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El amor que aprende a quedarse

A propósito del especial del amor que fue publicado en nuestra edición impresa, contamos la historia de don Plinio Barrero y doña Stella Vera, que este mes cumplieron 55 años de casados.

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Mariana Álvarez Barrero
21 de diciembre de 2025 - 01:00 p. m.
Se casaron el 12 de diciembre de 1970, en la iglesia de Santa Teresita, en Bogotá.
Se casaron el 12 de diciembre de 1970, en la iglesia de Santa Teresita, en Bogotá.
Foto: Maria Stella Barrero
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Todas las mañanas, después del desayuno, don Plinio se sienta a leer El Espectador en el estudio. Lo hace con calma, como si el mundo pudiera entenderse mejor si se mira despacio. El estudio, con sus muebles de madera y su silla rechinante, lo acompaña, pero no le impone nada. Él prefiere acomodarse en la poltrona reclinable y abultada que mira hacia la sala. Doña Stella está cerca, pendiente de la casa y del ritmo del día: abre las cortinas para que entre el sol de la mañana y riega las plantas, orquídeas y lirios, cuidando sin hacer ruido.

Cuando se acerca la hora del almuerzo, don Plinio deja la lectura y va a la cocina. Ella dirige. Él no discute. Pica los vegetales para los guisos, prepara las ensaladas, alcanza lo que haga falta para que todo en la mesa pueda estar completo. No es una ayuda ocasional: es una costumbre bien aprendida.

Así es su vida juntos, hecha de acuerdos silenciosos. Don Plinio tiene 85 años. Doña Stella, 77. Llevan cincuenta y cinco años casados y nada en sus gestos resulta rígido o forzado. Todo es sencillo, como si el amor hubiera decidido no moverse de lugar.

Se conocieron en Villa Pinzón, Cundinamarca, pero ahí no empezó su historia. Don Plinio era un joven seminarista y solía ir, junto con otros compañeros, a la casa de infancia de Stella, una casona grande a las afueras del pueblo, construida alrededor de un patio amplio, como un claustro abierto al cielo.

La mamá de ella los recibía con especial cuidado, como se acostumbraba con quienes llevaban sotana y vocación. Conversaban un rato, tomaban algo caliente y seguían su camino, cruzando de nuevo el patio en silencio. Stella los veía pasar sin prestar demasiada atención. Durante esos años no hubo nada que anunciar. Venían de mundos distintos: el campo y la ciudad.

Con el paso del tiempo, la vida cambió para ambos. Tras la muerte de su mamá, Stella entró al internado. Poco después, don Plinio tomó una decisión importante: dejó el seminario y entró a la Universidad Nacional, donde estudió Filosofía. Fue entonces cuando empezaron a coincidir los fines de semana en Bogotá. Don Plinio visitaba a una prima suya, casada con Víctor, el hermano de Stella, quienes vivían en el barrio La Trinidad.

Al principio hablaban como amigos, con conversaciones rutinarias y sin expectativas, pero con el tiempo algo empezó a cambiar. Las salidas se hicieron con cuidado, como se hacían las cosas entonces. Casi siempre los acompañaba Lucero, la hija mayor de Víctor y Rosita, que en ese momento era apenas una niña. Iban a tomar algo caliente, a sentarse a conversar, a escuchar música clásica. Yanuba, una cafetería en el centro de la ciudad, se volvió un lugar frecuente. Disfrutaban de las bebidas y luego regresaban a casa. Todo era suficiente.

Un día, en Villa Pinzón, don Plinio fue a la casa. Al despedirse, cuando ya estaba en la puerta, le preguntó a Stella si quería ser su novia. Fue una pregunta directa. Stella dijo que sí. Para ella, él sería el único novio de su vida.

El noviazgo duró varios años. Tomarse de la mano no estaba permitido. Después de las siete de la noche no podían caminar por la calle. Stella seguía interna. Don Plinio estaba en la universidad. Se veían cuando sus obligaciones lo permitían.

Él iba a visitarla los fines de semana y, en algunas ocasiones, incluso al internado, diciendo que era su familiar. Se movían en bus, cruzando una ciudad que poco a poco iba dejando la apariencia de ser un pueblo.

No había grandes demostraciones, pero sí cuidado. Don Plinio le llevaba dulces, chocolatinas, collares. Le regaló un bolígrafo Parker que ella todavía conserva. Stella le regalaba libros, objetos para sostenerlos, detalles pensados para alguien que amaba leer. También le regaló un perfume. La caja está, aun en el presente, en la mesa de noche de él.

Se casaron el 12 de diciembre de 1970, en la iglesia de Santa Teresita, en Bogotá. Fue una boda sencilla, hecha con lo que tenían, solo don Plinio trabajaba y su sueldo era de 400 pesos, un salario mínimo. Almorzaron después de la ceremonia y fueron a empacar las maletas, pues viajaban al día siguiente. Recorrieron Colombia en su luna de miel: Cartagena, Barranquilla, Santa Marta, luego Medellín. Fue una larga travesía, como si necesitaran tomarse el tiempo de empezar la vida juntos.

Después llegó la cotidianidad, y con ella, los desafíos. Don Plinio empezó a trabajar como profesor de Español en San Bernardo, Cundinamarca. Se iba los lunes de madrugada y regresaba los viernes; durante ese tiempo, Stella aprendió a habitar la espera y su primer embarazo lo vivió en buena parte sola.

También hubo renuncias pequeñas y necesarias. Viajar quedó para después, antes había que tener prioridades, como comprar una nevera o una lavadora. Vivieron primero en casas de familiares; luego llegó la propia, en el barrio Ciudad Montes, comprada con esfuerzo y pagada poco a poco.

Nueve meses después nació su hija Adriana y un año después, su segunda hija, María. La vida se llenó de voces, de tareas, de días largos. Don Plinio fue profesor durante toda su vida. Doña Stella, que comenzó a estudiar diseño industrial, se dedicó a los oficios de la casa. Hoy tienen cuatro nietos.

Ahora, cuando el sol de Bogotá se los permite, salen a caminar. No muy lejos, no muy rápido. En la media tarde, casi sin falta, se encuentran en la cocina para tomar onces. Hablan de lo que pasó en el día, de lo que vieron en el periódico o escucharon en la radio, de las hijas y de los nietos.

Mientras doña Stella cuenta la historia, en algún momento se queda en silencio. Tiene los ojos vidriosos, pero no llora. Don Plinio sigue ahí, cerca, como siempre. Después de cincuenta y cinco años, el amor parece saber dónde va a estar el otro.

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Mariana Álvarez Barrero

Por Mariana Álvarez Barrero

Periodista de la Universidad del Rosario. Apasionada por la agenda global, la literatura y la economía. Además, presentadora de Moneygamia, formato audiovisual de finanzas fáciles de El Espectador.malvarez@elespectador.com
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Ptolomeo(73769)Hace 15 minutos
Bonita historia, sencilla, sin pretensiones que llega al corazón de quien así quiera.
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