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Todo empezó antes de que fueran un colectivo de buscadoras. A comienzos de los 2000, cuando la Comuna 13 todavía intentaba sostener una vida comunitaria en medio de la creciente presencia de grupos armados, varias mujeres del barrio se reunían en el convento Madre Laura para aprender oficios: panadería, peluquería, manualidades, pequeñas actividades que, como recuerda Luz Elena Galeano, les permitían “tener una ayudita extra”. Eran encuentros sencillos, de esos que han sostenido por años a las mujeres, y que están construidos sobre fogones y conversaciones que aliviaban un poco el peso de los días.
Pero el 2002 lo partió todo. Las operaciones militares —Mariscal primero, Orión después y otra decena más— dejaron un territorio cercado por el miedo y un silencio que se enquistó en las casas. En complicidad, el Estado y paramilitares empezaron a desaparecer personas.
Fue en ese clima que las reuniones de las mujeres cambiaron de propósito. Se llegaba a llorar, a contar lo que estaba pasando, a reconocer el dolor propio y, con el tiempo, a arremangarse para la lucha que empezaron a dar para denunciar y buscar a sus desaparecidos.
Con la ayuda de la Corporación Jurídica se transformaron en Mujeres Caminando por la Verdad, un colectivo histórico que por décadas le gritó al país una verdad que pocos querían oír: que en La Escombrera había cuerpos, que muchos eran de sus familiares desaparecidos y, sobre todo, que era necesario buscarlos. Allí, las mujeres se sostuvieron, se organizaron y, como dice Margarita Restrepo, uno de los rostros más visibles de las buscadoras, “con el dolor se hicieron familia”.
Las llamaron exageradas, mentirosas, “locas” y hasta guerrilleras. Sus denuncias sobre desapariciones en la Comuna 13 fueron desoídas por autoridades de todos los niveles. Y sin embargo, siguieron subiendo, una y otra vez, a esa montaña, convencidas de que allí estaban sus familiares.
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A pesar de los señalamientos y del peso de esa soledad institucional, no se detuvieron. Convirtieron la montaña en un lugar de memoria: cada ascenso era también un acto político, una forma de insistir en que la desaparición no podía quedar enterrada bajo toneladas de escombros ni bajo el miedo que aún atravesaba a la comuna. Iban con sus fotos, con sus pancartas, con los nombres que se negaban a dejar morir.
Con el tiempo, la insistencia empezó a romper las murallas de incredulidad. Llegaron investigadores, misiones internacionales, organismos de derechos humanos. Aun así, la búsqueda no trajo respuestas rápidas. Los años pasaron entre solicitudes negadas, expedientes que no avanzaban y excavaciones que nunca llegaban. Y ellas, en una especie de vigilia permanente, siguieron cargando fotos, siguiendo pistas, documentando nombres, cuidándose unas a otras, sosteniendo la memoria cuando las instituciones las dejaban caer.
Ese fue el pulso que marcó su lucha durante dos décadas de un trabajo paciente, persistente, casi terco, que resistió todos los intentos por desacreditarlo.
Pero un día, por primera vez el país tuvo que creerles. Las cuchas tenían razón.
El primer hallazgo en La Escombrera
El hallazgo del 18 de diciembre lo cambió todo. A Galeano, hoy directora de Mujeres Caminando por la Verdad, aún le tiembla la voz al recordarlo: los primeros restos aparecieron pequeños, separados, como piezas de una historia rota. No eran de familiares de mujeres del colectivo, pero sí de una víctima del territorio. “Que al menos otra familia tenga una respuesta… eso ya significa algo”, dice.
El hallazgo no solo confirmó lo que ellas decían desde 2002; también rompió, de un golpe, años de desconfianza institucional y burlas públicas. La montaña habló, como dicen ellas, y con esa verdad saliendo a flote se movió algo más profundo: el país empezó a mirarlas distinto y por eso este año se hizo aún más visible su incansable trabajo.
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La frase se regó por Medellín y por el país. La noticia desató una oleada de solidaridad inesperada —grafitis, camisetas, murales, publicaciones— y una frase que había sido casi un susurro se volvió un grito de los jóvenes del país: “las cuchas tienen razón”.
Para Galeano, aquello fue una mezcla de reconocimiento y reparación pública: “Creo que fue muy importante porque… fue un abrazo solidario y de reconocimiento de nuestra lucha y resistencia”. Ella misma lo resume así: “Eso empezó a generar conciencia a muchas otras personas que no creían en lo que nosotras siempre hemos venido denunciando”.
Margarita dice que la abriga. “Yo la veo y me parece un símbolo muy potente. Es una frase que desde las paredes y como memoria nos abriga, nos abriga a todas las que luchamos, resistimos, tocamos puertas, gritamos, lloramos, caminamos, marchamos, hicimos plantones”.
- ¿Qué ha sentido cuando lo borran?
- La verdad, cuando recién pasó me sentí muy mal emocionalmente porque supe, por ejemplo, que a mí me habían borrado de uno y me dijeron que era por eso, que porque yo aparecía. Me sentí triste. Reaccioné muy maluco, pero ahora creo que eso reafirma aún más el mensaje. Borrarlo no es quitar, es que ellos saben que necesitan esconder lo que hicieron.
