*Hace 40 años, un 13 de noviembre de 1985, el volcán Nevado del Ruiz hizo erupción. Más de 22.000 personas murieron en Armero, arrasadas por los lahares —flujos de lodo, rocas y escombros— en el desastre volcánico más mortal de la historia moderna de Colombia.
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Un año antes de la erupción del volcán Nevado del Ruiz, hubo informes de visitas previas que reportaron una explosión de azufre en el cráter Arenas, que tornó el glaciar blanco a un tono amarillento. El 22 de diciembre de 1984, unos 326 días antes de la erupción, ocurrieron varios sismos, entre ellos uno de magnitud 4,7 que fue sentido por las comunidades cercanas y que algunos asocian al despertar de un “león dormido”.
No está bien humanizar a un volcán, dice Gloria Patricia Cortés, geóloga, magíster en Ciencias de la Tierra y científica del Servicio Geológico Colombiano desde 1991. Lo piensa en voz alta, mirando los paisajes de la vía entre Manizales y Murillo, que cruza páramos cubiertos de frailejones y laderas salpicadas de roca volcánica a más de 4.000 m.s.n.m.
Nos detenemos en un borde de esa carretera, en el Cañón de la Lagunilla. Este es un valle ubicado en la parte del flanco oriental del complejo volcánico, con laderas escarpadas y quebradizas, donde la roca y los sedimentos volcánicos pintan todo de tonos grises, ocres y pardos. El Río Lagunilla, que nace en el Ruiz a más de 4.600 m.s.n.m., serpentea entre las rocas. Hace 40 años, fue uno de los causes por donde descendió el gigantesco lahar que destruyó Armero, a una velocidad que pasó por aquí a unos 12 metros por segundo.
“Se dice que el Ruiz está en alerta, pero no es así. El volcán no se altera ni se advierte de nada. No tiene por qué hacerlo. Él solo hace lo que ha hecho siempre”.
“Siempre” es una noción de tiempo apropiada para un volcán. “Somos un parpadeo en la historia de la Tierra. Somos nada y, aun así, cuando decimos que un volcán hizo erupción hace mil años, nos parece una eternidad”, dice Julián Ceballos, vulcanólogo del SGC, experto en geología de volcanes y evaluación de la amenaza. El Ruiz tiene 66.000 años, pero el complejo en el que está (que incluye a otros tres volcanes inactivos conocidos como La Olleta, La Piraña y Nereidas) es resultado de un vulcanismo de hace tres millones de años. El Ruiz tuvo un “papá” y mucho antes un abuelo que se llamó el “Ruiz Ancestral” y que generó flujos de lava hace más o menos 1.8 millones de años con distancias que recorrían 30 km hacia lo que hoy es el municipio de Murillo.
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Después de más de un millón de años en “calma”, con períodos de tiempo que alcanzaron a ser pequeñas edades de hielo que cubrieron la cima de los volcanes colombianos de nieve, algo cambió dramáticamente durante los últimos 14.000 años, y el Ruiz se volvió mucho más explosivo. En las profundidades de un volcán, el magma —esa masa ardiente de roca fundida— funciona como olla a presión que se carga poco a poco. A medida que asciende, va acumulando gases, presión y energía, hasta que la montaña no puede contenerlo más.
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Diez meses antes de la erupción del Ruiz, en enero de 1985, la Fundación para el fomento de la investigación científica y el desarrollo Universitario de Caldas (FICDUCAL) reportó y confirmó el cambio en el color del glaciar que desde la ciudad de Manizales se podía ver entonces claramente. “Yo lo recuerdo: la nieve estaba teñida de amarillo”, dice Cortés.
En febrero, la Defensa Civil de Manizales contactó al Ingeominas, lo que hoy es el Servicio Geológico Colombiano (SGC), con un claro llamado: “Vengan a ver qué es lo que está pasando”. Ese mismo mes, una primera comisión fue enviada al interior del cráter Arenas, la gran depresión circular en la cima del Ruiz. Ubicado a unos 5.321 metros sobre el nivel del mar, tiene un diámetro de casi 1 kilómetro y una profundidad de entre 200 y 300 metros. Está cubierto parcialmente por hielo y nieve y es el centro de emisión de fumarolas y de la actividad sísmica más superficial del volcán. Allí, confirmaron nuevamente la ocurrencia de explosiones, sismos y un incremento en la actividad del volcán.
“Se hablaba de un lodo dentro del cráter que burbujeaba”, recuerda ahora Cortés. Por esos días se creó en Manizales la Comisión de Vigilancia de Riesgo Volcánico y Sismos del Nevado del Ruiz, oficializada el 5 de marzo de 1985, 253 días antes de la erupción.
