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El gran Gatsby (Por capítulos)

Presentamos el capítulo inicial de El Gran Gatsby, una obra de la autoría de Francis Scott Fitzgerald publicada por Panamericana Editorial. Una obra traducida por primera vez en Colombia de mano del escritor Juan Fernando Hincapié, traductor de clásicos como Drácula y Frankenstein.

Francis Scott Fitzgerald y Traducción de Juan Fernando Hincapié
14 de agosto de 2022 - 11:30 p. m.
En la adaptación cinematográfica de 2013 Leonardo diCaprio encarnó al personaje de Fitzgerald.
En la adaptación cinematográfica de 2013 Leonardo diCaprio encarnó al personaje de Fitzgerald.
Foto: Archivo particular

Cuando era más joven y vulnerable mi padre me dio un consejo en el que no he dejado de pensar desde entonces.

«Siempre que te sientas inclinado a criticar a alguien —me dijo—, recuerda que no todo el mundo ha tenido tus mismas ventajas.»

Eso fue todo cuanto salió de su boca, pero nosotros siempre hemos sido extrañamente comunicativos de una manera reservada, y entonces entendí que quería decir mucho más de lo que dijo. En consecuencia, estoy predispuesto a reservarme toda opinión, un hábito que me ha acercado a varias naturalezas curiosas y que también me ha convertido en víctima de no pocos pelmazos profesionales. La mente anormal es rápida para detectar y adherirse a esta característica cuando asoma en una persona normal; así, durante mis años universitarios, se me acusó injustamente de actuar como un político porque conocía las penas ocultas de hombres salvajes y desconocidos. No pedí ninguna de las revelaciones que se me hicieron; con frecuencia simulaba que estaba dormido o preocupado, o mostraba una leve hostilidad cuando me daba cuenta, gracias a una inconfundible señal, de que alguna revelación íntima despuntaba en el horizonte. Las revelaciones íntimas de los hombres jóvenes, o al menos los términos en que las expresan, suelen ser de naturaleza plagiaria y vienen estropeadas por evidentes omisiones. Reservarse las opiniones es un asunto de inagotable esperanza. Aun hoy temo perderme de algo si olvido que, tal y como lo sugirió mi padre con cierto esnobismo, y como yo lo repito de la misma manera, un sentido de decencia fundamental se reparte desigualmente al momento de nacer.

Y, después de presumir así mi tolerancia, admito que tiene un límite. Es posible que la conducta se fundamente en la sólida piedra o en los húmedos pantanales, pero, luego de un punto, no me importa en qué halle su fundamento. Cuando volví del Este el último otoño, sentí que, por los años que me quedaban, quería un mundo uniformado, que se mantuviese en posición moral de firmes para siempre; no quería participar de más excursiones desenfrenadas con vistazos privilegiados al corazón humano. Únicamente Gatsby, el hombre que la da su apellido a este libro, estaba exento de esta reacción; Gatsby, que representaba todo aquello por lo que yo sentía un sincero desdén. Si la personalidad es una serie no interrumpida de gestos afortunados, ciertamente había algo espléndido en él, una elevada sensibilidad hacia las promesas de la vida, como si él mismo estuviera relacionado con una de esas complicadas máquinas que registran los terremotos a miles de kilómetros de distancia. Esta receptividad poco tenía que ver con la blandengue impresionabilidad que logra dignificarse bajo el nombre de «temperamento creativo»; era más un don extraordinario para la esperanza, una disposición romántica que pocas veces he encontrado en persona alguna y que no creo que vuelva a ver. No: Gatsby probó ser una persona íntegra; es aquello que acechaba a Gatsby, aquella polvareda turbia que flotaba en la estela de sus sueños, lo que de manera temporal clausuró mi interés por las penas malogradas y las euforias de poco alcance de los hombres.

Desde hace tres generaciones mi familia ha estado compuesta por personas distinguidas y adineradas de una ciudad del Midwest. Los Carraway somos algo así como un clan, y sostenemos la tradición de que descendemos de los duques de Buccleuch, pero el auténtico fundador de nuestro linaje fue el hermano de mi abuelo, quien llegó aquí en 1851, envió un sustituto a la guerra civil e inició el negocio de ferretería al por mayor que mi padre dirige actualmente.

