Desde que el caso de Aida Merlano volvió a la agenda pública, con su reaparición en la Corte Suprema de Justicia y sus denuncias en contra del clan Char y otros políticos, en el trasfondo de la polémica quedó una pregunta: ¿Qué ha podido establecer la justicia en casi cuatro años sobre las personas que la ayudaron a crear un sofisticado esquema de corrupción electoral? Parte de la respuesta está en una de las investigaciones que tenía como objetivo establecer la responsabilidad de al menos siete personas que cayeron, junto con Merlano, en marzo de 2018. Han pasado un poco más de tres años y el expediente no ha tenido mayores avances en la justicia.
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El proceso es en contra de la abogada Lilibeth Llinás, señalada como una de las cabezas de la organización criminal, y los exdiputados, exconcejales y abogados Jorge Luis Rangel, Vicente Carlos Tamara, Juan Carlos Zamora, Alberto Castro Reyes, Gregorio Castro Bravo y Margarita María Balen. Esta última, esposa del fallecido Jorge Gerlein, hermano de Julio Gerlein, acusado de financiar este entramado de corrupción. Según la Fiscalía, los siete investigados fueron parte de la estructura ilegal que llevó a Merlano a conseguir una curul en el Senado a punta de compra de votos. Como se sabe, el castillo de naipes se desmoronó en marzo de 2018.
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Después de las elecciones, agentes del CTI del ente acusador y de la Policía llegaron hasta la sede política de Merlano en Barranquilla, denominada como la “Casa Blanca”, con el propósito de recopilar pruebas del esquema de corrupción, aparentemente auspiciado por las casas políticas Gerlein y Char. Para la Fiscalía no hay duda de que Llinás y Merlano, como cabezas de la organización criminal, se concertaron con más de 14 personas para cometer múltiples delitos que atentaban contra la democracia. En la estructura ilegal, algunos de sus miembros tuvieron réditos políticos para llegar a ubicarse como diputados o concejales de la costa Caribe.
Los siete investigados, incluyendo a Llinás y a Margarita María Balen, fueron imputados en julio de 2018 por los delitos de concierto para delinquir agravado y corrupción al sufragante. Ninguno aceptó cargos y el proceso siguió su curso. El 26 de noviembre de ese mismo año, la Fiscalía llamó a juicio a todos los involucrados en el proceso y radicó el escrito de acusación, en el que reafirmó todo lo dicho en contra de los siete vinculados al caso Merlano. En ese documento, conocido por El Espectador, quedaron nuevamente en evidencia las pruebas que demostrarían que ellos fueron los coordinadores de la estructura de corrupción para comprar votos para las elecciones de 2018.
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Pero desde esa fecha hasta hoy, 38 meses después para ser más exactos, el proceso no ha tenido ningún avance. Pese a las evidencias recopiladas, de cómo la casa Gerlein, en específico Julio Gerlein, habría financiado la compra de votos, y del papel que cada una de estas siete personas cumplió en este caso de corrupción electoral, poco o nada se ha sabido. Según fuentes cercanas al caso, la demora podría responder a que la Fiscalía se ha tardado mucho más de lo esperado en revelar las pruebas que tiene en contra de Jorge Luis Rangel, Vicente Carlos Tamara, Juan Carlos Zamora, Alberto Castro Reyes, Gregorio Castro Bravo y Margarita María Balen.
El expediente en contra del empresario Julio Gerlein, hermano del fallecido congresista Roberto Gerlein, es similar. La Fiscalía le imputó cargos en 2018 y lo acusó ese mismo año con evidencia que probaría cómo fue la triangulación de dinero, cuántos cheques y por cuánto valor salieron de su chequera. Pero hasta el momento tampoco ha iniciado el juicio en su contra. En el caso de Lilibeth Llinás, quien era la fórmula a la Cámara de Merlano, bajo el auspicio de Cambio Radical y el clan Char, el ente investigador explicó en la acusación que era, junto a Aida Merlano, la cabeza de la organización criminal que habría conseguido al menos 18 mil votos.
