El conflicto armado no es el mismo de los años 60, 70 u 80. Los grupos al margen de la Ley no quieren llegar al poder político, ni defender una idea distinta de país. Ese marco ya no existe. Hoy lo que buscan los grupos terroristas es seguir moviendo capitales, dinero y ganancias de lo ilícito. Se dieron cuenta de que el secuestro no es lo que más dinero les genera, sino los negocios transaccionales ilegales como el narcotráfico, la minería ilegal, el contrabando y la trata de personas.
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Eso sí, tienen claro que retener a alguien les sirve para garantizar el control y la gobernanza territorial que el Estado no ha logrado consolidar en la Colombia profunda. Esta práctica, lamentablemente, en el marco del conflicto armado en el país, al parecer se volvió paisaje, al igual que otras acciones criminales y de lesa humanidad como atentados, violaciones y desplazamientos forzados, situación que se comprueba cuando, luego de los ataques directos de los grupos al margen de la ley contra la fuerza pública, se escucha entre la gente frases como “un soldado más que cae” ... “otra toma” ... “otros desplazados” ... “otro secuestrado más”.
Particularmente en el caso del secuestro, es hora de parar. No se puede normalizar que la delincuencia retenga a alguien contra su voluntad; que le quiten la libertad de locomoción y le mantengan en cautiverio, arrebatándole su paz, su dignidad y, lentamente, la vida. Según datos oficiales de la Jurisdicción Especial para la Paz, en Colombia se tiene registro formal de 50.770 víctimas de este flagelo entre el año 1990 y el 2018, es decir, un promedio de 1.813 raptos cada año. La cifra se vuelve más escandalosa cuando, según la Comisión de la Verdad, las víctimas podrían subir a más de 80.000, contando el subregistro de aquellas víctimas que optaron por denunciar, por el miedo a perder la vida producto de la retención.
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Según datos históricos de la Policía Nacional, los primeros secuestros se dieron en Colombia en los años 20. Sin embargo, fue con la menor de tres años Elisa Eder, en 1933, que el secuestro se presentó como un acto económico directo, para el financiamiento de actividades armadas ilícitas. Incluso, su padre Hárold Éder fue secuestrado 32 años después, también con fines económicos. Los eventos fueron posteriormente imputados al grupo que, años después, se convirtió en la guerrilla de las Farc, liderado por quien se conocería con el alias de “Tirofijo”.
La consolidación de grupos armados y al margen de la ley de los 60 posicionó un promedio de 83 personas secuestradas cada año, fundamentalmente para financiamiento de actividades ilícitas. Fue en los 70 cunado casi todos los grupos terroristas masificaron la práctica, añadiendo un tinte de presión política, que les dejaba dos tipos de réditos: 1. dinero en efectivo y 2. presión al Gobierno en la esfera militar y política.
Para antes del proceso de paz con las Farc, y según datos de Fondelibertad, el 55% de las personas secuestradas en el país fueron liberadas por sus victimarios; el 18 % fueron rescatadas por las autoridades, y el 13 %, se estima, fueron asesinadas. Es importante destacar que del mencionado 55 % de liberaciones, todas ocurrieron luego de que las familias pagaron el rescate.
Según la Fundación Ideas para la Paz (FIP), desde 2016, con la firma del acuerdo de paz con la guerrilla de las Farc, se registró una disminución de los casos hasta llegar, en 2019, al punto más bajo de las últimas décadas, al reportar 92 secuestros. No obstante, dicho logro se ha venido esfumado. Desde ese año, los incidentes se han triplicado hasta llegar a 338 en 2023 y 279 en 2024, según estadísticas del observatorio de la Policía Nacional.
Hoy el panorama es alarmante, pues, aunque el secuestro no sea el principal motor económico de los grupos armados, está en su mayor ascenso en pleno 2025, cuando muestra la cifra cuatrimestral más alta en casi 15 años. De continuar la tendencia se superarían los datos de 2010, que fueron de los más preocupantes en la historia reciente.
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Entender el panorama y la transformación del flagelo del secuestro pasa por tres nociones: 1. La memoria trae miedo colectivo y es el secuestro la mejor manera de hacer una macabra remembranza de los años más duros del conflicto colombiano, y 2. El miedo es la mejor arma de control territorial, logrando que la ciudadanía no denuncie, no hable, no acuda a las autoridades, y entre tanto las actividades criminales como el tráfico de armas, la minería ilegal y las drogas puedan seguir ocurriendo frente a sus ojos sin control.
Y 3. Todo esto abre un panorama para la delincuencia común y las bandas que, sin ser grupos armados, empezaron hace 10 años a cometer este delito, pues para las bandas delincuenciales básicas y emergentes un rescate o extorsión por un secuestro exprés, virtual o paseo millonario sí representa un ingreso mayor al que van a encontrar robando elementos como celulares en las calles.
Sin duda, la práctica del secuestro se transformó. Mientras para los grupos armados ya no es el mecanismo más rentable de su actuar criminal, sino una manera de controlar un territorio, para la delincuencia común empieza a ser un actuar llamativo. No es un dato menor que mientras para 2004 solo el 17 % del todos los raptos se le atribuían a la delincuencia común, hoy se les atribuye casi el 40 %.
De manera absurda, hoy el país une ambos panoramas: grupos armados secuestrando como presión política y mecanismo de control territorial desde el miedo, y bandas pequeñas o incluso familiares o amigos de la víctima reteniendo de manera exprés, por horas o días (ya no años) a sus víctimas a cambio de sumas de dinero.
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En otras palabras, para los grandes grupos armados el secuestro hoy es una manera infundir miedo, control y gobernanza criminal (en la medida que sus ingresos están en el narcotráfico, minería ilegal, trata de personas, extorsiones y lavado de activos) y para las bandas empieza a ser un sustento criminal poderoso.
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