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No conocí a ese tío abuelo, pero se supone que me parezco a él; la referencia puede hallarse en la pintura más bien curtida que cuelga de la oficina de mi papá. Me gradué de New Haven en 1915, justo un cuarto de siglo después de mi padre, y más tarde participé en aquella postrera migración teutónica conocida como la Gran Guerra. Disfruté tanto de la contraofensiva, que regresé al país aún en estado de agitación. En lugar de ser el centro afectuoso del mundo, el Midwest me parecía ahora el extremo harapiento del universo, así que decidí ir al Este para aprender el negocio de los bonos. Todas las personas que conocía formaban parte de este negocio, así que supuse que podría mantener a un soltero más. Mis tíos y tías hablaban de este como si me estuvieran eligiendo un colegio, y finalmente sentenciaron «Bueno, sí, por qué no» con rostros graves y llenos de duda. Mi padre accedió a mantenerme durante un año y, luego de varias demoras, pude llegar al Este —permanentemente, según pensaba yo— en la primavera de 1922.

Lo más práctico habría sido buscar alojamiento en la ciudad, pero comenzaba a hacer calor y yo acababa de dejar un sitio de amplios jardines y agradables árboles, así que cuando un compañero de oficina sugirió que alquiláramos una casa en una zona suburbana, me pareció una gran idea. Él se encargó de encontrar la casa —pequeña y de un solo piso, con paredes que parecían de cartón y muy maltratada por las inclemencias del clima—, cuyo alquiler ascendía a ochenta dólares al mes; a último minuto, no obstante, la compañía lo trasladó a Washington y yo me fui solo para el campo. En ese entonces tenía un perro —o al menos lo tuve por algunos días, hasta que huyó—, un viejo Dodge y una mucama finlandesa que me tendía la cama y me preparaba el desayuno mientras murmuraba para sí misma apotegmas en su idioma al lado de la estufa eléctrica.

Por algunos días me sentí solo hasta que, una mañana, un hombre aún más recién llegado que yo me detuvo en la carretera.

—¿Cómo se llega al pueblo de West Egg? —preguntó con aire de desamparo.

Se lo dije, y cuando continué mi caminata dejé de sentirme solo. Yo era un guía, un explorador, un colono original. De manera casual, este hombre me había conferido la tranquilidad de pertenecer al vecindario.

Y así, con los rayos de sol y los grandes brotes de hojas que crecen en los árboles con la misma velocidad con que lo hacen las cosas en las películas, tuve la convicción de que la vida comenzaba de nuevo con la llegada del verano.

Había muchísimo por leer, y tanta buena salud como pudiera sonsacársele a aquel aire tan joven y vigorizante. Compré media docena de volúmenes sobre bancos, créditos e inversión en valores, que pasaron a adornar mi biblioteca en rojo y oro cual dinero recién impreso de la casa de la moneda; prometían develar los relucientes secretos conocidos únicamente por Midas, Morgan y Mecenas. Además, yo tenía la elevada intención de leer muchos otros libros. En la universidad me aficioné por la literatura —durante un tiempo escribí editoriales bastante solemnes y obvios para el Yale News— y ahora iba a reincorporar todas aquellas cosas a mi vida y me iba a convertir en el más limitado de todos los especialistas: «un hombre cultivado». No me interesa únicamente el sentido epigramático de estas palabras; después de todo, la vida se puede mirar con mucho más éxito desde una sola ventana.

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Fue cuestión de suerte que yo hubiera alquilado una casita en una de las comunidades más extrañas de Norteamérica. Aquella revoltosa y esbelta isla que se extiende al oeste de Nueva York cobija, entre otras curiosidades naturales, dos formaciones inusuales de tierra. A unos treinta kilómetros de la ciudad, un par de enormes huevos, idénticos en contorno y separados únicamente por una pequeña extensión de agua a la que con misericordia llaman «bahía», sobresalen del más domesticado cuerpo de agua salada del hemisferio occidental, el enorme corral húmedo llamado estrecho de Long Island. No se trata de óvalos perfectos —como el huevo de Colón, ambos están aplastados en el extremo de contacto—, pero su semejanza física ha de ser una fuente de asombro perpetuo para las gaviotas que los sobrevuelan. Para aquellos que no tenemos alas, un fenómeno aún más interesante es su disparidad en todos los particulares, salvo en la forma y el tamaño.

