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Vivo en un conjunto residencial, en Cartagena, una ciudad en la que es evidente el maltrato animal en todas sus facetas y grados. Una noche, mientras paseaba a mi perrita Polita, vi a un perro encerrado en un balcón. Me llamó la atención que el canino ladraba sin parar y lo hacía más cuando veía a otro de su misma especie.
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Al día siguiente, volví e hice el mismo recorrido. Cuando pasé por su casa, el perrito continuaba en el balcón. Repetí la ruta más o menos una semana, en diferentes horarios (incluidos los del mediodía, cuando hace un solazo increíble en esta ciudad costera), y la situación era igual a la de la primera noche. Concluí, entonces, que el perro, un pitbull, vivía ahí… en un balcón con medidas aproximadas de 2,20 de largo x 70 cm de ancho.
Al ver eso, por supuesto, me indigné. Escribí una carta a la administración de la copropiedad y anexé las fotos que había tomado los días anteriores, en las que se veía al animal expuesto al sol, al calor, a la lluvia y al frío. La respuesta fue, básicamente, “no tenemos competencia para hacer nada al respecto”. Aunque estaba convencida de que esa especie de argumento era insuficiente frente a los datos que expuse basada en la Ley 1774 de 2016, que es la que protege a los animales y los reconoce como seres sintientes y no cosas.
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Como parte de mi querella mencioné que el espacio no era adecuado para que el canino viviera y se desarrollara dignamente, lo que le podía generar estrés y dificultad a la hora de manifestar su comportamiento animal. Esto debido a que el área del balcón no le facilitaba llevar a cabo acciones naturales.
Además, solicité que el conjunto actuara en pro del bienestar del pitbull, puesto que, en cumplimiento de la ley mencionada, la copropiedad debía actuar en concordancia con el principio de solidaridad. Por eso, propuse que se identificara a la persona tenedora de la mascota para conversar con ella y lograr acuerdos que beneficiaran la integridad del perro.
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Sin embargo, como ya mencioné, mis esfuerzos los tumbó, a mi modo de ver, un argumento escueto acompañado de la sugerencia: “Vaya y hable con la Policía Ambiental”.
Me abstuve. En medio del dilema durante varios días estuve pensando en cómo poder aportar un poquito de solución a esa problemática sin comprometer mi propia integridad. Resolví no acudir a la Policía y mi razón la medité: Cartagena no cuenta con un refugio digno para recibir a los animales maltratados o en situación de calle, contrario a lo que reglamenta el artículo 119 de la Ley 1801 de 2016. ¿A dónde iría a parar el pitbull? Al menos, en el balcón tiene un pequeño techo, agua y comida.
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A los días, una vecina me contó que al perrito lo dejaban ahí porque se comportaba muy mal cuando estaba solo y hacía desastres en la casa, lo que, por supuesto, no es responsabilidad de la mascota, sino de sus personas tenedoras. Sí, de los humanos que no han invertido tiempo en la educación de sus canes o dinero para que lo haga otro y que creen que tener un perro es un asunto folclórico.
Pasadas unas semanas, en un grupo de WhatsApp de animalistas, alguien denunció la misma situación que yo había presenciado, esta vez era en un balcón, un poco más grande, en uno de los barrios más cotizados de la ciudad.
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Por supuesto, frente a la indignación, todo el mundo empezó a comentar. En conjunto llegamos a la conclusión que condensé así: “Qué pesar que el animalito esté en esas condiciones, qué triste y qué impotencia tan maluca, pero al menos tiene agua y comida (aunque le falten cuidados). Acá no hay un refugio digno para llevar a las mascotas que sufren esos maltratos pasivos. ¿Qué hacer ahí? Creo que es mejor que estén en esas casas que en la calle”. Esta vez, para nuestra suerte y reflexión, un grupo de vecinos se ofreció a hablar con la tenedora del perro y también salió la posibilidad de exponer el caso en redes sociales para hacer presión.
Escribo esta columna para el desahogo, pero, principalmente, para saber usted qué haría en estos casos, en los que las alternativas son pocas. Deseo leer sus comentarios desde la empatía y sus sugerencias atravesadas por las preguntas: ¿qué hacer sin poner en riesgo mi integridad?, ¿qué hacer en una ciudad en la que no hay cultura de respeto por los animales ni por las personas mismas?, y ¿qué hacer en una ciudad en la que no hay garantías que, desde lo público, prioricen el bienestar animal?
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