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La herida abierta de la leishmaniasis cutánea en Colombia

La leishmaniasis cutánea es una enfermedad presente en casi todo el territorio nacional y transmitida por la picadura de una mosca selvática. La investigadora Lina Pinto García recogió algunas de las historias que muestran la estrecha relación que esta enfermedad ha tenido con el conflicto armado, que ha sido fundamental en su dispersión por varias regiones y en la estigmatización de las personas infectadas.

Andrés Mauricio Díaz Páez

04 de julio de 2025 - 06:00 p. m.
Aunque la leishmaniasis cutánea se describió científicamente a principios del siglo XX, en Colombia su estudio empezó a ser tomado en serio en la década 1980, después de un incremento en el reporte de casos.
Foto: Cortesía
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Tras pasar siete años secuestrado por las Farc, un hombre recuperó la libertad con una preocupación particular sobre su salud. No se trataba de un problema nutricional ni del estrés postraumático que puede resultar de la vida en cautiverio; tampoco tenía relación con el ataque cardíaco que sufrió durante esos años y para el que apenas pudo recibir atención médica. Le intranquilizaban dos picaduras de insectos que le generaron úlceras en la piel similares a un pequeño volcán, cercanas al tamaño de una moneda, y que eran “mortales”, según le dijeron sus captores.

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Desde 2007 creyó que un parásito de Leishmania, el causante de la leishmaniasis cutánea y que contrajo por las picaduras de ‘mantablanca’ (como se le conoce en zonas rurales de Colombia a la mosca diminuta y blanquecina que los transmite), iba a acabar con su vida. Fue en una conversación con Lina Pinto García, quien se encontraba haciendo su investigación doctoral, en la que se enteró de quela enfermedad no es mortal ni representa un riesgo importante para la salud, salvo algunas excepciones. Lo supo 10 años después de su liberación.

Pinto García es bióloga y PhD en Estudios Sociales de la Ciencia y la Tecnología de la Universidad de York, Canadá. Dedicó varios años a recopilar historias para entender cómo la leishmaniasis cutánea en Colombia llegó a ser percibida como una enfermedad mortal, cuyo único tratamiento disponible tiene acceso restringido por parte del Estado y qué tiene que ver esto con el conflicto armado. Hace pocas semanas, publicó el resultado de su investigación en el libro Maraña: guerra y enfermedad en las selvas de Colombia, publicado en inglés por la editorial de la Universidad de Chicago y cuya edición en español se publicará próximamente.

“La enfermedad subversiva”

Lina Pinto García es bióloga y Ph. D. en Estudios Sociales de la Ciencia y la Tecnología de la Universidad de York, Canadá.
Foto: Milton Ramírez

Aunque la leishmaniasis cutánea se describió científicamente a principios del siglo XX, en Colombia empezó a tomarse en serio su estudio hacia la década 1980, después de un incremento en el reporte de casos. Hacia el 2000, en Chaparral, Tolima, se presentó el mayor brote epidémico de esta enfermedad documentado en el país, además de un aumento de casos en las filas del Ejército.

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Desde entonces, cuando la leishmaniasis tomó mayor importancia como un problema de salud pública, asegura Pinto García, “la leishmaniasis y el conflicto armado han estado profundamente enmarañados; es decir, se cometen grandes omisiones al problematizar la enfermedad sin referirse a las dinámicas de la guerra entre guerrillas, paramilitares y el Estado colombiano”.

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En su libro, la autora asegura que la leishmaniasis cutánea en Colombia está asociada a zonas rurales y selváticas, alejadas de las principales ciudades del país, pues allí se dan las condiciones adecuadas para la proliferación de las moscas que portan el parásito. Dado que ese también ha sido el escenario principal del conflicto, “soldados del Ejército, guerrillas y paramilitares constituyen las poblaciones más afectadas”, sostiene Pinto García en el texto. Pero también son estas poblaciones las que han movido la enfermedad y los parásitos de un territorio a otro, alterando la distribución de la enfermedad en el país.

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“La enfermedad de la guerrilla” o “la enfermedad subversiva” son algunos de los calificativos comunes que la investigadora encontró al hablar con campesinos, excombatientes, científicos, funcionarios públicos y profesionales de la salud de varios municipios. Las úlceras que genera la leishmaniasis y que el libro describe como “una llaga circular en la piel, ahuecada y en carne viva” se convirtieron también en una marca que estigmatizaba a quienes la portaban.

La discriminación hacia las personas con leishmaniasis cutánea, dice la autora, “se ha visto reforzada de forma significativa por el hecho de que el Estado ha establecido un control restrictivo sobre el acceso a los medicamentos contra la leishmaniasis”.