Yo vivía en West Egg… tengo que decirlo, el menos glamuroso de los dos, pese a que esta etiqueta es de lo más superficial para expresar el estrafalario y no poco siniestro contraste entre ambos. Mi casa estaba en el extremo mismo del huevo, apenas a unos cincuenta metros del estrecho, y se encontraba apretujada por dos propiedades inmensas que se alquilaban por doce o quince mil dólares la temporada. La de mi derecha era una construcción colosal desde cualquier punto de vista; se trataba de una imitación fáctica de algún ayuntamiento de Normandía, con una torre en uno de sus costados que resplandecía de nueva bajo una ligera sombra de hiedra joven, una piscina de mármol y más de cuarenta acres de césped y jardín. Era la mansión de Gatsby. O, mejor, y teniendo en cuenta que aún no lo conocía, era una mansión habitada por un caballero que llevaba ese apellido. Mi propia casa era una monstruosidad, pero una muy pequeña y, por eso mismo, ignorada, de manera que yo tenía vista al mar, podía ver una parte del césped de mi vecino y tenía la reconfortante proximidad de millonarios… todo por ochenta dólares al mes.

Del otro lado de la diminuta bahía los blancos palacios del refinado East Egg resplandecían contra el agua, y la historia de aquel verano realmente comienza la tarde en que conduje hasta ese lugar para cenar con Tom Buchanan y su mujer. Daisy era prima mía en segundo grado, y a Tom lo conocía de la universidad. Justo después de la guerra, pasé dos días con ellos en Chicago.

El marido de Daisy, aparte de varias proezas físicas, había sido uno de los mejores extremos que alguna vez jugó al fútbol americano en New Haven, hasta el punto de adquirir un estatus de figura nacional; uno de esos hombres que alcanzan tal nivel de excelencia con veintiún años, que todo lo que viene después resulta un poco decepcionante. Su familia era enormemente rica —incluso en la universidad su libertinaje con el dinero era materia de reproche—, pero ahora había dejado Chicago y venido al Este de una manera que te dejaba sin aliento. Por ejemplo, había traído consigo, desde Lake Forest, una serie de ponis para jugar al polo. Era duro aceptar que un hombre de mi generación fuera lo bastante rico como para hacer una cosa así.

No sabía qué los traía al Este. Sin ningún motivo aparente, habían pasado un año en Francia, y luego vagaron sin reposo por aquí y por allá, por cualquier lugar donde la gente se juntara a jugar polo y a ser rica. Esta mudanza, no obstante, era permanente, o eso aseguró Daisy por teléfono. Pero yo no le creí. No podía asomarme al corazón de mi prima; sin embargo, presentía que Tom iría por siempre a la deriva, buscando melancólicamente la turbulencia dramática de algún irrecuperable partido de fútbol.

Así, en una tarde cálida y con mucho viento, conduje al East Egg para ver a dos viejos amigos a quienes apenas conocía. Su casa resultó incluso más recargada de lo que yo esperaba: una alegre mansión colonial georgiana roja con blanco, con vista a la bahía. El césped comenzaba en la playa y corría por casi medio kilómetro hasta la puerta de entrada; saltaba relojes de sol, paredes de ladrillo y resplandecientes jardines; por fin, al llegar a la casa, y como fruto del vigor de su impulso, se bifurcaba en alegres enredaderas. La fachada rompía su monotonía gracias a una serie de ventanales que ahora refulgían de oro abiertos de par en par a la tarde cálida y ventosa. Tom Buchanan, en traje de montar, estaba de pie con las piernas ligeramente separadas en el pórtico.