En Medellín, la frase se volvió un código afectivo y político. Un modo de decirles: las escuchamos, les creemos, las acompañamos. Y para ellas, después de tantos años de silencio impuesto, fue la primera señal de que su verdad había empezado a abrirse camino.
Desde diciembre de 2023 hasta hoy se han hecho siete hallazgos en La Escombrera, aunque, paradójicamente ninguno ha sido de las madres que integran a las Mujeres Caminando por la Verdad.
En el caso de Margarita, dice que en cada hallazgo le da una mezcla de alegría y de envidia por quienes ya saben el paradero de sus desaparecidos. Sin embargo, señala que no está ni de cerca preparada para que le digan que su hija Carol Vanessa, quien desapareció el 25 de octubre de 2002 con apenas 17 años, está en La Escombrera.
“No, yo no estoy preparada para encontrar a Carol en La Escombrera. No lo estoy. Piense algo, yo soy desplazada de la Comuna 13 por lo que le pasó a ella, pero durante mucho tiempo ahí quedó mi casa. Desde mi habitación se ve La Escombrera. Se veía desde mi cocina, desde la otra habitación, desde el comedor, desde el corredor, incluso detrás de la casa. Yo veía todos los días La Escombrera, cómo me van a decir que mi hija estuvo ahí. Cómo yo no vi que mi hija está ahí”, afirma con su voz quebrada.
No todas llegaron a ver respuestas. En 24 años de existencia, 27 mujeres del colectivo murieron esperando una verdad que el país nunca les dio en vida. Las demás cargan ese legado como una responsabilidad íntima de mantener la memoria de quienes se fueron y de quienes ya no están para buscarlos. Actualmente permanecen activas entre 60 y 70 mujeres, aunque el proceso total reúne cerca de un centenar.
Por eso han empezado a llegar jóvenes —hijos, hijas, nietos— que crecieron escuchando estas historias y que entienden que la memoria también necesita relevo. “Mañana no estamos nosotras —dice Margarita— y ellos pueden seguir nuestro legado”.
Hoy La Escombrera ya no es solo el símbolo del horror que intentaron ocultar, sino también el escenario donde su persistencia se abrió camino. No encontraron aún a quienes buscan, pero lograron que el país entendiera que su verdad no era un rumor ni una sospecha, sino una certeza sostenida con años de denuncias, documentos y duelo compartido.
Porque si algo han demostrado en estos 24 años es que, incluso cuando todo parecía diseñado para silenciarlas, las cuchas tenían razón. Y la siguen teniendo.
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Un homenaje póstumo a la histórica buscadora y defensora de derechos humanos Yanette Bautista
Pero esta historia de persistencia también dialoga con otras luchas y otras mujeres que abrieron las rutas de la búsqueda en Colombia. Entre ellas, Yanette Bautista, quien murió este año y cuya vida estuvo marcada por la búsqueda que dio durante más de 30 años de su hermana, Nidia Erika Bautista, militante del M-19 y desaparecida por hombres de la Brigada XX de Inteligencia Militar “Charry Solano” del Ejército Nacional.
Su sobrino —y en muchos sentidos su hijo— Erik Arellana, recuerda que tras la desaparición de Nidia Erika, Yanette asumió el rol de mamá para él, un vínculo que define la raíz íntima de su lucha. “El aporte más importante de Yanette —dice— fue demostrar que los desaparecidos sí se pueden encontrar. En un momento en el que nadie había encontrado a los desaparecidos en Colombia, ella lo logró”.
Ese hallazgo abrió una brecha que cambiaría las búsquedas posteriores: obligó a crear rutas jurídicas nuevas, visibilizó la desaparición como un crimen sistemático y reivindicó derechos para las víctimas.
En abril de 2024, Yanette y ocho colectivos de mujeres que buscan a sus familiares desaparecidos, lograron que el Legislativo aprobara la Ley de mujeres buscadoras, que reconoce el trabajo de las buscadoras como constructoras de paz y de justicia. Justamente hoy, la exigencia de la fundación Nidia Érika Bautista, que ella creó, le exige al presidente que firme el decreto reglamentario de esa ley.
Erik dice que ella tenía un don para hacer que el dolor de las mujeres no se convirtiera en su propia sombra. “Yanette fue la primera en decirles que sus vidas importaban tanto como las de quienes buscaban”, dice.
Ese liderazgo se tejió también en lo cotidiano. En su familia era la que convocaba, la que cocinaba para todos, la que abría la puerta a quienes no tenían a dónde llegar. “Era la matriarca”, dice Erik. “Muy generosa, muy cuidadora”. Convertía cualquier reunión en un espacio de afecto: contrataba músicos, organizaba celebraciones, mantenía encendida la vida familiar aun en los períodos más duros.
Su muerte dejó un vacío, pero también una línea de continuidad: la convicción de que la búsqueda es posible, necesaria y profundamente política. Y que detrás de cada familia que insiste —en Medellín, en el Meta, en el Cauca, en el Caribe— hay un legado como el suyo sosteniendo el camino.
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