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Historias desconocidas de una epidemia que transformó los derechos de la medicina en Colombia

En el más reciente libro de la editorial Planeta, el médico cirujano Carlos Eduardo Pérez Díaz, y los periodistas Carlos Dáguer y Amira Abultaif, cuentan las historias de los trabajadores de salud que atendieron los años más oscuros de la epidemia de VIH en Colombia. También resaltan los casos de activismo y cómo este proceso enriqueció la práctica médica en Colombia. El Espectador publica el primer capítulo de forma exclusiva del libro La escuela del VIH: Historias desconocidas de una epidemia que transformó los derechos de la medicina en Colombia.

Carlos Eduardo Pérez Díaz, Carlos Dáguer y Amira Abultaif

02 de diciembre de 2025 - 01:13 p. m.
Historias desconocidas de una epidemia que transformó los derechos de la medicina en Colombia
Foto: FreePik
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En memoria de Marleny

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Nunca lo olvidó. Se llamaba Roland. Quizás el apellido era Sotelo, eso no lo recuerda bien. Pero el nombre sí fue inolvidable, porque durante unos meses también fue su apodo. “Roland, pásame tal cosa”, “Roland, pásame tal otra”, “oye, Roland, que vayas a la sesión de morbimortalidad”, bromeaban pesadamente sus compañeros. Mamagallismo, como dicen en la jerga costeña colombiana. Pero en este caso, mamagallismo del más duro.

Roland fue un negro haitiano de cuya vida pocas cosas se supieron. “Era como Mike Tyson, pero un poco más delgado”, recordaría después. Llegó al Hospital Universitario de Cartagena a finales de 1983, con una anómala inflamación de los ganglios, una perforación esofágica y un diagnóstico incierto.

Aristides Sotomayor era un médico nacido en Tolú hacía 33 años. En aquellos tiempos hacía su segundo año de residencia en medicina interna, y combinaba su irreverencia y extroversión con un formidable desempeño académico. Eso no bastó, sin embargo, para salvar la vida de Roland.

Periódicamente solía llevarse a cabo una sesión de morbimortalidad en el hospital. En ella participaban estudiantes, residentes y profesores. No le fue nada bien al doctor Sotomayor en la que se llevó a cabo tras la muerte del haitiano: los profesores lo acusaron de haberlo dejado morir, señalamiento que el médico toludeño consideraba injusto.

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—Ustedes hacían ronda todos los días —replicaba—. Ninguno fue capaz de hacer el diagnóstico, y pues menos yo, que soy residente. Entonces, ¿quién es el culpable? ¿Ustedes o yo?

Fue a parar a la rectoría, por irrespetuoso. Pero incluso allá Sotomayor no permitió que pisotearan su orgullo. “Me estaban diciendo que yo era un tipo sin criterio —recuerda—. Pues no: yo era un estudiante brillante”.

Las discusiones y los regaños no pasaron inadvertidos para sus mamagallistas compañeros, y fue entonces cuando lo apodaron con el nombre del finado: Roland.

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Pese a las bromas, nadie desconocía los méritos de Sotomayor. Y es que los tenía. Había crecido en una casa de bahareque y piso de barro en su natal Tolú. Dormía en una hamaca, lo más quieto que fuera posible para que no se le reventaran las cuerdas y terminara en el suelo. Recordaba los remiendos que hacía con alambre a sus sandalias tres puntadas; el martirio de caminar con ellas mientras vendía fritos y dulces para apoyar la economía hogareña, y la sed de aprender que lo llevaba a tomar clases a través de una ventana del aula del colegio público. Luego había financiado su carrera de Medicina con la venta de las transcripciones que él mismo hacía de las clases. Sus compañeros menos aplicados le compraban esas hojas, y él podía así seguir estudiando.

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En 1984, una joven llamada Marleny Benavides le dio una oportunidad para que las bromas asociadas a Roland llegaran a su fin. El 5 de enero, colgada de los brazos de dos amigas, la mujer ingresó al Hospital Universitario de Cartagena. De 23 años, se encontraba en pésimo estado nutricional. No tenía fuerzas. Le dolían las rodillas. Presentaba fiebre, vómitos y, según comentó, cinco deposiciones diarreicas al día. Había dejado de menstruar y el vello de las axilas y el pubis había comenzado a caérsele. Marleny recibió tratamiento contra los síntomas y fue enviada a casa.

