2020 será recordado como el año en que nuestros “normales” se sacudieron. Cuando comenzaron a circular las noticias sobre la aparición de un nuevo coronavirus en Wuhan pocos imaginábamos posible la consiguiente hecatombe global. Desde entonces, la pérdida de vidas humanas, el miedo, la incertidumbre, la reducción del contacto con el mundo externo y la interrupción de las rutinas han ahondado la sensación inquietante de que todo ha cambiado.
Por ejemplo, el encierro ha suscitado transformaciones en la experiencia del paso del tiempo. Se siente eterno en el instante, pero más rápido que nunca en retrospectiva. A su vez, resulta crecientemente difícil diferenciar entre los días de la semana, en especial la jornada laboral, y el fin de semana y festivos. No menos indicativo, existe la percepción simultánea de que muchas actividades, planes y metas en la vida se han puesto en pausa, a la vez que las exigencias de productividad en el trabajo y en otros espacios vitales han aumentado.
La “zoomificación” de actividades esenciales como la enseñanza, la legislación, la administración de la justicia y las relaciones sociales, además del trabajo constituye otro frente de cambio profundo cuyos distintos efectos están aún por analizarse. Además de su potencial para el desgaste físico y mental, y la deshumanización constituye una fuente más de desigualdad, tanto por sus requerimientos de conectividad a los que muchos no tienen acceso, como por los retos que plantea en ámbitos como la escolaridad virtual, en especial en hogares pobres y monoparentales.
Empero, suponer que “todos estamos juntos en esto” – como han repetido ad nauseam medios, personajes famosos, estados y organismos internacionales – oculta las abismales brechas que caracterizan a los grupos humanos dentro y entre los países, así como sus vivencias diferenciadas de las crisis. Para la mayoría de la población mundial, no se ha tratado solo de acostumbrarse a este nuevo “anormal” sino de una lucha por la sobrevivencia misma dado su acceso limitado al trabajo, la salud, la seguridad alimentaria y la vivienda, y su afectación desproporcional por la pandemia, que ha desnudado y agravado diversas lógicas estructurales de inequidad, injusticia y violencia basadas en género, raza, clase y etnia.
Como la desigualdad y la discriminación, la política se perfila como otro espacio en el que no ha cambiado prácticamente nada. Alrededor del globo las tendencias autoritarias y militaristas se han acrecentado ya que el confinamiento y la adopción de medidas excepcionales han justificado la restricción de libertades fundamentales, incluyendo el derecho a la protesta, la crítica y el ejercicio de la oposición. Ahora que el foco de obsesión global gira en torno a la vacuna, menos espacio habrá para debatir estos y otros asuntos de fondo.
Aun así, no todo es sombrío. La capacidad de modificar nuestras prácticas y las incontables expresiones de solidaridad que han salido a flote, por no mencionar los desarrollos científicos que han aparecido tras el Covid-19 sugieren que los humanos también podemos aprender y adaptarnos. Si antes creíamos que era imposible frenar el calentamiento global, la otra gran amenaza existencial que pende sobre nosotros, las vivencias de este año demuestran lo contrario. Nuestra deuda pendiente es entender que urge un cambio radical de paradigma, insistir en ello y comenzar a realizarlo.
*****
Volveré a escribir a mediados de enero.