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Había cambiado desde sus años en New Haven. Ahora era un hombre de treinta, robusto, con el pelo del color de la paja, boca más bien dura y modos desdeñosos. Dos ojos luminosos y arrogantes habían lo-grado hacerse con el dominio de su rostro y le conferían la apariencia de siempre estar inclinado hacia delante, listo para agredir. Ni siquiera el aire femenino que proyectaba su atuendo podía esconder el enorme poder de su cuerpo; daba la impresión de que llenaba aquellas botas relucientes hasta el último amarre de los cordones, y los bloques de músculo se adivinaban por debajo de la ropa ante el más mínimo movimiento de sus hombros. Era un cuerpo capaz de llevar una carga enorme, un cuerpo cruel.

Su voz se asemejaba a la de un rudo tenor ronco, y venía a confirmar la impresión de malhumor que proyectaba. Tenía un toque como de desdén paternal, incluso con la gente que le agradaba. Desde luego, muchas personas en New Haven no lo podían ni ver.

Era como si dijera: «No, espera un momento, no creas que mi opinión sobre estos asuntos es definitiva solo porque soy más fuerte y más hombre que tú». Habíamos pertenecido a la misma asociación de estudiantes en la universidad, y pese a que nunca fuimos amigos íntimos, yo tenía la impresión de que le caía bien, y él a su vez esperaba mi aprobación con los mismos modos severos, desafiantes y melancólicos que eran su sello.

Charlamos durante algunos minutos en el soleado pórtico.

—La casa es muy agradable —dijo con ojos que no dejaban de mirar a todos lados.

Y, tomándome del hombro, me hizo girar, y con la mano libre señaló el paisaje que teníamos delante, que incluía un jardín italiano algo hundido, medio acre de rosales aromáticos y punzantes, y una lancha de nariz chata, con motor, que, a cierta distancia de donde estábamos, se movía al ritmo de las olas.

—Pertenecía a Demaine, el tipo del petróleo. —De manera abrupta y cortés, una vez más, me hizo girar—. Entremos.

Caminamos por el medio de un alto pasillo hasta desembocar en un recinto color rosa, frágilmente vinculado a la casa por ventanales en cada extremo. Los ventanales estaban entreabiertos y resplandecían de blanco contra el césped de afuera, que parecía adentrarse en la casa. En el recinto se sentía la brisa, que movía las cortinas hacia dentro en un extremo y hacia fuera en el otro, como pálidas banderas retorciéndose en dirección al escarchado pastel de boda del techo; por fin, ondulaban sobre el tapete color vino, proyectando sobre este las mismas sombras que el viento sobre el mar.

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El único objeto completamente inmóvil del lugar era un sofá enorme en el que dos jóvenes mujeres parecían flotar como si estuvieran sobre un globo anclado. Ambas estaban de blanco, y sus vestidos aleteaban y revoloteaban como si hubieran acabado de aterrizar de un corto vuelo por toda la casa. Por unos segundos me quedé escuchando el chasquido y golpeteo de las cortinas y el quejido de un cuadro en la pared. Entonces llegó el estallido con el que Tom Buchanan cerró los ventanales traseros, y el viento que se había quedado atrapado dentro del recinto fue apagándose de a poco, y las cortinas y las alfombras y las dos jóvenes mujeres parecieron descender lentamente hasta quedar de nuevo sobre el piso.

La más joven me resultaba desconocida. Estaba tendida cuan larga era en el extremo de diván que le correspondía, completamente quieta y con el mentón un poco levantado, como si estuviera balanceando algo sobre este, algo que estuviera a punto de caer. Si lograba verme con el rabillo del ojo, no dio ninguna indicación al respecto… Por todo esto casi fue una sorpresa para mí mismo cuando comencé a murmurar una disculpa por haberla molestado con mi presencia.

La otra chica, Daisy, hizo como si fuera a ponerse de pie. Se inclinó hacia delante con expresión decidida y luego se echó a reír, con una risita absurda y encantadora, que me hizo reír a mí también, mientras me adentraba en la habitación.

—Estoy… pa-paralizada de felicidad...