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El Hospital Universitario de Cartagena tenía una sede relativamente nueva. En 1975 había sido trasladado del convento de Santa Clara, en el centro histórico de la ciudad, al barrio Zaragocilla, cerca de viviendas populares y lejos de la Cartagena de los monumentos y el turismo. El edificio era una mole blanca de ocho pisos y casi noventa metros de largo que se extendían de occidente a oriente, con hileras horizontales de ventanas separadas por estrechas divisiones como durmientes de un ferrocarril.

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Marleny atravesó nuevamente las puertas de la sala de urgencias de ese edificio el 15 de enero de 1984. Estaba pálida y volaba en fiebre: el termómetro marcó 38,5 grados centígrados. Había bajado tanto de peso que ese cuerpo de 1,59 metros ya estaba en míseros 36 kilos. Un rosario de costras rodeaba la boca, y manchas moradas coloreaban su lengua.

A través del estetoscopio se escuchaba un sonido burbujeante en sus pulmones —“estertores crepitantes”, decimos en el argot médico—, y de ellos brotaban unos esputos verdosos y purulentos. Por si fuera poco, su hígado se había agrandado de manera anormal, su piel y sus músculos estaban atrofiados, el pelo se le caía y presentaba herpes en la vagina, el perineo y el recto. Una semana después, aparecieron placas blanquecinas en lengua y mucosa oral.

De acuerdo con la detallada reconstrucción que una década después hizo el periodista Luis Cañón en su libro Peregrinos del sida, Marleny quedó en el nivel de observación en urgencias porque en ese momento no había camas de hospitalización disponibles.1 Ya en febrero estaba ubicada en la sala 18 del octavo piso. El caso quedó en manos de Aristides Sotomayor. Fue un azar, pues el médico que inicialmente debía haberla atendido estaba de vacaciones.

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A 40 años de distancia, Sotomayor es un reconocido médico de Cartagena, tiene una clínica cardiovascular y en sus tiempos libres canta vallenatos y escribe novelas, pero sigue siendo el hombre de contextura gruesa, espontáneo y dicharachero de siempre. En un fólder de cuero negro, de cierre con cremallera, conserva varias fundas de diapositivas. En algunas de esas transparencias se ven las tristes imágenes de Marleny agonizante. “No se sabía qué tenía —nos dice Sotomayor—. Yo entré a la sala. Revisé a la paciente y revisé todo. Tenía muchos ganglios inflamados, estaba demasiado demacrada”.

Marleny, hija de una mujer epiléptica, había nacido en Cali al comenzar la década de los sesenta. Según la historia clínica, a los nueve años fue violada, a los doce tuvo su primera menstruación y a los quince se le practicó una cesárea debido a un embarazo gemelar que concluyó con la pérdida del producto y una transfusión sanguínea.

La venta de productos cosméticos fue uno de sus primeros trabajos, recuerda Sotomayor. A finales de los años setenta se mudó a Cartagena. Se hizo consumidora habitual de marihuana y bazuco y se dedicó al trabajo sexual en el club Las Vegas. El establecimiento estaba ubicado en el sector de La Matuna y se conectaba con otros dos: Candilejas y Luces de Nueva York.

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“Cada uno —escribía Luis Cañón— tenía una pista central, con un fondo de paredes decoradas por artistas anónimos y pobres que desparramaban allí su talento pictórico en rojas y voluptuosas piernas, en senos pasionales de color azul, en ojos verdes, sensuales y mágicos, en labios con fuego, en mujeres sin cabeza, coronadas por una luna. El piso era de baldosas cuadradas, con marcos blancos y fondos rojos. Las mesas de cemento, los asientos de madera”.

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Hacia 1982, Las Vegas se vino a pique. Marleny y su novio, Diego —un empleado del club—, vivían entonces en El Príncipe, un antiguo burdel convertido en dormitorio de trabajadoras sexuales. Sin embargo, con la quiebra del negocio tuvieron que mudarse al barrio La Pajarera, en un sector deprimido de la ciudad. El cambio significó para Marleny aceptar una clientela de menor nivel e incrementar sus visitas a los barcos que fondeaban en la bahía. Lanchas con capacidad para unas quince personas y diferentes nombres —La Niña, la Siete Estrellas, la Piel de Tabaco Rico— zarpaban del Muelle de los Pegasos, no muy lejos de la ciudad amurallada, llenas de mujeres dispuestas a complacer a los marineros generalmente norteamericanos, europeos y latinoamericanos que las aguadaban en los buques anclados.

