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En una sociedad donde el rendimiento acelerado se ha convertido en un ideal prácticamente ineludible, crece la reflexión en torno a una noción menos valorada: el bienestar sin productividad. Las largas jornadas, la exigencia constante de resultados y el culto al “alto desempeño” han dado forma a un modelo laboral que asocia la autorrealización con la eficiencia continua. Sin embargo, esta identificación entre bienestar y productividad puede resultar engañosa, pues promueve la idea de que solo se está “bien” cuando se produce más, y de que el descanso, la conexión humana o la creatividad libre son lujos prescindibles.
Ese marco cultural impacta a individuos que, muchas veces, experimentan agotamiento, alienación o desconexión, aunque exteriormente “cumplan” con todas las métricas esperadas. La lógica del máximo rendimiento tiende a ignorar que el trabajo humano también requiere pausas, cuidados y ritmos diversos. En ese sentido, cuestionar el paradigma del alto rendimiento no es solo un reto organizacional, sino una invitación a repensar lo que significa vivir bien.
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En palabras de Tatiana Morato, psicóloga organizacional de la Universidad Externado, “cuando el bienestar queda subordinado a la productividad, dejamos de proteger lo más humano del trabajo: la autonomía, la colaboración genuina, el significado”. Por su parte, Adrián Guzmán, sociólogo del trabajo de la Universidad Nacional, agrega que “el ideal del trabajador perfecto —siempre activo, siempre eficiente— genera un tipo de desgaste silencioso que no aparece en los reportes de output, pero sí en la vida real de las personas”.
Una investigación que invita a mirar este asunto es el trabajo titulado “The Problem With Performance-Based Work Cultures”, publicado en agosto de 2024 por un equipo de cinco autores y difundido en el portal de la AACSB. En ese estudio se analiza cómo las culturas organizacionales orientadas a la productividad cuantificable —lo que denominan “ideología del rendimiento”— afectan el bienestar de las personas. El equipo examinó metodológicamente, mediante entrevistas y análisis cualitativo, diferentes ámbitos académicos e institucionales donde se prioriza la medición permanente del rendimiento. Sus principales hallazgos fueron:
- La adopción de la noción de “trabajador ideal” que debe estar siempre disponible y rindiendo genera presión contínua.
- Las dinámicas de sobreexigencia miden poco la colaboración, la creatividad o la pausa, y fomentan más bien un individualismo competitivo.
- El resultado es un aumento de sentimientos de alienación, menor sensación de control sobre la propia labor y un deterioro del sentido de comunidad laboral.
- Aunque el estudio se centró en entornos académicos, sus conclusiones se consideran aplicables a otros sectores de trabajo.
Este estudio refuerza la tesis de que bienestar y productividad no deben estar necesariamente en tensión, sino que pueden coexistir si se replantean las condiciones organizacionales. Méndez señala que “la clave no es reducir metas, sino cambiar cómo entendemos el éxito: menos como acumulación de logros y más como sostenibilidad, equilibrio y aprendizaje continuo”. Guzmán insiste en que “una cultura que privilegia el rendimiento sin límites construye sujetos agotados, no sujetos plenos”.
En la práctica, esto implica que tanto las organizaciones como las personas reconsideren diversas dinámicas: permitir pausas estructuradas, valorar el descanso activo, fomentar la colaboración sin obsesionarse con el resultado y desarrollar espacios que otorguen al trabajo un sentido más allá de la mera producción. También significa reconocer que las métricas de productividad tradicionales no capturan el valor de la dimensión humana del trabajo: el cuidado, el apoyo mutuo, la creatividad libre y la recuperación.
Finalmente, adoptar un enfoque de “bienestar sin productividad” no implica abandonar la eficiencia o el logro, sino redefinirlos. Significa reconocer que el bienestar debe ser un fin en sí mismo, no simplemente un medio para rendir más, y que los trabajadores merecen entornos que no los traten como engranajes de una máquina, sino como seres humanos completos. “Cuando el bienestar deja de depender de la productividad, recuperamos la libertad de trabajar sin renunciar a vivir”, concluye Guzmán.
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