Molano, el imprescindible

Guillermo González Uribe
02 de noviembre de 2019 - 00:00 a. m.

Alfredo Molano, un ser humano consagrado a conocer a fondo la Colombia profunda, a desentrañar las vidas de los habitantes ignorados de este país centralista y sus historias desconocidas, a mostrar la otra cara de la realidad nacional: la historia no oficial. Molano, maestro en el camino de recoger relatos, se dedicó a recorrer Colombia hablando con la gente del común, con quienes han sido víctimas e instrumentos de las guerras que hemos sufrido a lo largo de tantos años. En un encuentro en Mompox, a comienzos de los años 90, en el que con su mentor Orlando Fals Borda recorrimos en lancha parte de la Depresión Momposina, Molano contó cómo, cuando recogía material para una complicada tesis sobre la plusvalía con el fin de terminar sus estudios en Francia, encontró en un estadio en Neiva a una mujer que parecía ser la voz de todos los desplazados que estaban allí refugiados. Ese hecho lo cambió y fue clave fundamental para su escritura; dar espacio a las voces de quienes tradicionalmente no lo han tenido. Abandonó entonces la academia acartonada, en la que sintió que no cabían ni él ni el país. De allí en adelante se dedicó a andar estas tierras y a contarnos la otra verdad, ausente de los medios y del imaginario del colombiano citadino.

Su primer libro no académico, Los años del tropel, se convirtió para muchos investigadores y periodistas interesados en lo social en una especie de biblia. Por esa época, los años 80, lo invitamos a escribir en el Magazín Dominical de El Espectador, invitación que aceptó y que reconocía como su primer paso en serio en la labor periodística, tal como lo señaló en la presentación del libro Los niños de la guerra, 15 años después, volumen de historias de vida inspirado en su metodología de trabajo.

En charlas informales contaba que hablaba con los campesinos con una botella de aguardiente al frente, pues decía que así se rompía el hielo más fácil, para conversar mejor. Pero poco tiempo después viajamos con él por la Macarena, conversando con sus habitantes sin un solo trago, y ya entonces señalaba que era mejor sin alcohol, porque así estaban las mentes más despejadas. Pienso que el trabajo interior que realizó a lo largo de muchos años, siguiendo las enseñanzas de Gurdjieff, le permitía a Molano mirarse a sí mismo para ir mejorando como ser humano, como escritor y agudo analista político. En ese viaje a la Macarena, después del encuentro con autoridades y campesinos, viajamos durante 40 minutos sobre el río Guayabero acompañados por un oficial del Ejército. Nos detuvimos en un paraje y nos informó que hasta ahí llegaban él y sus soldados. Diez minutos después arribó una columna guerrillera que nos condujo, selva adentro, a una entrevista con su comandante, un hombre semiparalítico. Luego, viajamos sobre el río encontrando a la vera del camino balanzas donde se pesaba la hoja de coca, mientras el lanchero, golpeando su bote, hizo aparecer como por arte de magia a los delfines rosados, las toninas, que nos acompañaron al tiempo que oído agudo escuchaba los relatos de Molano. Cada encuentro con él era un aprendizaje y un descubrir pedazos ocultos del país.

Lo volví a ver en un taller sobre otros caminos del conocimiento, en donde seguidores de varias escuelas de búsqueda interior y espiritual expusieron sus puntos de vista durante dos días. Saludó riendo y nos dijo a un pequeño grupo que esa era la izquierda mística y espiritual.

Años después, cuando salió al exilio, a comienzos del año 2000, el encuentro fue en Barcelona, cuando llegó de improviso exiliado. Nos puso una cita con tintes clandestinos, pero finalmente era sólo para que le ayudáramos a instalar el computador. Él no manejaba bien internet, así que cuando pusimos su nombre en el buscador y comenzaron a aparecer docenas de artículos, quedó maravillado; dijimos entonces que le ocurrió como a José Arcadio Buendía cuando Melquíades le mostró el hielo.

Los recuerdos se atropellan al hacer memoria de este valioso hombre. Sus libros, que iban llegando para descubrir cada vez una nueva cara de este país; sus agudos artículos; su mirada de águila que desentrañaba las segundas intenciones o las trampas de oscuros y siniestros personajes que por años han manejado la política en el país. El gran conversador que, según él mismo anotaba, al encontrarlo se atropellaban las palabras y las ideas: “Hablamos de todo al tiempo, como los loquitos”. Queda el recuerdo de su salida victoriosa de los juzgados, al derrotar a una poderosa familia que lo demandó por difamación, y su empeño como miembro de la Comisión de la Verdad, esperanza de tantos para que la otra historia cobre fuerza, pero llegó la parca sin dar espera a concretar su deseo. Ojalá su legado sea que por fin podamos ver que esa otra historia dé luces para caminar por ese nuevo país, que a veces alcanzamos a vislumbrar. Como decía Bertolt Brecht, hay seres humanos que son imprescindibles: Alfredo Molano fue uno de ellos.

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