman otros mundos, y que también podrían ser considerados como templos, grandes o pequeños, coloridos o sobrios, ordenados o lo contrario, y donde quien tiene la última palabra es la creación artística, donde nada está dicho ni escrito, sino al revés: todo está, día a día, por escribirse, por decirse, por crearse. (Le puede interesar: Los retratos de José Luis Molina: amalgamas plásticas y emocionales) 

Son célebres las fotografías tomadas a los grandes artistas en sus talleres. Las de Pablo Picasso, por ejemplo, son innumerables y de todo tipo: trabajando, la mayoría, pero también pensando, o fumando, u otras más juguetonas: bailando o riendo, o en compañía de Lump, su famoso perro salchicha. O de Henri Matisse: esa de perfil y a contra luz al lado de la ventana, con lienzo al frente y pincel en mano, o aquella conmovedora donde lo vemos desde su cama pintando en la pared.

O de Joan Miró, sentado, meditabundo, casi perdido en un plano abierto donde sus obras, las que rodean su taller, un espacio amplio, son tan o más protagonistas de la imagen que él. O de Alejandro Obregón, con un autorretrato de fondo, y sus bigotes insolentes y su mirada intensa mirando de frente a la cámara. En fin,  la lista es amplísima, tanto como el arte mismo. Sin duda, hay mucha mística en esta tradición de ‘congelar’ para la posteridad a los artistas en sus lugares de trabajo.

Ella misma, Marcela Sánchez, con cierta nostalgia, recuerda sus inicios en esta faceta: “De los primeros talleres que fotografié fueron el de Umberto Giangrandi y el de Jorge Olave, mi gran amigo… Ha sido muy interesante, no sólo porque al retratar sus espacios, los estoy retratando a ellos, sino que también estoy capturando su imaginario íntimo, su crisálida, su templo, es decir, el espacio donde cada uno de ellos crea y es. La fotografía para mí es reflejar la esencia, y en el caso de retratos a artistas es ver más allá del rostro y el cuerpo de la persona, es como ver un poco de su alma. Es ver lo que la mayoría de las personas no ven, es aprender a desarrollar la observación…”.

Mara, como también es conocida en su medio, además de fotógrafa y artista plástica, es publicista de profesión. Y su primer acercamiento con la fotografía tiene un componente anecdótico encantador: “La historia en la fotografía empieza en la niñez. Había un fotógrafo que hacía las fotos familiares, creo que su nombre era ‘Don Lázaro’… Cuando se las llevaba a mi mamá yo pensaba que el señor era un mago que utilizando métodos mágicos me hacía aparecer en ellas”. Luego, en su adolescencia, siguió cultivando esta pasión por  capturar y retratar a los otros: “Tuve mi primera cámara a los 16 años, una cámara muy sencilla, y era la pesadilla de los amigos, pues los usaba de modelos todo el tiempo… Claro que, de las fotos que tomaba, no se salvaba casi ninguna, pues no tenía técnica”.

Tiempo después, llegaron los estudios universitarios y los primeros trabajos: “Estudié mercadeo y publicidad… esto me ayudó mucho a descubrir mi vocación en la fotografía. Y en 2008 conocí una persona que fue definitiva en mi vida: Carlos Torres. Él me invitaba a realizar las fotos en los eventos culturales presentados en Luvina (Librería)… Fue la persona que realmente vio mi potencial y me animó a seguir con el tema. Puedo decir que es de las personas que más me han apoyado y, aún hoy, continúa haciéndolo”. Con respecto a otras referencias o influencias determinantes en su formación, prefiere mostrarse humilde y prudente: “Creo que esas cosas no las hacemos conscientes. Yo miro todo lo que pasa frente a mis ojos, por tanto debo tener influencia de muchos fotógrafos y de muchos pintores. Es vergonzoso compararse uno misma con los grandes. Yo debo decir que soy y seguiré siendo una aprendiz”.

Marcela Sánchez, por supuesto, no sólo ha fotografiado artistas en sus talleres, o eventos culturales, sino muchas cosas más: “En mis trabajos tengo temas que siempre estoy desarrollando, pero mis favoritos podría decir que son: los talleres de artistas, los retratos a escritores y poetas (retrato en general). El tema campesino me apasiona. También los manglares y las ciénagas como ecosistemas frágiles y en peligro… Cada tema es un mundo y una historia diferente… Cada campesino es una historia, cada artista y cada escritor también”.

Piensa un poco y en tono reflexivo concluye: “El mundo está allá, lo sé. Está fuera de mi cámara. Allá está el mar, debajo los bancos de corales, es decir lo bello. ¿Cómo traer eso acá, al interior de mi cámara y luego ponerlo allí para que usted se dé cuenta de que yo me doy cuenta? Ese es mi trabajo fotográfico… Buscar una fotografía, en un taller o en cualquier otro sitio, es buscarme a mí misma, no hay otra forma de definirlo. Desde niña he sido solitaria y cuando hago fotografías con mi cámara es cuando mejor me integro con el otro y conmigo misma”.

Al proponerle, para terminar, hacer una especie de flash back y recorrer en síntesis su propia ruta profesional y artística, y cómo ésta ha ido cambiando, sobre todo conceptualmente, accede con cierta modestia y entusiasmo , reflejados en una pequeña sonrisa: “No siempre fue así, pues uno evoluciona, claro. Tomar fotografías, día a día, año tras año, hace que las cosas se decanten. Al principio quería decir muchas cosas, hoy sé que no es diciendo mucho sino connotando. Y claro que es una evolución artística si usted lo quiere llamar así. Yo le daría otra explicación: me estoy volviendo vieja y veo cosas que de jovencita no veía… perdón: ¡no sentía!”.

Por Giancarlo Calderón

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