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En San José del Guaviare, por ejemplo, Pinto García conoció el caso de un campesino que tenía una llaga en su oreja que “parecía que estaba a punto de caérsele”, recuerda. Fue diagnosticado con leishmaniasis cutánea, pero, a pesar de no pertenecer a ningún grupo armado ilegal, no recibió el medicamento necesario para tratarla. Acudió a una Zona Veredal Transitoria del municipio, pocas semanas después de la firma del Acuerdo de Paz con las Farc en 2016, con la esperanza de que los excombatientes tuvieran el tratamiento; pero no tuvo éxito. “Su caso habla de que aun en tiempos de paz el medicamento seguía sin ser administrado de manera oportuna a las personas que lo necesitaban”, explica la autora.

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Medicamentos, ¿para quién?

La leishmaniasis cutánea es una enfermedad presente en casi todo el territorio nacional.
Foto: Cortesía

El tratamiento para la leishmaniasis cutánea consiste en la aplicación de dos inyecciones diarias de antimoniato de meglumina durante 20 días. Es un medicamento “con un perfil de toxicidad significativo y con efectos adversos conocidos y desconocidos”, señala Pinto García. El Ministerio de Salud lo compra por medio del Fondo Estratégico de la Organización Panamericana de la Salud, pues es la alternativa más barata y con más evidencia científica hasta ahora para atender esta enfermedad. No se puede comprar en droguerías ni otro tipo de dispensarios de medicamentos.

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Cuando el medicamento llega al país, el Minsalud lo distribuye a las Secretarías de Salud departamentales y allí se almacena a la espera de solicitudes por parte de las Secretarías municipales o de centros médicos. La decisión de mantenerlo concentrado a nivel de las Secretarías departamentales pretende disminuir el riesgo de que actores armados busquen llevárselo por la fuerza. “Esa medida, sin embargo, constituye una barrera enorme al acceso, pues la distancia geográfica y burocrática que separa a las personas con leishmaniasis del medicamento es enorme” asevera Pinto García. Además, dice, “es una decisión marcada por lógicas de guerra, no de salud pública”.

Maraña relata historias como la del campesino en San José del Guaviare que “encuentra barreras muy difíciles de superar para acceder al tratamiento y busca ayuda en grupos armados no estatales. Cuando uno le pregunta a los funcionarios del Estado si hay una restricción en el acceso al Glucantime (nombre comercial del medicamento), dicen que no. Que los procesos para acceder a él se deben, entre otras cosas, a que es un medicamento que requiere estricta supervisión médica por su toxicidad”, cuenta la investigadora.

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Esto, sin embargo, no coincide con procesos “más fáciles y ágiles” para acceder a otros medicamentos con potencial de toxicidad, como los que se usan en el tratamiento de la malaria o la tuberculosis, advierte Pinto García. Para ella, “es válido interpretar que entorpecer el acceso al Glucantime ha sido una estrategia de guerra destinada a perjudicar a los grupos insurgentes”.

El aumento de casos de leishmaniasis cutánea en las filas de los grupos armados ilegales —en parte debido a una idea equivocada, aunque no generalizada, sobre su letalidad—, organizaciones como las Farc fomentaron un mercado negro de antimoniato de meglumina proveniente de países como Brasil o Venezuela y de “redes de corrupción estatales”. “La población civil ha sido la más afectada, no solo por la estigmatización, sino también por la restricción en el acceso a los medicamentos”, asegura Pinto García.

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Tras ocho años de la firma del Acuerdo de Paz, el libro plantea que “desenmarañar” la historia de la leishmaniasis cutánea y su relación con el conflicto armado podría abrir la puerta a “reparar temas sobre los que no hemos hablado” en discusiones sobre el conflicto armado. La autora sostiene “abrir un diálogo amplio sobre la leishmaniasis como un problema de salud pública atravesado por la guerra —es decir, como un asunto de construcción de paz y justicia transicional— abriría la posibilidad de repensar tanto las estrategias estatales para abordar esta enfermedad como los legados menos visibles del conflicto armado y su superación”.

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Lo que sigue, concluye, es desestigmatizar una enfermedad que es endémica en casi todo el país y replantear las alternativas para su tratamiento, revisando las experiencias de quienes han logrado curar sus úlceras sin acceder al medicamento o teniendo un acceso limitado a este.

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Por Andrés Mauricio Díaz Páez

Periodista y politólogo enfocado en temas ambientales, transición energética y educación.diazporlanocheamdiaz@elespectador.com
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