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Marleny comentó al personal médico que el 26 de septiembre de 1983 había tenido su última menstruación. En noviembre, mientras Cartagena celebraba el Reinado Nacional de la Belleza, se abstuvo de salir de La Pajarera. “Estaba como llevada, con una gripa brava y como con granos pegajosos”, le contaría Diego a Luis Cañón unos años después. En las fiestas decembrinas no fue así, Marleny sacó bríos para comer, fumar y beber.

Quienes la trataron en el Hospital Universitario de Cartagena recuerdan que, a pesar de su deplorable estado y de la ausencia de varios de sus dientes anteriores, a Marleny aún se le notaba la belleza de otros días. Tal vez por la debilidad física o tal vez porque era un rasgo de su personalidad, la evocan como una paciente dócil, una mujer que generaba enormes sentimientos de afecto y compasión.

Foto: Planeta

Aristides Sotomayor advirtió las semejanzas entre el cuadro clínico de ella y el de Roland, el haitiano fallecido el año anterior. Ordenó unas pruebas de laboratorio y se puso a estudiar cuanto fuera posible para que no se repitiera la historia. Eran tiempos en que la literatura científica llegaba con rezago y no pocas veces en fotocopias.

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Un docente de gastroenterología sugería que, dados los antecedentes de alcoholismo, drogadicción y transfusión sanguínea, Marleny padecía una hepatitis crónica. Pero había aún muchas piezas que no terminaban de encajar. El cuerpo de la menuda caleña carecía de cualquier mecanismo de defensa posible.

Sara Argote trabajaba entonces como bacterióloga en la sección de Inmunología del Hospital Universitario de Cartagena. Cada semana, recuerda, debía ascender del tercer piso del hospital, donde quedaba el laboratorio, al octavo, donde se encontraba la paciente.

Al salir del ascensor, el vestíbulo distribuía hacia dos alas idénticas a izquierda y derecha, que se extendían de oriente a occidente, como las astas de una letra hache. Por ser el más alto, el octavo piso del edificio también era el más iluminado. Las ráfagas del sol entraban por abundantes ventanas, rebotaban contra las paredes blancas e inundaban de luz el ambiente.

La distribución ha cambiado con el paso de los años. En los ochenta, al descender del ascensor se encontraba una recepción a mano derecha, y al fondo del largo pasillo, en el extremo nororiental, quedaba la sala 18 donde estaba hospitalizada Marleny.

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Ese era el recorrido que hacía Sara Argote para encontrarse con la paciente. “Comenzamos haciendo una prueba de inmunidad celular para ver cómo respondía a determinados antígenos —recuerda la bacterióloga, que hoy en sus ochentas disfruta de su retiro—. Me tocaba cubrirme toda, pero no para protegerme a mí, sino para salvarla a ella, porque podía infectarla de cualquier cosa”.

Aún con cierto asombro, Argote evoca la inusual respuesta del organismo de Marleny a la prueba de tuberculina. La bacterióloga se acercaba a la paciente, casi sin pronunciar palabras, dada la debilidad extrema que manifestaba. Tomaba el antebrazo de la mujer, lo giraba para que la palma y la cara interior quedaran hacia arriba, y lo limpiaba con un algodón embebido en alcohol, de una manera tan delicada que evidenciaba su temor a que esa extremidad marchita se le fuera a resquebrajar entre los dedos. Cuando la piel se secaba, la tensaba con la mano contraria a la que sujetaba la jeringa e inyectaba el derivado proteico purificado (DPP, por sus siglas en inglés), la sustancia clave para la realización del examen.

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La prueba de tuberculina se practica para saber si la persona ha estado expuesta a la micobacteria que causa la tuberculosis. Lo esperable es que, después de la inoculación del DPP, se forme alrededor de la punzada una roncha, señal de que el organismo ha desarrollado defensas contra la enfermedad, bien porque ha estado expuesta, bien porque ha tenido o tiene la enfermedad. La ausencia de una reacción indica que el individuo nunca ha tenido contacto con la bacteria.

