En medio del dolor y la indignación nacional por el asesinato de Miguel Uribe, queda en evidencia que este crimen no es un hecho aislado. Las primeras investigaciones apuntan directamente a las disidencias de las FARC: organizaciones criminales que operan impunemente y actúan desde territorio venezolano bajo la protección tácita del régimen de Nicolás Maduro. Esta conexión transnacional entre grupos armados y gobiernos autoritarios convierte el asesinato en un acto simbólico de terror político.
Mientras el crimen sacude la conciencia de dos naciones reunidas en luto, los gobiernos de Colombia y Venezuela avanzan —con poco debate y excesiva opacidad— en la creación de una llamada “zona binacional de desarrollo compartido” en la frontera. Bajo la justificación de promover comercio, turismo y desarrollo, este acuerdo prepara el terreno para la expansión del poder criminal que le arrebató la vida al joven político.
El asesinato de Miguel es, por tanto, una tragedia política en dos sentidos: por su brutalidad y por lo que expresa. Un acto cometido por estructuras terroristas desde territorio extranjero, mientras el Estado colombiano parece normalizar formas de “integración” fronteriza que podrían, paradójicamente, consolidar esas mismas estructuras delincuenciales que lo asesinaron.
Su video exigiendo el cese de la persecución contra María Corina Machado —“Si en Venezuela no hay libertad, en Colombia no habrá paz”— se convirtió en un mensaje profético. Hoy, su muerte es una advertencia: no es que la casa del vecino se esté incendiando, es que la nuestra ya agarró candela.
Que no quede duda: el asesinato de Miguel Uribe no puede ser reducido a un “riesgo político”, como lo relativizó un vocero del gobierno de Petro. Es un crimen organizado y premeditado. Crimen organizado que tiene tomada a toda Venezuela y busca tomarse a toda Colombia. Miguel era un ejemplo de coherencia, valentía, claridad intelectual y humanismo ético. Su legado exige justicia, sí, pero también resistencia: resistencia a que la muerte de un líder incómodo sea la antesala de una entrega institucional que legitime estructuras criminales transfronterizas.
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El crimen organizado, de manera silenciosa, se está tomando nuestras democracias. En México, se apoderó del poder judicial; en Venezuela, capturó todas las instituciones y hoy gobierna sin contrapesos; en Colombia, empieza a decidir en qué terreno se juega la carrera electoral. América Latina enfrenta uno de los desafíos más duros de su historia, ya que el poder criminal amenaza con tomarse a la sociedad entera.
Los venezolanos no queremos dar lecciones morales a los colombianos ni a ninguna otra nacionalidad. Pero tampoco podemos callar cuando vemos señales inquietantes: cuando notamos que la democracia empieza a desvanecerse, que los mismos procesos que llevaron a nuestra debacle —la polarización extrema, el populismo, la pérdida de confianza en los poderes públicos y en los partidos, un presidente que saca provecho de la confrontación estéril y agita masas— empiezan a asomarse y amenazan con llevarse por delante otra institucionalidad. No podemos quedarnos en silencio cuando se habla de una “zona binacional” sin explicar con transparencia su alcance, y donde las versiones se contradicen de lado y lado, alimentando la sospecha en vez de la confianza.
El asesinato de Miguel Uribe se inscribe en la lista negra de los crímenes que no deberían ocurrir nunca: aquellos que arrebatan no solo una vida, sino también una esperanza. Su legado no puede quedar sepultado bajo la indignación momentánea. Que su nombre siga siendo recordado por su integridad, su inteligencia y su compromiso con causas que no siempre eran las suyas, pero que asumió como propias.
Desde aquí, nuestras condolencias más sinceras a su familia, a sus amigos, a Colombia entera. Y el deseo profundo de que la lucha y el ejemplo de Miguel iluminen a todo un país hacia un futuro mejor. La muerte de Miguel refleja que la lucha de venezolanos y colombianos está encarnada en los mismos anhelos: democracia, libertad, paz y justicia.
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