Publicidad

“Colombia, prisionera entre la guerra y la paz”: Gonzalo Sánchez

Como abrebocas a la Feria Internacional del Libro de Bogotá, fragmento de “Caminos de guerra, utopías de paz. Colombia: 1948-2020”, del doctor en sociología política Gonzalo Sánchez Gómez, sello editorial Crítica.

Gonzalo Sánchez Gómez * / Especial para El Espectador
05 de agosto de 2021 - 03:37 p. m.
Gonzalo Sánchez, que fue director general del Centro de Memoria Histórica, advierte: "Ni aún ya firmados los Acuerdos de Paz con las Farc fue posible convencer a los colombianos de que esa negociación era social y políticamente deseable".
Gonzalo Sánchez, que fue director general del Centro de Memoria Histórica, advierte: "Ni aún ya firmados los Acuerdos de Paz con las Farc fue posible convencer a los colombianos de que esa negociación era social y políticamente deseable".
Foto: Mauricio Alvarado Lozada

Las Farc no fueron el principio de todos nuestros males, ni su desaparición como actor armado ha sido el fin de todas nuestras dolencias; pero la paz acordada con ellas a nivel militar es hoy una realidad y un enorme logro del que tenemos que ser conscientes. Sin embargo, son muchos los que le han atribuido impactos nega­tivos que no se desprenden realmente de los acuerdos, y su propó­sito colectivo ha quedado atrapado en problemas de sociedad que por mucho rebasan el enfrentamiento armado.

De hecho, el con­flicto armado fungió por décadas como una excusa tanto en el plano político como social para dejar de encarar la inequidad, la recurren­cia de la violencia, el precario aparato de justicia, los bajos niveles de participación, la pobreza, la corrupción o la incredulidad ciuda­dana en la clase política, asuntos que desde luego no son resueltos por la paz, aunque sí puedan crear las condiciones para enfrentarlos mejor. En tal sentido, el analista y exministro de relaciones exterio­res de Israel, Shlomo Ben Ami, nos los advirtió: “La guerra la hacen los guerreros, la paz la hace la sociedad”. Y a esta sociedad esa tarea le tomará mucho tiempo, más del que pensábamos.

En ambas esferas, la social y la política, la diversidad y la oposición son aún entendidas como factores de disociación y no como valores sustantivos de la contienda democrática. La negación del adversario como interlocutor, la descalificación personal o de sus demandas, e incluso su eliminación física, son prácticas que de manera continua e histórica han reemplazado la confrontación de argumentos, la deli­beración y el acogimiento a las reglas y decisiones democráticas. Por ello, el sometimiento a dichas reglas no solo debe exigirse a los alza­dos en armas sino también a quienes ejercen la política.

Mientras no surjan transformaciones en la forma de abordar el ejercicio político, no cesará la amenaza de retomar o empuñar las armas para oponerse a las decisiones institucionales; y en ese sentido, los asesinatos de líderes sociales, defensores de derechos humanos, excombatientes y reclamantes de tierras, agravados después de la firma de los Acuerdos, pueden alimentar tentaciones o razones para el retorno de muchos desmovilizados a la guerra por razones puramente defensivas, si no hay una acción estatal eficaz.

***

Así, desde los años ochenta comenzaron a perfilarse los protago­nistas que han dominado la escena pública nacional hasta hoy. Esa violencia múltiple característica de al menos las tres últimas déca­das hizo oscuras las autorías, los sellos distintivos, los objetivos y los métodos. Para el hombre del común, el terrorismo de los carte­les de la droga, la lucha revolucionaria de los insurgentes y la acción contrainsurgente discurrían en una especie de continuum frente al cual ya no importaban las diferencias sino los impactos. El narcotrá­fico reconfiguró la guerra en el país, les inyectó capacidad operativa a los actores armados y también a la contrainsurgencia, apoyada a menudo por miembros de instituciones estatales. Pero a la larga ese recurso financiero operó también en desmedro de todos: degradó a la insurgencia, corrompió al Estado, a los partidos y a los poderes locales y regionales; y de este modo en los escenarios internaciona­les el narcotráfico y el terrorismo se convirtieron en categorías dis­tintivas del conjunto del conflicto colombiano.

El narcotráfico convirtió a los actores armados en sus socios o en sus adversarios ocasionales, y diluyó en buena medida las fron­teras entre la insurgencia y la criminalidad común. La combinación de secuestro, extorsión y narcotráfico fortaleció militarmente a las guerrillas, las hizo más opulentas que cualquier otro de sus pares en el continente, pero le restó cualquier tipo de legitimidad a su acción y les granjeó incluso el repudio de gran parte de la población, que aún se siente. La arrogancia militar que exhibieron en las tomas de pueblos o el control de carreteras (las “pescas milagrosas”), corría en paralelo con la impotencia de ampliar su convocatoria. Y enton­ces se llegó a un nudo ciego. La nuestra ha sido una guerra que por prolongada y degradada se quedó cada vez con más y más armas y recursos, pero cada vez con menos sociedad; y les llegó a todos los sectores de la sociedad no como promesa de transformación social y política, como lo proclamaban sus portavoces, sino como amenaza; y a través de las bombas, los secuestros, las desapariciones, el despla­zamiento, las masacres y las “pescas milagrosas”, el conflicto armado se desplazó como un negro nubarrón sobre el suelo colombiano.