Que el cuerpo de Marleny no reaccionara era inverosímil, pues sus escupitajos verdosos y las radiografías de sus pulmones inflamados revelaban una cosa totalmente contraria. “Ella no respondía a nada —comenta Sara Argote—. Entonces yo subía cada ocho días para ponerle más. Pero nada, no respondía absolutamente a nada”.

En efecto, todo fue tan confuso y complejo en el caso de la menuda caleña que fue necesario enviar unas muestras a Bogotá para que el doctor Francisco Leal, con técnicas más sofisticadas, procurara dar con un diagnóstico más certero.

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Mientras tanto, Aristides Sotomayor había acudido a Luis Rafael Caraballo, un médico egresado de la Universidad de Cartagena que se desempeñaba como profesor de Inmunología. Nacido en Magangué en 1950, Caraballo ejercía su oficio más desde el laboratorio que desde la clínica, y no solo se preciaba de conocer a fondo las infecciones humanas, sino que contaba con los reactivos necesarios para identificarlas. En aquel entonces, con el apoyo del Departamento Administrativo de Ciencia, Tecnología e Innovación (Colciencias), llevaba a cabo un proyecto de investigación sobre inmunodeficiencias congénitas.

Sotomayor y Caraballo plantearon que Marleny podría ser víctima de esa enfermedad de la que apenas comenzaba a hablarse en el mundo. De esa patología de la que se desconocía casi todo, salvo que acababa con el sistema de defensas del organismo humano.

En 1983, los medios de comunicación masiva habían comenzado a registrar unas extrañas muertes en homosexuales, consumidores de drogas inyectables, inmigrantes haitianos y hemofílicos, particularmente en las ciudades de San Francisco y Nueva York. Todos habían presentado previamente una condición que había sido denominada acquired immunodeficiency syndrome (AIDS), que no mucho después encontraría su traducción y su sinónimo en español: síndrome de inmunodeficiencia adquirida, sida. Al terminar el primer semestre de aquel año, el número de víctimas en el mundo por esta causa era de 1614, de las cuales habían fallecido 644.

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El miércoles 19 de octubre de 1983 —cuando Marleny presentaba los primeros síntomas en su anonimato en La Pajarera—, en la primera plana del diario El Tiempo apareció la noticia que tarde o temprano iba a llegar. “Tres casos de AIDS en Colombia”, decía el titular en la mitad de la página del periódico. Y abajo se leía: “Junto con el anuncio de un alarmante incremento de las enfermedades venéreas en el país, la Asociación Colombiana de Sociedades Científicas informó que ya se han destacado tres casos de síndrome de inmunodeficiencia adquirida, AIDS, en Colombia”.

La noticia, que continuaba en las páginas interiores, se desarrollaba en una veintena de párrafos, pero curiosamente no hacía ninguna otra mención a los casos. Ni rastro de quién los había identificado, ni dónde. El resto del texto anunciaba el simposio anual de la asociación y daba la voz a expertos que comentaban generalidades de la enfermedad.

Jaime Arias Ramírez, a la sazón ministro de Salud, respondió a los medios que en ningún hospital se habían reportado casos de la enfermedad. Aunque no podía descartar que efectivamente hubiera personas contagiadas, mencionaba que no se trataba de una epidemia y que era necesario llevar a cabo las confirmaciones con técnicas precisas.

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El simposio de la Asociación de Sociedades Científicas pudo haber sido llamativo y exitoso en buena medida gracias al titular periodístico, pero lo cierto es que ninguno de los tales tres casos tuvo seguimiento mediático o médicos que se atribuyeran su identificación. Lo que sí era un hecho es que el sida rondaba por el mundo. Más por el pánico que por los números, fue considerado la enfermedad de 1983, año que concluyó con 3000 casos en el planeta.

Cuatro décadas después, Luis Rafael Caraballo —el médico que Sotomayor buscó para aclarar el caso de Marleny—, es el director del Instituto de Investigaciones Inmunológicas de la Universidad de Cartagena. Su oficina queda en el cuarto piso del edificio de la biblioteca del centro educativo. Al lugar solo puede accederse mediante escaleras, pues en el proceso de adecuación nunca fue posible encontrar un espacio para instalar un ascensor dentro de la estructura. La necesidad de subir y bajar por ellas más de una vez al día probablemente explica que Caraballo en sus setentas goce de una contextura espigada, de un talante saludable y de una mente lúcida.

