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Los pronunciamientos del Gobierno Nacional frente al brote de fiebre amarilla que hoy afecta a Colombia carecen de fundamento científico y deberían calificarse de temerarios cuando afirman que lo sucedido es el resultado del cambio climático, que existe el riesgo de que este se propague hacia Bogotá y que es necesario restringir la movilidad para poder controlarlo.
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La fiebre amarilla es una enfermedad viral transmitida a los humanos por un mosquito, primero desde animales selváticos en su ciclo inicial, y luego desde humanos infectados que son picados por el insecto transmisor en lo que se conoce como el ciclo urbano.
La mejor prevención es la vacuna, que está disponible en Colombia desde 1937 y que, si se aplica correctamente en las áreas y poblaciones más vulnerables, controla el brote haciendo innecesario vacunar a todo el país y menos aplicar cuarentenas. Está demostrado que estas no reducen la cantidad total de casos, sino que solo retrasan su aparición además de generar graves consecuencias sociales y económicas como se evidenció durante la pandemia de Covid-19.
Históricamente, el primer brote registrado en Colombia data de 1741, durante el asedio a Cartagena, donde murieron cerca de siete mil soldados. Desde entonces, se han documentado numerosos brotes en diversos municipios entre los siglos XIX y XX, siendo el último urbano en El Socorro, Santander, en 1929, con 150 casos y una mortalidad del 23 %.
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Según datos de la OMS, entre 1960 y 2022 se reportaron 696 casos y 161 muertes por fiebre amarilla en el país, con picos en 1978 (105 casos) y 2003 (99 casos). El brote actual (2024-2025), con 75 casos, está concentrado en zonas rurales. La tendencia en los últimos 62 años muestra un leve descenso en el número de casos anuales, lo cual contrasta con el aumento de la temperatura global, sugiriendo que no hay una correlación directa entre ambos fenómenos. Si así fuera, se esperaría un aumento generalizado de los casos o su expansión hacia áreas urbanas, lo que no ha sucedido.
Las causas del brote actual podrían encontrarse en otros factores, como el incremento del 78 % en los cultivos ilícitos entre 2020 y 2023, que ha llevado a más personas a internarse en la selva aumentando la exposición al virus. A esto se suma el deterioro de los programas de salud pública, debilitados por la crisis del sector. Esto evidencia también que los equipos territoriales de salud creados por el actual gobierno para prevenir este tipo de emergencias no han sido eficaces.
No es necesario recurrir a hipótesis forzadas para explicar el brote ni ser experto para entender que no es una consecuencia directa del cambio climático. Tampoco es aceptable que el Gobierno intente responsabilizar a autoridades locales, cuando es el Ministerio de Salud el encargado de garantizar las vacunas. Mucho menos que se desacredite a quienes, con base en evidencia, exigen rigor científico y claridad en la comunicación. Los problemas de salud pública deben enfrentarse con datos, no con discursos alarmistas que generan una innecesaria confusión e incertidumbre.
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