De ahí que las acciones guerrilleras dejaran de producir acumula­dos sociales y empezaran a generar, por el contrario, las retaliaciones devastadoras del contrapoder paramilitar, cuyos grupos crecieron exponencialmente con el apoyo de políticos, empresarios, ganade­ros y grandes propietarios rurales, e incluso campesinos medios des­esperados con la extorsión y el boleteo por parte de las guerrillas. Tales grupos privados comenzaron a hacerse notorios desde 1982 en adelante, hasta llegar a su máxima expresión político-militar en las llamadas Autodefensas Unidas de Colombia en 1997. De hecho, la agresividad de las guerrillas con la población civil fue en gran medida responsable de ese odio social que le abrió mentalmente el país al creciente paramilitarismo y a sus extendidas redes y empresas crimi­nales. El hombre medio de la ciudad y del campo sintió la presión, a menudo mortal, de lealtades excluyentes que con el tiempo se vol­vieron sucesivas, y la coexistencia con los señores de la guerra —car­teles, guerrillas o paramilitares— dejó de ser política, y se convirtió en simple factor de supervivencia.

Ahora bien, paradójicamente, el ciudadano del común perdió la capacidad de asombro frente a noticieros y páginas de periódicos que registraban las vicisitudes de la guerra como simples noticias judiciales. Mas, pese a su crudeza, a sus dimensiones y a la enorme cantidad de víctimas, esta guerra logró ser vivida por muchos como una guerra ajena, distante de los centros de poder político y econó­mico, anclada en las periferias, lejanas socialmente de los habitantes de las ciudades. Dada su espacialidad periférica y su inusual lon­gevidad, se produjo un acostumbramiento perverso con ella. Para muchos, de diversas maneras, fue o es —tal vez hay que afirmarlo todavía en presente— una guerra con la que ha sido posible convi­vir en relativa comodidad; y en sectores extremos hasta se la extraña.

El conflicto armado colombiano ha sido en gran parte de su tra­yectoria un conflicto armado de muertos anónimos campesinos o de tragedias rurales. ¿Por qué inquietarse? dirán los habitantes de las ciudades. Las periferias, abandonadas a su suerte, alcanzaron reconocimiento paradójicamente cuando los niveles de violencia en ellas se volvieron amenaza para los centros económicos y políticos del país. Pero que se rompiera la indiferencia ciudadana frente a la guerra no significaba que se pasara a un apoyo militante por la paz. (Le recomendamos oír este pódcast sobre Gonzalo Sánchez y la memoria histórica de la violencia en Colombia).

De hecho, en ese contexto la guerrilla que antes parecía forzar la negociación con su tendencia expansiva, fue encontrando cada vez más difícil convencer a la sociedad de que valía la pena negociar con ella. Las Farc son una guerrilla que, de alguna manera, se dispuso a negociar la paz por fuera de su tiempo, cuando los marcos normati­vos internos y externos hicieron más vigilada y constreñida la acción insurgente, y cuando la tolerancia social a la violencia —y a la vio­lencia política específicamente— se estrechó notablemente en todo el continente. En efecto, no se trataba ciertamente de una guerrilla vencida, pero la perspectiva de una victoria militar tampoco era creí­ble. De allí la tremenda paradoja: a esta guerra, para negociarla, fue necesario organizarla; reconstruirle los sentidos. Pero ese enorme desafío tanto para el gobierno como para la guerrilla de convencer a la sociedad de que valía la pena volver a la mesa de negociaciones, fue en gran parte infructuoso. Ni aún ya firmados los Acuerdos de Paz con las Farc fue posible convencer a los colombianos de que esa negociación era social y políticamente deseable. Esta paz negociada hizo al contrario patente el odio de buena parte de la sociedad hacia las Farc y todas las variantes de la insurgencia; y visibilizó el rechazo a cualquier acuerdo, considerado en el mejor de los casos como una claudicación del Estado. La paz deseada no era la negociada, sino la de vencedores y vencidos.

Volvamos un poco atrás. En paralelo a las dinámicas de la guerra y a la creciente intolerancia de la sociedad frente a la violencia como herramienta de lucha política, se impulsaron algunos procesos insti­tucionales que pretendían con mayor o menor eficacia facilitar el tra­tamiento político de la confrontación armada y atender las demandas de los grupos más golpeados por la guerra.

