Vuelve la fumigación
Parece que el retorno a la fumigación de cultivos ilícitos utilizando el glifosato es inminente, debido a la aprobación por parte de la Autoridad Nacional de Licencias Ambientales y al concepto favorable sobre sus efectos por parte del Instituto Nacional de Salud. Más todavía: este 12 de abril fue expedido el Decreto 380 que “regula el control de los riesgos para la salud y el medio ambiente en el marco de la erradicación de cultivos ilícitos mediante el método de aspersión aérea”.
La fumigación es consecuencia de la lógica política del gobierno, que sostiene que el aumento de la violencia en el campo es consecuencia del narcotráfico. Por eso, para disminuir la violencia hay que erradicar la coca y hay que usar cualquier herramienta disponible.
La realidad es otra
Pero la realidad en los territorios cocaleros contradice la retórica que sale de Bogotá. Según cuenta una líder del alto Putumayo, la última vez que hubo fumigación aérea todo en la finca se murió, hasta los árboles más altos que llevaban décadas aguantando el sol y extendiendo sus raíces. Todo quedó seco. “Estamos desesperados por la amenaza de la fumigación,” explica ella. En esta vereda casi todos los pequeños cultivadores tienen una parcela dedicada a la coca, donde también cultivan arroz, plátano y otros productos de pan coger. “La fumigación nos dejará sin nada, sólo tristeza”.
Además de la preocupación económica, está presente la inquietud sobre cómo puede dañar la fumigación el frágil tejido social. Esa parte del Putumayo está bajo el control de los grupos armados, “la orden es sembrar coca” nos dijeron varios campesinos en una visita hace una semana. Las familias tienen que sembrar al menos media hectárea de coca o pagarán las consecuencias.
Las órdenes no tienen que ser dadas en voz alta; aun así son claras y la única opción es obedecer. La certeza de que pronto llegarán los aviones para acabar con todo es igual de clara.
La relación de las comunidades con la coca es complicada y las alternativas son escasas. Aquellos que intentan abandonar su cultivo son amenazados y tienen que enfrentar el desplazamiento o la pobreza.
Además, la fumigación no reducirá la violencia, sino que ocasionará una crisis económica y humanitaria que los grupos armados intentarán aprovechar. Así se destrozará la poca confianza que queda en el Estado y en su voluntad de poner en marcha el acuerdo con las Farc.
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La guerra y los campesinos
Los riesgos de la fumigación son evidentes en las zonas rurales del Putumayo, donde los campesinos cultivan coca obligados por la necesidad. En zonas sin acceso a vías pavimentadas o centros de acopio, la coca es el único producto que puede garantizar una vida medianamente digna.
El producto tiene un precio fijo de $ 3′300.000 por un kilo de pasta base en Putumayo y los grupos armados lo compran finca por finca. “La vida en el Putumayo es una competencia por sobrevivir, y para el campesino la única solución es la hoja de coca,” dice un líder de una vereda.
Esta situación se agravó durante la pandemia. “Si no es por la coca, estaríamos aguantando hambre,” explica una madre campesina que cultiva y raspa la coca para redondear su escaso presupuesto.
Estos campesinos se juegan su vida cada día. Desde antes del 2019, un grupo ahora denominado Comandos de la Frontera impulsa la economía cocalera en sus zonas de influencia, obligando a las familias a sembrar y defender sus cultivos cuando llegan los equipos de erradicación de la policía o del ejército. Los comandos surgieron de una mezcla tóxica de grupos residuales que quedaron en la zona después del acuerdo de paz: por una parte, disidencias de las FARC Frente 48; por otra, de narcotraficantes y grupos posparamilitares. Ahora están tomando fuerza desde de base por la frontera a Ecuador hacía el Río Caquetá.
Los presidentes de las juntas de acción comunal cuentan en voz baja cómo los Comandos los obligan a tomar los nombres de quién participa y quién no en las protestas, y cobran multas a quienes no se prestan para ser escudos humanos.
A esta complicada situación social se le suma la ira contra el Estado, quien dejó a los campesinos desprotegidos en manos de grupos ilegales que actúan a plena vista. Según los residentes, el Estado no tiene la capacidad (o la voluntad) de protegerlos de la violencia y la presión de estos grupos, pero sí tiene la capacidad de destruir los cultivos con los que alimentan a sus familias y de culpar a los cultivadores que menos opciones tienen.
Por eso, “los campesinos siempre van a defender la coca, porque se está defendiendo la vida. Porque es mejor defender la coca que dejar a sus hijos morir de hambre,” explica un líder campesino. La fumigación pondrá a los campesinos a cargar el costo de la política de drogas y también acabará con sus futuras fuentes de ingresos.
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Los campesinos cuentan cómo el suelo se convierte en un veneno para los nuevos cultivos después de recibir el glifosato, cómo los animales se enferman, y se muestran preocupados por la salud de quienes ingieren esta sustancia, sin darse cuenta, al consumir carne.
Por esto la fumigación puede resultar en desplazamiento. Algunos campesinos se irán hacía zonas urbanas, pero otros tendrán que arrendar tierras para cultivar o comenzar a talar bosques.
Los únicos que ganan con esta crisis humanitaria son los grupos armados, que se enriquecen vendiendo la pasta base. Estos grupos aprovechan la erradicación del Estado para echar mano de un discurso supuestamente político y pretender proteger a los campesinos, aun cuando sus intenciones ponen a las comunidades en medio del fuego cruzado.
Por ejemplo, en el Putumayo es muy probable que los Comandos y otros grupos criminales infiltren cualquier protesta contra la fumigación, ensuciando así un movimiento social legítimo. Como resultado, cada vez hay menos lugares donde el campesino puede realmente refugiarse.
Promesas del Estado
La fumigación no asegura que los campesinos dejen de cultiva coca. Al contrario, debido a la crisis económica, más campesinos posiblemente recurrirán al único producto que tiene garantía de compra y rentabilidad asegurada.
Cuando hay menos coca, el precio tiende a subir, estimulando a los campesinos que cultivan otros productos a sustituirlos por la coca. Los grupos armados estarán prestos a ayudarles durante la transición mediante semillas, insumos y créditos.
Sin embargo, quizás lo más preocupante es que la aspersión mina la legitimidad del Estado colombiano en el marco de la ejecución del Acuerdo de Paz. Al igual que otras zonas donde el conflicto se vivió en carne propia, el Putumayo esperaba que con la firma del Acuerdo en 2016 llegaran oportunidades económicas y de desarrollo social al campo.
Pero los pocos proyectos económicos que se iniciaron están en riesgo por la aspersión. Algunos reinsertados de las Farc-EP manifiestan preocupaciones porque sus cooperativas y cultivos puedan ser afectados por una fumigación aérea que llega sin aviso.
Igualmente, las familias que entraron en el programa de sustitución voluntaria se preguntan, en las palabras de un firmante, “por qué hay recursos para fumigar, pero no para sustituir ni para construir vías”. Para ellos, la fumigación es un símbolo de cuáles son las verdaderas prioridades del gobierno: no son su bienestar ni su seguridad, sino un deseo ciego para fumigarlo todo.
Los aviones pueden destruir la coca y volar a sus bases con cifras exitosas en términos de hectáreas fumigadas. Aquellos que viven en estos territorios cuentan otra historia: la de Colombia alejándose un paso más de la consolidación de la paz prometida en el Acuerdo de 2016.
*Analista senior para Colombia de International Crisis Group, donde se enfoca en el seguimiento del conflicto y la puesta en marcha del Acuerdo de Paz.