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Llinás, que iba auspiciada por la casa Char, y Merlano por los Gerlein, según la Fiscalía, tenían una organización jerárquica con roles definidos que les facilitó la compra de votos. Inicialmente, tenían una sede de trabajo, la “Casa Blanca”, a la que denominaron “comando central”. Estaba ubicado en el barrio Golf de Barranquilla. Desde allí se desarrollaban acciones administrativas, jurídicas y financieras. En cabeza de la estructura ilegal estaba la excongresista, hoy prófuga de la justicia, quien ideó y dirigió el grupo. Para comienzos de 2018, Llinás llegó al equipo, según las investigaciones, con el mismo poder y objetivo de Merlano.
El segundo eslabón de la organización, y no menos importante, lo ocupó Julio Gerlein Echavarría, como financiador, acusado por los delitos de concierto para delinquir, corrupción al sufragante y violación de topes electorales. Como coordinadores estaban el abogado Alberto Castro Reyes, los entonces concejales Gregorio Castro y Juan Carlos Zamora, el exconcejal Vicente Tamara y los diputados para la época Margarita María Balen y Jorge Luis Rangel. Por debajo de ellos estaba el personal administrativo que desarrollaba funciones específicas de seguridad, sistemas, logística, digitadores y administradores, entre otros.
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Transversalmente, estaban los líderes integrados por 2.323 personas, que eran los encargados de reclutar a los votantes, prometerles y cancelarles con recursos de la organización ilegal $50.000 a cambio de entregarles su voto a Llinás y Merlano en las urnas. Por lo general, los líderes usaban un talonario desprendible y un huellero para diligenciar los datos de los votantes. Según el escrito de acusación presentado por la Fiscalía, Lilibeth Llinás y los otros seis investigados tenían conocimiento del entramado de corrupción tecnológico que se fraguó para llegar al Legislativo. El engranaje no era menor.
Todo estaba sofisticadamente cuadrado para conseguir su objetivo. Los líderes, que eran reclutados por los coordinadores (es decir, el grupo de Llinás y Margarita María Balen), con cédula en mano debían dejar anotado el número de votantes que llevarían a la organización. Con huellero y talonario, estos cooptaban y marcaban con un sello al ciudadano que vendía su voto. La intención era, al término de la jornada, dar cuenta de su aporte. Una vez llegaban al “comando central” empezaba la “labor de revisión”. Minuciosamente, los denominados “punteadores”, bajo la supervisión de los coordinadores, verificaban que la huella del votante plasmada en el talonario coincidiera con la que aparecía en la fotocopia de su cédula.
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En la segunda etapa de revisión, que era desarrollada por el área de sistemas, dos personas se encargaban de verificar que los votantes no estuviesen repetidos y se establecía el puesto de votación para cada uno de ellos “permitiendo a la organización tener un control a futuro sobre cuántos votos se esperaban recibir en determinado puesto de votación”, dice en el escrito de acusación. Una vez ocurría el proceso de zonificación, el líder recibía $15.000, más $5.000 por cuestiones de transporte, por cada uno de sus votantes. Este dinero era entregado como anticipo de los $50.000 prometidos, y al término de las votaciones reclamarían el dinero restante.
Aunque el caso del grupo de Lilibeth Llinás y Margarita MaríaBalen se movió a buen ritmo durante 2018, lo que ha pasado desde esa fecha para acá ha sido más bien escaso. Lo mismo ocurre con el proceso en contra de Julio Gerlein. Mientras la Corte Suprema ya arrancó con las primeras audiencias en otro proceso en contra de Merlano, por supuesta violación de los topes electorales, en la Fiscalía los casos de quienes la habrían ayudado a estructurar y poner a funcionar la estructura de corrupción siguen esperando el empujón que permita conocer realmente cuál fue su incidencia y quiénes más habrían aportado a esta empresa de compra de votos.