Mientras las armas insurgentes y contrainsurgentes se iban dis­tanciando en forma progresiva de las fuerzas sociales y de sus entor­nos regionales, desde el Estado se produjeron en este período, no siempre de manera congruente, dos líneas de transformación ins­titucional y dos grandes esfuerzos de relegitimación que pusieron al Estado en condiciones distintas a las de la década de 1980 en un eventual escenario de negociación: el primero, la Constitución del 91, que partió en dos los caminos de la insurgencia: los que hicie­ron de ella un tratado de paz e ingresaron a la vida política, y los que la consideraron insuficiente o ineficaz para afrontar los gran­des problema sociales del país; y la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras del año 2011, cuyo simple enunciado da cuenta de dos cosas: el reconocimiento de los horrores de la guerra y de los miles y hasta millones de afectados por la misma, y la necesidad de afron­tar uno de los temas más álgidos del conflicto, que sin lugar a dudas es el de la tierra.

En cuanto al primer caso, la fuerza democratizadora de la Constitución del año 1991 sólo empezó a valorarse en todas sus pro­yecciones cuando los adversarios comenzaron a socavarla. Con todo, debe insistirse en que, si bien el andamiaje institucional se transfor­maba ostensiblemente, las diversas manifestaciones de la guerra se siguieron agravando y cerraron los espacios de apertura de la Carta Constitucional. La realidad de la guerra convivía con la inspiración democrática y garantista de la norma constitucional, algo que pare­cía responder a una arraigada esquizofrenia de la política colombiana. En el contexto internacional, en efecto, Colombia era ejemplo de democracia y a la vez de degradación de la guerra; y este desfase entre procesos de renovación institucional y dinámicas guerreras dilató lar­gamente la búsqueda y materialización de salidas negociadas.

El segundo momento de relegitimación estatal y de reconoci­miento de los impactos del conflicto armado, sin negociación, fue propiciado por la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras. Reconocer que uno de los saldos netos del conflicto durante más de medio siglo había sido el despojo de tierras y la liquidación del movimiento cam­pesino —movimiento democrático por excelencia—, era sentar bases importantes para una eventual negociación, como en efecto se reflejó en el punto primero de la agenda de la Habana con las Farc. Esta Ley representó un viraje que no se puede menospreciar, y que en esencia se traduce en los siguientes postulados: Hay conflicto armado qué reconocer, víctimas por reparar, y tierras por restituir. Estas han sido las grandes tareas de la última década, que por sí solas no cambiaron el rumbo del conflicto, pero que indudablemente sentaron las bases para afrontarlo con mayores posibilidades de éxito.

Si la Constitución del 91 fue una apertura institucional para la insurgencia, la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras fue una incur­sión, incipiente claro está, por la puerta ancha y profunda en las raí­ces sociales del conflicto. Si antes había políticas para el tratamiento o incorporación de los actores armados a la institucionalidad (amnis­tías, tratados de paz, esquemas de desmovilización), ahora hay sobre todo políticas para los excluidos del orden político; y políticas para quienes han padecido todas las violencias, es decir, para las víctimas, más que para los guerreros. Aquellas son los nuevos protagonistas en la arena social y política, que llegan con su memorial de agravios y su voz de reclamo a todos los ejércitos, legales e ilegales.

Hace alrededor de cuarenta años la guerra, nuestra guerra, comenzó un ascenso vertiginoso. En contraste, a comienzos del siglo XXI ya estaba profundamente desacreditada y la sociedad estaba muy fatigada con ella; el Estado se había fortalecido militarmente; la insur­gencia había tenido que reconocer la imposibilidad de un triunfo próximo y estaba crecientemente asediada por signos de degrada­ción. Un sector importante de esta pareció entonces estar listo para hablar, cuyo momento se cristalizó bajo el Gobierno del presidente Juan Manuel Santos Calderón, cuando la palabra negociación se llenó de contenidos concretos y tomó cuerpo en el Acuerdo de La Habana firmado en septiembre de 2016 en Cartagena de Indias. Por un momento pareció cierto que, si bien la violencia había marcado el pasado reciente de Colombia, la paz podía marcar el futuro próximo del país. Durante los varios años de las negociaciones los homicidios se redujeron drásticamente, para tomar uno de los indicadores más notables de las bondades del acuerdo.

Lo que pareció abrirse paso con la paz negociada fue entonces la posibilidad de una ampliación de la democracia, la cual no todos acogen con igual convicción, pues hay quienes incluso afirman “pre­ferir una guerra conocida a una paz desconocida” ante el temor de una transformación política o económica drástica o desfavorable a sus intereses. Estas ambivalencias, reforzadas con el triunfo del no en el Plebiscito del 2 de octubre de 2016, han llevado a que los tro­piezos en la implementación del Acuerdo hayan sido mayores que lo esperado. Al momento de concluir estas notas la coyuntura presente puede ser caracterizada como una combinación de desencanto con la guerra y su capacidad transformadora, pero también de un cre­ciente desencanto con la paz. Colombia no deja de ser prisionera de este movimiento pendular entre la guerra y la paz.

* Se publica con autorización del Grupo Editorial Planeta.

Por Gonzalo Sánchez Gómez * / Especial para El Espectador

Temas recomendados:

 

Eduardo Sáenz Rovner(7668)05 de agosto de 2021 - 06:25 p. m.
Vividor, autócrata y rosquero.
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.
Aceptar