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El 25 de mayo de 2020, en Minneapolis, George Floyd murió a manos de un oficial de policía. “Oficial de policía” es en este caso tanto una sinécdoque como una transposición. Como “traqueto”, el “joven pistolero” o el “lobo solitario”, instrumentalizados tanto en el lenguaje como en la realidad de la violencia política en Colombia y el resto de las Américas. No es metáfora ni metonimia. En este caso, mirar la parte es también atender a la visión más amplia de un sistema de brutalidad aparentemente legal, racial y capitalista. De esta manera, nuestra mirada pasa del caso singular y del actor solitario a la violencia más amplia de la ley y el estado de emergencia que su sistema económico decreta como “normal”. El eterno estado de sitio que, en Colombia, las generaciones más y menos jóvenes hemos buscado abolir desde al menos 1991.
En el caso de Floyd, una adolescente llamada Daniella Frazer grabó el acto de violencia en su smartphone. Como recuerdan Eduardo Cadava y Sara Nadal-Melsió en su excelente libro acerca del trabajo liberatorio de la lectura, mayo de 2020 marca “tanto la fecha del evento como el inicio de la masificación de ese evento en las redes sociales... Dos índices distintos distinguen a este evento como una densa confluencia de referencias, voces, imágenes, ecos capaces de extenderse tanto hacia el pasado como hacia el futuro”. Otro tanto podría decirse de las imágenes que las y los jóvenes de la Primera Línea subieron a la red durante el paro nacional de abril de 2021, y de las acciones iniciadas por el Movimiento Estudiantil y otros desde 1991 en las calles, las instituciones y los medios. Solo así, atendiendo a tales índices, podemos empezar a comprender lo que significan la persistencia de la violencia política en Colombia, la violencia desmedida del ICE o el ensayo teatral de ocupación decretado por Donald Trump y los gobernadores republicanos en Estados Unidos.
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El 22 de junio de 2020, el artista visual Kadir Nelson reconfiguró el frontispicio compuesto por Abraham Bosse para el Leviatán de Thomas Hobbes (1651). Pero esta vez representó a Floyd en el lugar del soberano coronado: “ya no conteniendo a los súbditos de un soberano absoluto, sino señalando la posibilidad” de algo diferente del contrato social de la teoría y la jurisprudencia dominantes, nos dicen Cadava y Nadal.
La imagen sirvió de portada en The New Yorker. Su título, Say Their Names, se volvió masivo como verso y estribillo al resonar con la canción de 2015 de Janelle Monáe y el colectivo Wondaland. La canción enumera los nombres de los hombres, mujeres y niños negros que han muerto como resultado de encuentros con las fuerzas del orden, la economía del presente y/o su violencia racial. La dimensión performativa de la canción y las imágenes llama a sus oyentes a decir los nombres de los muertos e imaginar la persistencia de su espíritu y acción en los movimientos sociales que buscan transformar el orden actual.
Wondaland y Monáe lanzaron posteriormente una versión de código abierto de la pista instrumental de la canción para que los oyentes hicieran sus propias versiones. En septiembre de 2021, Monáe y Wondaland publicaron una versión de diecisiete minutos que incluye los sesenta y un nombres de mujeres y niñas asesinadas por la policía. Say Their Names, de Kadir Nelson, puede considerarse una de esas versiones. ¿Por qué no también las imágenes y sonidos que vimos durante la huelga general en Colombia? Todas ellas constituyen una llamada desde abajo que nos interpela. Son un llamado a la justicia.
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