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Las ventanas de la oficina están cubiertas por una película que amansa los rayos solares del Caribe y tiñen de un tono rosáceo la atmósfera interior y los edificios del campus universitario que se ven en los alrededores. Uno de ellos es el del Hospital Universitario del Caribe —antes de Cartagena—, que, visto a través de los cristales de la oficina del doctor Caraballo, no es una mole blanca sino de color pastel. El ala donde estuvo Marleny, a unos 170 metros, es, de hecho, una de las partes más visibles desde ese ángulo.

Con la memoria puesta en el primer semestre de 1984, Caraballo recuerda: “Cuando fui a ver a la paciente, tan afectada, pensé que se trataba de un caso típico de inmunodeficiencia. Sospeché que era sida, pero hubo una discusión de tipo académico. En ese entonces, casi la totalidad de las personas que sufrían esa enfermedad eran homosexuales. El internista Alberto Carmona, ya fallecido, que era quien tendría la última palabra, estaba dudoso”.

No era para menos. Afirmar que este sí era un caso de sida y eventualmente tener que retractarse después implicaba un riesgo reputacional para la universidad, más aún cuando el prestigio del centro educativo se había visto cuestionado recientemente por un aparente aval a un investigador que proclamaba haber encontrado la cura contra el cáncer a partir de sangre de gallinazos. A eso se sumaba el temor al impacto que una noticia de ese calibre podría tener en el turismo de Cartagena.

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—¿Y eso qué carajos tiene que ver con la ciencia médica? —alegaba Aristides Sotomayor, con su habitual irreverencia.

En marzo de 1984, en el segundo piso del hospital, específicamente en el salón de actos Clímaco Silva —así nombrado en honor del ilustre médico cartagenero fallecido en 1975—, Aristides Sotomayor y Luis Rafael Caraballo se presentaron frente a sus colegas para dar el debate clínico-científico.

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Sotomayor presentó el caso. Expuso el surtido de resultados de los análisis, las pruebas positivas de sífilis, el recuento de linfocitos, el infiltrado pulmonar… Pese al deterioro de la paciente, no había el menor riesgo de que volvieran a dudar de su esmero y su criterio, como había ocurrido con el haitiano Roland, que murió con aparentes manifestaciones de sida pero sin un diagnóstico claro.

A Caraballo le correspondió soltar la polémica hipótesis. “Que estuviéramos hablando de una mujer con sida era un asunto muy disruptivo en la literatura —afirma—. Fue un ejercicio que me hizo sentir muy contento. ¡Me sentía como Galileo defendiendo el heliocentrismo!”.

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Marleny, por su parte, seguía agonizando. La estadía se tornó tan prolongada y su caso tan especial que ya era bastante conocida en el edificio. “Era muy consentida”, expresa Caraballo. El periodista Luis Cañón documentó que las amigas de La Pajarera —colegas de Marleny— la visitaban con alguna frecuencia. La bañaban, la alimentaban, la mimaban. También contó que, enterados en el barrio de la grave enfermedad, a Diego le recomendaron vestir una capa de brujo para evitar que el mal se le pegara.

Al final, ni la hiperalimentación oral, ni las cuatro transfusiones de sangre fresca, ni las dosis de estreptomicina, isoniacida, rifampicina, ketoconazol, pirimetamina-sulfadiazina —usados contra la tuberculosis, la toxoplasmosis y los hongos— hicieron posible el milagro de devolverle la salud a Marleny.

Las imágenes que conserva el doctor Sotomayor la muestran tendida en la cama, al lado de una pared, con los brazos abiertos, las manos cerca de las sienes y los ojos cubiertos por una banda que impide el reconocimiento de su rostro. El pelo se ve corto, ligeramente ensortijado. El cuerpo es un esqueleto forrado de una piel trigueña que contrasta con el blanco de las sábanas.

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La imagen de Marleny cadavérica fue una de las que ilustraron el primer artículo de corte académico sobre un caso de sida publicado en Colombia. Salió en la edición de marzo-abril de la revista Acta Médica Colombiana, en una sección llamada “Presentación de casos” y bajo el parco título de “Síndrome de inmunodeficiencia adquirida”. Lo firmaron Alberto Carmona, Luis Rafael Caraballo y Aristides Sotomayor.

La relevancia del trabajo no solo residía en que se trataba de la primera descripción de un caso en el país. Residía también en el sexo. “Este caso llama la atención debido a que el SIDA es poco frecuente en mujeres, a que las prostitutas no han sido consideradas como población de alto riesgo, así como también por sus implicaciones epidemiológicas en un puerto marítimo como Cartagena”, anotaban los autores en la introducción.

