Un país que ha desnacionalizado a más de 400 personas, persigue opositores, líderes religiosos y hasta a sus viejos aliados en la época de la Revolución Sandinista, ha cooptado todas las instancias del poder, ha obligado al exilio a muchos de los suyos y este año ha impedido que más de 3.000 de sus ciudadanos regresen desde el exterior, es el que le está dando asilo político a Carlos Ramón González, prófugo de la justicia colombiana por el escándalo de la Unidad Nacional de Gestión del Riesgo de Desastres.
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La dupla de Daniel Ortega y Rosario Murillo, que ahora se denominan copresidentes de Nicaragua, ha quebrado toda institucionalidad para continuar en el poder, pero no bajo el paraguas de un partido político, sino con la perpetuidad de su familia. Así, han convertido al país en un refugio para acusados de corrupción, comenta el periodista Octavio Enríquez: “Eso no es extraño. Ellos protegen a este tipo de personas”.
González, de hecho, es solo un nombre más en una lista que también incluye al fallecido expresidente salvadoreño Mauricio Funes, condenado por los delitos de agrupaciones ilícitas e incumplimiento de deberes, sobre quien recayó un juicio civil por enriquecimiento ilícito. Ahí aparecen también su connacional y exmandatario Salvador Sánchez Cerén, y Ricardo Martinelli, quien recibió asilo político en Colombia tras permanecer un tiempo en la Embajada de Nicaragua en Panamá, su tierra natal.
Esa es una de las grandes contradicciones del país, o al menos así lo piensa Gonzalo Carrión Maradiaga, defensor de derechos humanos y coordinador del Colectivo Nicaragua Nunca Más, que opera desde Costa Rica. Él, que lleva en el exilio desde 2018 y además es uno de los desnacionalizados por el régimen, cree que eso demuestra “que estamos desgobernados por una tiranía, responsable de un éxodo sin precedentes en la historia. Mientras le niega a su población el derecho de permanecer en el país legítimamente, les abre las puertas a personas de otros lugares que son perseguidos por delitos comunes”.
Pero eso no ocurre en el vacío; al contrario, sucede en medio del dolor que aún provoca la represión a las manifestaciones de 2018, en las cuales murieron al menos 325 personas y otras 2.000 resultaron heridas, según la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). También en la purga de Rosario Murillo, que no es otra cosa que la detención de miembros de la vieja guardia del Frente Sandinista de Liberación Nacional, como Bayardo Arce, exasesor presidencial, Henry Ruiz y Humberto Ortega, exjefe del Ejército y hermano del gobernante, quien falleció en septiembre de 2024.
“Murillo está haciendo limpieza”, asegura ante la agencia AFP la historiadora y excomandante guerrillera Dora María Téllez, exiliada en España. Eso “ratifica que el proceso de autodestrucción del régimen está bien avanzado. No es una señal de fortaleza, sino de gran debilidad”, agrega en la red social X Arturo McFields, exdiplomático nicaragüense radicado en Estados Unidos. Y aunque Carrión Maradiaga concuerda con eso, agrega algo más: “Están disparándose a los pies. El monstruo está aplastando a sus súbditos, a su gente fiel”.
Esas figuras representan el pasado del sandinismo, que, como una guerrilla y luego como un partido político, se enfrentó a la dictadura de la familia Somoza en el siglo pasado. El problema es que “Ortega y Murillo desaparecieron el Frente Sandinista. Ya no hay partido, no hay democracia. La purga se concentra en eso: en la idea de preservar el poder dinástico, el poder de la familia”, agrega el defensor de derechos humanos: “Toda persona que tuvo algún vínculo con la historia de lucha, que en la actualidad es considerada un obstáculo para ese objetivo, es apartada”.
Muestra de ello es que, mientras se condena y persigue a cualquier tipo de oposición y pensamiento crítico, la pareja presidencial delega funciones en sus hijos. Por ejemplo, a finales del mes pasado le dieron a Laureano Facundo Ortega Murillo, asesor presidencial para las Inversiones, Comercio y Cooperación Internacional, el poder para suscribir un acuerdo de cooperación con Rusia. Sus hermanos y él han asumido roles en varias áreas, como la comunicación, la Presidencia y el ámbito cultural.
Ellos tienen una función de Estado dentro de un proyecto que, si bien es político, no tiene una vocación democrática. Con Ortega de 79 años y Murillo de 74, “me imagino que a estas alturas les interesa proteger su descendencia, y a los hijos los pueden mover como fichas”, concluye Enríquez: “Pero el poder es irracional y jamás terminaremos de entender sus lógicas”.
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