“Desde allí, empezaron a tocar puertas. Ya era muy notoria la actividad fumarólica del volcán”, añade Cortés. Poco después, llegó al país una comisión de la UNDRO, el organismo de Naciones Unidas encargado de coordinar la gestión del riesgo y respuesta de desastres en todo el mundo. El grupo, conformado por científicos suizos, ascendió nuevamente hasta el cráter Arenas y concluyó que, efectivamente —como lo revelaban ya los sonidos, los colores y el movimiento del suelo—, el volcán mostraba claras anomalías.
La actividad era anormal. “Recuerden que, en esa época, el Ruiz era un lugar muy turístico —explica Cortés—. En los años 50 y 60 incluso se hacían campeonatos de esquí. Había mucho montañismo, así que el cambio fue fácil de notar por todos nosotros”.
Pocos manizaleños concebían al Ruiz aquellos días como un volcán. Aún hoy es posible que pocos lo hagan. Entonces, la nieve descendía hasta el Valle de las Tumbas (ubicado aproximadamente a 4.450 m.s.n.m. y a entre 6 y 10 kilómetros en línea recta del cráter Arenas), a donde los carros llegaban sin dificultad. Aún hoy lo hacen. Un grupo de visitantes lo frecuenta ahora mismo. Se toman fotos, en un terreno seco, grisáceo, cubierto de rocas y cenizas que apenas permiten el crecimiento de líquenes y pastos bajos.
El viento sopla con fuerza y, en los días despejados, deja ver la cima nevada del volcán, con una fumarola que se eleva desde el cráter. El Ruiz no es el típico volcán de cono perfecto que solemos ver en las películas. Su cima es ancha e irregular, una especie de meseta glaciar de unos siete kilómetros cuadrados, formada por múltiples erupciones y depósitos superpuestos a lo largo de miles de años. En ocasiones como esta, el aire alrededor de la montaña transporta un leve olor a azufre y, si el cielo está completamente despejado, es posible distinguir matices amarillentos o azulados en el vapor que sale del Ruiz, resultado de los gases que emanan de su interior y se mezclan con el aire frío de la montaña.
Hace 250 días antes de la erupción, en marzo de 1985, la Universidad de Caldas organizó el primer foro dedicado al volcán Nevado del Ruiz. “Recuerdo a gente de la Universidad de Caldas, de la Universidad Nacional, discutiendo sobre qué iba a pasar: unos decían que sí habría una erupción; otros que no. Se caldeaban mucho los ánimos”, evoca Cortés.
A finales de ese mes, la UNESCO se involucró e informó a la Organización Mundial de Observatorios Vulcanológicos sobre la situación del Ruiz. La entidad designó oficialmente a la UNDRO para coordinar actividades y gestionar un apoyo internacional. Aquí, recuerda John Makario Londoño, coordinador del Grupo de Trabajo de Investigación en Geoamenazas del SGC, no había por aquellos días una vulcanología formal. No existía un sistema de gestión del riesgo, ni nada parecido a un observatorio. “Había muy poco”.
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Entre el 15 y el 20 de julio de 1985 se instalaron las primeras cuatro estaciones de monitoreo sismológico en el Ruiz. Eran equipos modestos, que registraban en papel ahumado las pulsaciones del volcán. Para saber qué estaba ocurriendo, los técnicos debían ascender cada día hasta esos puntos de registro y regresar con los datos a Manizales. La telemetría, la tecnología que hoy permite transmitir datos en tiempo real, no estaba disponible. Era como leer un periódico del día anterior. Faltaban 121 días para la erupción.
El 7 de agosto de 1985 llegó a Manizales el vulcanólogo suizo Bruno Martinelli, quien comenzó a estudiar el significado de los sismos del Ruiz y a formar a los primeros sismólogos del país, obligados a aprender sobre la marcha. Apenas dos días después, el 9 de agosto, la comisión creada meses atrás se transformó oficialmente en el Comité de Estudios Vulcanológicos de la Comunidad Caldense. “Podríamos decir que fue el primer observatorio del país —no una institución formal, sino una alianza entre empresas, universidades y personas que compartían la misma preocupación—”, recuerda Cortés.
