A propósito de nueva legislatura del Congreso, hoy es un buen momento para hacer un debido balance de la gestión de senadores y representantes a la Cámara, que coincide perfectamente con la apertura de la recta final del Gobierno Nacional y que llega en medio de la meseta que atravesamos por cuenta del estallido social.
Sobre lo anterior, hay que decir sin temor a sonrojarse que, en contenido, fondo y trascendencia, Duque, sus ministros y los ‘padres de la patria’, culminaron el año legislativo con más pena que gloria en cuanto a resultados se refiere. Por su parte, los mandatarios locales y departamentales, salvo contadas excepciones, no lograron encontrar la ruta para materializar sus intenciones de campaña, quizás por las consecuencias de la pandemia, en parte, pero más que nada por su poca capacidad técnica.
Como en la inmensa mayoría de países en vías de desarrollo, la sociedad exige de los políticos no solo representatividad, sino también competencias técnicas para ejecutar su tarea. En contraste, es triste observar cómo muchos de nuestros líderes insultan a diario la inteligencia de los colombianos, vociferando, bramando, llevando una vida exhibicionista o carnavalesca. Por momentos, llevados por dosis de bochorno o de vergüenza, de humor esperpéntico, hilarante, aquel que magistralmente describe Samper Ospina en sus sátiras. Feo es, y paradójico por demás en este, el país de los absurdos, donde nos reímos -no queda de otra- de lo degradante que se ha convertido la vida pública.
Aunque siempre es el tiempo de actuar, los ciudadanos que anhelamos resultados de gestión, no obstante la orilla ideológica desde donde nos paremos, demandamos también que la clase política que nos representa se exponga a la opinión pública y de manera contundente a través de la medición de indicadores y la evidencia asociada a lo que hacen en el día a día. No es un asunto de vanidades, ni banalidades. Al final, no serán las formas lo que permitirá recordar el legado de la clase política, serán sus resultados.
Qué terrible es dejarse aconsejar por la vanidad y creer que de ella se desprenderá un legado. ¿Cuál legado?, reclamamos algunos que vemos cómo en medio de incendio y en los niveles más altos de gobierno, hay quienes construyen narrativas sacadas de un cuento de hadas, vestidos con la más fina prenda de impudor.
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Señalar con nombres no hace falta, ahí están en las redes sociales, audios y videos con tales exabruptos. Una sustancia quemante, viscosa, lava pura, para un país calcinado por el odio, la desesperanza y la profunda desconfianza en sus instituciones. En un país polarizado y con bajos niveles de capital intelectual, hay una responsabilidad enorme para la clase dirigente nacional y, por supuesto, para las autoridades territoriales que por estos días rozan el 40 % de su tiempo de juego.
Una responsabilidad con las acciones y los hechos que aportan y determinan su gestión y con el buen uso de las redes de información y comunicación, a pesar incluso de la brecha digital y las dificultades de conectividad existentes en muchos lugares de la geografía urbana y rural.
En este contexto y de acuerdo con Thomas Friedman (2006), ya no solo vivimos en “la era de la información”, sino en “la era de la interrupción”. Con una sobreoferta de información y una aceleración de los flujos comunicacionales que han alterado y masificado drásticamente el acceso del ciudadano a la opinión pública.
Lo preocupante es que en la “era de la interrupción”, la atención es un bien escasa. Mientras usted recibe ingentes notificaciones de Twitter, Facebook o LinkedIn, está recibiendo mensajes de WhatsApp, individuales o por grupos de discusión, que saturan y desvían el control de la atención sobre lo verdaderamente importante, en lo que a lo público se refiere.
La política y la comunicación, en el mundo de las historias no reguladas e incontrolables, los hechos son permeables, todas las verdades son discutibles, por lo que el ciudadano debe recurrir a atajos: cada quien decide qué quiere escuchar, qué quiere asimilar y qué quiere creer.
Todos los actores de la política tienen además el compromiso de entender que la única forma de legitimar sus acciones es proyectando una imagen distinta: la de una persona formada, capacitada, apta, que sabe pasar de ‘storytelling’ (contar historias) al ‘storydoing’.
En pocas palabras, el storydoing es la evolución lógica del storytelling, esencialmente en los medios y canales online anteriormente descritos, más otros. Ya no se busca solamente contar una historia, sino hacer que las personas se involucren y vivan una experiencia con la marca, con el contenido y con el valor. De lo anterior se desprende que la construcción de la democracia implica romper con este estereotipo light de la representatividad política por uno que valore la importancia de cultivar audiencia e imagen a partir de los logros y resultados obtenidos bajo el encargo público.
Que de la mano de los hechos, las métricas y las evidencias, los gobernantes, por ejemplo, desplieguen su agenda repleta de obligaciones y responsabilidades y una permanente rendición de cuentas a partir de lo que se planificó y se demanda por los ciudadanos.
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Que los legisladores, mediante una demostración de conocimiento y manejo de una agenda pública orientada al servicio y la representatividad de intereses, bloqueen el estereotipo del político burócrata y en su lugar proyecten el de una persona formada y capacitada para la función pública.
Es en este escenario donde los ciudadanos podremos de verdad evaluar con razón y criterio a nuestros líderes, más allá de las aproximaciones clientelistas que suelen aparejar el ejercicio democrático. Y además exigirles, así como somos expertos exigiendo resultados a los deportistas, que por gusto o no representan al país en el exterior. ¿Será precisamente que por cuenta de sus resultados les exigimos tanto a los buenos deportistas? Porque, eso sí, de los mediocres o irrelevantes ni nos acordamos.
Más allá del presidente de la República, ¿con cuál de los nuestros dirigentes sentimos esa misma necesidad de cuestionar y reclamar resultados? ¿A cuál de todos le exigimos hasta el punto de volvernos su mejor entrenador o consejero desde la comodidad del sillón, como ocurre en el fútbol? ¿De cuántos tenemos la posibilidad de conocer de primera mano sus alcances y los logros de gestión? Es increíble ver cómo cada vez que juega la Selección Colombia surgen de ocasión cuarenta millones de técnicos.
En una democracia imperfecta como la colombiana, la política de los resultados es un presupuesto detallado para el cambio social y para la recuperación de la legitimidad institucional. Respaldar una clase política emergente, fuerte, dotada de capacidades para leer las coyunturas, con su visión puesta en proyectos de impacto territorial, con el deseo de forjar empatías y superar las divisiones partidistas o ideológicas, debe ser el llamado de alerta para cultivar el interés electoral de 2022.