La enfermedad de Marleny desató una búsqueda de contactos que ella hubiera tenido y otros posibles afectados en la ciudad, pero el esfuerzo no tuvo éxito. Unos se resistieron a hacerse cualquier tipo de examen. Otros simplemente no habían desarrollado síntomas, como fue el caso de Diego, que una década después daba negativo en las pruebas correspondientes.

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En mayo, la historia de la delgada caleña ya se conocía en las calles de la ciudad, con las imprecisiones propias de los chismes y los vacíos forzados por el sigilo profesional. El 21 de ese mes, el corresponsal Eduardo García Martínez transmitía la noticia desde Cartagena: “Detectado primer caso de AIDS en una mujer”, decía el titular a tres columnas publicado al día siguiente en El Tiempo. El texto se desarrollaba con algunos datos que no coincidían plenamente con lo reportado por los médicos: decía que se trataba de una mujer de 34 años llamada Marlene Benavides, y exaltaba el logro científico que significaba haberla mantenido con vida durante no cinco sino siete meses.

Marleny murió ese mismo mayo. El cadáver fue conducido al anfiteatro, en el primer piso del hospital, y tras la autopsia fue depositado en una fosa común, a donde por lo general van a parar los olvidados. Pero no era el caso de ella, como muchos acontecimientos posteriores lo confirmaron.

El insaciable espíritu científico de Luis Rafael Caraballo lo llevaría a cometer una imprudencia. “En esa época, tuve que ir a Harvard porque estaba haciendo unas cosas de inmunogenética en el Instituto Dana-Farber —comenta, dubitativo, antes de hacernos una confesión—. Yo tenía una relación fenomenal con el científico Edmond Yunis. Entonces yo me llevé un tubito con las muestras de la paciente, pero cuando le dije eso a Iván, un sobrino de Edmond, le dio un susto tremendo”.

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—¿Y tú para qué trajiste eso? —le preguntó Iván a Caraballo.

—Para hacer pruebas.

—Sí —replicó Iván—, pero para hacer las pruebas primero hay que decirlo. Eso es muy complicado.

Y el tema quedó ahí.

Era imposible que Marleny no alterara los planes de vida de los médicos que la atendieron, al menos los inmediatos. Durante los siguientes años, Caraballo y Sotomayor recorrieron distintas latitudes contando el caso, y el proyecto que el primero tenía con Colciencias adquirió una inesperada relevancia que, de una u otra manera, sumó para el prestigio que ostenta en la actualidad, que incluye haber sido presidente de la Academia Colombiana de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales.

Más de cuatro décadas han pasado y, mientras adelantamos esta investigación, me he preguntado más de una vez si debíamos acatar la recomendación de los entrevistados de omitir el nombre de Marleny en estas páginas, como una señal póstuma de respeto a su intimidad.

Sin embargo, después de reflexionarlo, no solo pienso que esa omisión sería innecesaria, sino contradictoria. Así hubiéramos llamado a Marleny de otra manera o la hubiéramos mencionado con unas iniciales, cualquier curioso fácilmente daría con su nombre en una búsqueda rápida en internet.

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Pero siento que hay varias razones de fondo para que Marleny Benavides quede escrita en nuestra memoria, con su nombre y apellido, sin actitudes vergonzantes. Pasados tantos años, su enfermedad ya no acarrea el mismo estigma y miedo que causaba a finales del siglo XX. Marleny además fue una víctima del abandono y la pobreza, y a las víctimas se les devuelve algo de dignidad recordándolas. Y también creo que debería enorgullecernos la certeza de que esos médicos, esas bacteriólogas y esas enfermeras que estuvieron a su lado hicieron todo lo que estuvo al alcance de su mano y le prodigaron un trato compasivo y afectuoso.

Hoy podemos honrarla aceptando un hecho rotundo: aunque la enfermedad no fuera parte de sus deseos, con Marleny se inició en Colombia una inquietud científica y una revolución en los derechos que, al cabo de cuatro décadas, nos han dejado muchos aprendizajes, muchos avances y mucho que agradecer. Por eso, si es el caso, me disculpo con quien corresponda, pero insisto: Marleny no merece el olvido de una fosa común.

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