Al mediodía del 11 de septiembre de 1985 se produjo una primera erupción freática en el Ruiz, conocida así porque no implica la salida directa de magma, sino la explosión del vapor generado cuando el calor interno del volcán entra en contacto directo con el agua del glaciar o las capas subterráneas. Ese encuentro provoca una liberación violenta de gases, cenizas y fragmentos de roca. Gonzalo Duque Escobar, profesor de la Universidad Nacional de Colombia, sede Manizales, confiesa que ese episodio los enfrentó con una realidad completamente distinta y nueva para entonces: la vivencia directa de un fenómeno que hasta ese momento solo habían analizado en la teoría.
La erupción levantó una columna de ceniza, gases y vapor que el viento dispersó hacia el noroccidente del volcán, cubriendo de ceniza a Manizales. Además, generó un pequeño lahar o avalancha, como se conoce comúnmente. Era una corriente compuesta por agua, sedimentos, ceniza y fragmentos de roca, que descendió por el cauce del río Azufrado y avanzó siete kilómetros. “Había una alta sensibilidad y percepción para Caldas y Manizales de que estaban en riesgo. Algo así como el efecto Pompeya. Paradógicamente, lo que no se pensaba al oriente, en Armero, si se pensaba en Caldas”, dice Cortés.
No se recuerda mucho esa erupción. No hubo víctimas, y los daños se redujeron a la destrucción de un pequeño puente sobre el río Azufrado. Pero fue un aviso más.
Días después, el 19 de septiembre de 1985, en un hotel de Manizales comenzó a gestarse el primer mapa de riesgo volcánico potencial del Nevado del Ruiz. Profesionales y estudiantes de la Universidad de Caldas se reunieron para trazarlo, entre ellos John Makario Londoño y Martha Lucía Calvache Velasco, hoy referentes de la vulcanología en Colombia. Trabajaron contrarreloj. Entre el 19 de septiembre y el 7 de octubre, recopilaron todo lo que se sabía del Ruiz: informes geológicos, registros históricos, descripciones de erupciones pasadas. El volcán había sido estudiado —sabían de sus pulsos, sus estratos, sus tiempos—, pero nunca con tanta urgencia. En menos de tres semanas, el mapa estuvo listo y fue presentado el 7 de octubre al Gobierno Nacional y a las autoridades locales.
Ese día se acordó hacer algunas correcciones al mapa y presentarlas el 12 de noviembre. El trabajo avanzaba, pero el país atravesaba otro temblor. El 6 de noviembre de 1985, la toma del Palacio de Justicia sumió a Colombia en el caos. La revisión del mapa no llegó a realizarse. Tampoco se concretó la visita del equipo del Servicio Geológico de Estados Unidos, que ya tenía listas las antenas y los equipos para traer la telemetría, la tecnología que habría permitido seguir los signos del volcán en tiempo real. Después de la toma, esa misión se canceló. (Vea: Este fósil de 67 millones de años no era lo que lo que se creía)
“Se dice que no se hizo nada”, recuerda Cortés. “Y eso es muy frustrante para quienes fueron pioneros de la vulcanología en Colombia, porque sí se hizo mucho. Se trabajó con entrega, pero tal vez no con la rapidez ni con las herramientas que se necesitaban. Es doloroso decirlo. Es muy triste haber trabajado tanto… y que aun así pasara lo que pasó”.
A las 9:08 p. m. del 13 de noviembre de 1985, el Nevado del Ruiz hizo erupción. En los registros geológicos, aquella fue una erupción pequeña, modesta incluso. Se estima que el Ruiz expulsó alrededor de 65 millones de metros cúbicos de material piroclástico, una mezcla de fragmentos de roca, ceniza volcánica y gases a más de 600 grados centígrados, lanzados al aire con violencia. Varios miles de años antes, su antecesor (que los científicos llaman el “Viejo Ruiz”) protagonizó una erupción al menos cincuenta veces más grande.
Pero en 1985 esa “pequeña” erupción bastó para poner en marcha una secuencia de fenómenos devastadores. Desde el cráter Arenas descendieron flujos y oleadas piroclásticas, que desde la antigüedad se conocen como “nubes ardientes”. A su paso, cubrieron la parte alta del volcán, todavía protegida por un espeso glaciar, fundiendo la nieve y el hielo. El agua liberada se mezcló con las cenizas y los fragmentos volcánicos, formando un torrente viscoso y oscuro que comenzó a correr por los cauces naturales de la montaña. (Puede ver: Esta planta imita el olor que emanan las hormigas heridas)
“Yo no me siento cómoda llamando a eso lodo. Porque uno se imagina algo suave al tacto. Como un material medio arcilloso. Nada parecido a lo que en realidad fue”, dice Cortés.
Lo que descendió, a una velocidad de hasta 17 metros por segundo, fue una mezcla de agua, tierra, rocas y árboles que, al primer contacto con Armero, arrasó con cemento, madera, casas y vidas. Más de veintidós mil personas murieron.
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Cortés no estaba en Armero por una simple coincidencia. Era estudiante de geología en la Universidad de Caldas. “Y esa era la primera salida de campo larga que hacíamos. Yo quería ir. No era mi materia, entonces hablé con el profesor y me dijo que me llevaría, pero al día siguiente, el 14 de noviembre, tenía un examen. No me dieron permiso para ir”. Su mejor amiga, junto con 11 compañeros, murieron esa noche. “Llegué a odiar al Ruíz”.
Cortés es manizaleña, pero con raíces que se extienden hacia el centro del país. Sus abuelos eran de Chiquinquirá, Boyacá, y su abuela materna, de Albeo, Tolima. De niña soñaba con ser médica. “Pero resulté médica de volcanes”, dice entre risas. Fue una de las estudiantes que, semanas después de la erupción, frecuentaban el piso 11 de la Alcaldía de Manizales, un lugar que por entonces se convirtió en el gran epicentro de las operaciones, donde se reunían vulcanólogos de todo el mundo.
Fernando Gil Cruz, ingeniero, vulcanólogo y pionero de la sismología volcánica en Colombia (fallecido el pasado 22 de marzo), fue el encargado de subir al volcán para recoger los registros de los cuatro sismógrafos de papel y llevarlos al “icónico” piso 11. Allí, jóvenes como Cortés comenzaron a aprender a leer el lenguaje del volcán.
Gloria recuerda aquellos días con detalle. Todo lo que pasaba en el volcán quedaba grabado, incluso el paso de los carros o el sonido de un helicóptero. “Nos enseñaban cómo era la forma de la señal del helicóptero, para poder distinguirla de las del volcán”, recuerda.
El trabajo era meticuloso. Cada temblor, cada vibración, quedaba trazado en líneas finas. “Entonces uno cogía hojas en blanco, hacía columnas con regla y escribía: tipo de sismo, hora, duración, amplitud… la duración se llama coda, eso nos enseñaron. Y si pasaba algo particular, lo anotábamos también”, cuenta. El cilindro giraba lentamente, tardando alrededor cinco minutos en dar una vuelta completa. Cuando la aguja marcaba un movimiento, Cortes y los demás estudiantes se levantaban, reglita en mano, a medir.
A veces llegaban los sismólogos más experimentados, entre ellos Gil Cruz, a revisar las hojas. “Venían y preguntaban: ‘¿Qué ha pasado?’. Y si había uno muy grande, uno les mostraba: mire, aquí está, con mucha energía”, cuenta. “Todo era manual. Hacíamos los registros a mano, medíamos con lupas, aprendíamos física, periodos, ondas, senos… y medíamos la frecuencia entre ciclo y ciclo. Ahora todo eso lo hace el computador”. También había un sistema paralelo de registro digital rudimentario. “Había unos portátiles que se llamaban Radio Shack”, recuerda. “Cada diez minutos sonaba un ‘pip, pip’, y uno tenía que ir hasta el computador, mirar el número que salía, ponerlo en papel milimetrado y hacer un puntico. Así se armaba la gráfica, punto por punto. Ahora eso sale automático”.
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Si querían saber cuánta ceniza había caído tras una erupción, medían milímetros en el campo y hacían cálculos geométricos para estimar volúmenes. En las paredes del piso 11 colgaban histogramas (un gráfico que muestra cuántas veces ocurre un evento como un sismo) de colores, dibujados a mano, con la cantidad de sismos por día.
Cuatro días después de la erupción, el 17 de noviembre de 1985, la estación ubicada en el volcán La Olleta comenzó a enviar información del complejo volcánico por telemetría. “Era algo que se había solicitado antes de la erupción, tristemente”, lamenta Makario.
Un par de meses después, el 1.° de abril de 1986, se creó oficialmente lo que entonces se llamó el Observatorio Vulcanológico de Colombia, con sede en la Avenida 12 de Octubre, en el tradicional barrio Chipre de Manizales, donde aún permanece hoy. “Es especial, porque tiene a cuestas una cifra muy grande. Nace con más de 22.000 vidas en la espalda. Y poco a poco, a los que fuimos estudiantes de investigación en 1985 en el piso 11, nos fueron pasando las llaves del Observatorio”, cuenta Cortés, quien posteriormente lo dirigió durante más de una década. “Y así hemos hecho, tal cual, con las nuevas generaciones”.
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La sala central del Observatorio Vulcanológico y Sismológico de Manizales es el corazón del monitoreo del complejo volcánico del Ruiz. Allí, una pared está cubierta de pantallas con líneas azules, verdes y negras que suben y bajan, marcando el pulso en tiempo real del volcán. El complejo es monitoreado por una red de 150 estaciones ubicadas estratégicamente que lo miden casi todo: desde la más leve vibración en sus laderas hasta la composición química de los gases que escapan día a día del cráter; desde la temperatura de las fumarolas hasta los milímetros de deformación que puede sufrir la montaña.
De entre todas, la estación de La Olleta es una de dos que han estado tomando el pulso del Ruiz desde 1985. “Por eso es tan importante para nosotros”, explica Macario, “porque nos permite comparar lo que está ocurriendo hoy con lo que registramos entre 1985 y 1991, cuando el volcán volvió a calmarse. Esa comparación es importante para entender su comportamiento. Los datos que entrega son esenciales para nuestro monitoreo diario”.
Ubicada a unos cuatro kilómetros al occidente del cráter Arenas, a más de 4.470 metros sobre el nivel del mar, la estación La Olleta es una de las más cercanas al corazón del volcán. Está equipada con varios instrumentos: una cámara convencional de video y una cámara termográfica que detecta la radiación infrarroja, esa energía invisible que sentimos como calor, pero que los sensores pueden ver; dos sensores de infrasonido, capaces de captar cambios de presión imposibles de percibir por el oído humano; y un sensor sísmico de banda ancha, que registra vibraciones diminutas, desde movimientos casi imperceptibles hasta pulsos intensos de actividad volcánica.
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Los científicos llaman a este conjunto un arreglo sismoacústico, una suerte de oído extendido del volcán. Los sensores de infrasonido funcionan como micrófonos de altísima sensibilidad, que captan los sonidos profundos que emite la tierra cuando el gas y la presión buscan salida. Cada leve explosión o emisión de ceniza deja una huella acústica distinta, y al combinarse con la señal sísmica, permite saber si el volcán está “respirando” con calma o si algo está a punto de romperse en su interior.
Una antena GNSS recibe señales de los satélites y mide, con precisión milimétrica, cualquier cambio en la forma del terreno. Así, los investigadores pueden detectar si el volcán se infla o se deforma, señales de que el magma empuja desde las profundidades.
Lina Marcela Castaño es la líder actual del Observatorio. Rodeada de computadores, explica que desde 2010 el Ruiz incrementó su actividad. Desde finales de marzo de 2012 se encuentra en un proceso eruptivo activo, caracterizado hasta ahora por dos erupciones explosivas menores, ocurridas el 29 de mayo y el 30 de junio de 2012, la aparición de un domo de lava en el fondo del cráter Arenas a finales de 2015, y frecuentes emisiones de ceniza. “Una emisión de ceniza es una erupción, solo que de menor magnitud”, agrega.
Las columnas de ceniza que expide el cráter Arenas pueden alcanzar hasta tres kilómetros de altura. Las más pequeñas se elevan unos 300 o 400 metros.
Desde el Observatorio mantienen comunicación constante, las 24 horas del día, los siete días de la semana, con los comités locales y nacionales de gestión del riesgo, las autoridades ambientales y los municipios del área de influencia. “Yo siempre recuerdo mucho algo que nos dice Gloria: que detrás de esas pantallas, hay personas, hay vidas”, dice Sebastián Duque Fernández, analista de vigilancia volcánica en el observatorio. “Esa historia tan triste que cargamos en este observatorio es una responsabilidad grandísima. 22.000 vidas. Sabemos que aunque la gente no haya venido nunca acá, confía en nosotros para que eso no vuelva a pasar. Que la tranquilidad de la comunidad está acá”.
A finales de la década de 1980, la reactivación del volcán Galeras impulsó la creación del Observatorio Vulcanológico y Sismológico de Pasto, y en 1992 comenzó a operar el Observatorio Vulcanológico y Sismológico de Popayán, el único que no surgió como respuesta a una situación particular. “Si veinte años no son nada. Pues cuarenta años son dos nada, para todo lo que se ha hecho. Pero es una tarea de no terminar”, dice Cortés. “Tratamos de estar con la gente, pero a veces me siento como si estuviera en el mar queriendo llegar a la playa: nadas y nadas, pero parece que te alejas. Tenemos tecnología, mejores protocolos, pero me pregunto, ¿sabremos responder cuando vuelva a pasar?”.
*El viaje al Nevado del Ruiz fue posible gracias al SGC.
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