Volvió a reír como si hubiera dicho algo muy ingenioso y, mirándome a los ojos, me sostuvo la mano por un momento mientras declaraba que no tenía ganas de ver a nadie en el mundo tanto como a mí. Era algo muy suyo. Con un murmullo insinuó que el apellido de la chica flotante era Baker. (He escuchado decir que el murmullo de Daisy tenía un único propósito: que la gente se inclinara ante ella; una crítica irrelevante, a mi modo de ver, que en ningún caso le restaba encanto.)

De todas formas, los labios de la joven Baker se agitaron y me saludó con la cabeza casi de manera imperceptible, hecho lo cual devolvió la cabeza a la pose original; estaba claro que el objeto que balanceaba con el mentón se había tambaleado un poco y le había dado un gran susto. Una vez más, una especie de disculpa asomó a mis labios. Casi cualquier exhibición de completa autosuficiencia suscita un homenaje de mi parte.

Volví a mirar a mi prima, que comenzó a formularme preguntas con su voz grave y electrizante; el tipo de voz que los oídos acompañan en todas direcciones, como si cada frase fuera un arreglo de notas que nunca volverá a ser interpretado. Su rostro era triste y a la vez precioso, con rasgos que resplandecían, ojos vivaces y una boca brillante y apasionada. En su voz pervivía una excitación que era imposible de olvidar para los hombres que la habían amado; cierta compulsión cantada, un «escúchame…» murmurado, una promesa de que había hecho cosas fascinantes y divertidas hace poco, y que esas cosas se quedarían por allí merodeando y volverían a suceder en la próxima hora.

Le conté que había pasado por Chicago antes de venir al Este, y que media docena de personas le habían enviado sus mejores deseos.

—¿¡Me echan de menos!? —exclamó extasiada.

—La ciudad está desolada. Todos los carros llevan la rueda trasera izquierda pintada de negro, como señal de duelo; y en las noches se escucha un gemido que no cesa a lo largo de la costa norte.

—¡Qué maravilla! Volvamos, Tom. ¡Volvamos mañana! —Luego agregó, sin que tuviera nada que ver—: Tienes que conocer a la bebé.

—Me encantaría.

—Ahora está dormida. Tiene tres años. ¿No la has visto nunca?

—Nunca.

—Bueno, pues tienes que verla. Es tan…

Tom Buchanan, que había estado merodeando sin descanso por la habitación, se detuvo y posó su mano en mi hombro.

—¿A qué te dedicas, Nick?

—Estoy en el negocio de los bonos.

—¿Con quién?

Se lo dije.

—Nunca he oído hablar de ellos —comentó de manera concluyente.

Sus palabras me molestaron.

—Ya lo harás —dije secamente—. Si te quedas en el Este…

—Ah, no te preocupes, aquí me quedo —dijo mirando a Daisy y luego mirándome a mí, como si estuviera alerta por otro motivo—. Sería un auténtico idiota si me fuera a vivir a otro lado.

En este punto, la señorita Baker dijo «¡Totalmente!» de manera tan abrupta que me asustó… Era la primera palabra que pronunciaba desde mi ingreso al recinto. Quedó claro que ella había quedado tan sorprendida como yo, pues acto seguido bostezó y, con una serie de rápidos y hábiles movimientos, se puso de pie.

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—Estoy tiesa —se quejó—. He estado echada en ese sofá desde que tengo memoria.

—A mí no me mires —le contestó Daisy—. Toda la tarde he estado tratando de llevarte a Nueva York.

—No, gracias —dijo la joven Baker a los cuatro cocteles que acababan de llegar de la despensa—. Me estoy entrenando muy en serio.

El anfitrión la miró con incredulidad.

—¡Desde luego que lo estás! —Y se bajó su bebida como si se tratara de una gota en el fondo de un vaso—. No entiendo cómo logras hacer algo.

En ese momento miré a la joven Baker preguntándome qué era ese «algo». Disfrutaba mirarla. Era una chica delgada, de pechos pequeños y una postura totalmente erecta, que acentuaba inclinando su cuerpo hacia atrás, sobre los hombros, como un cadete. Sus ojos grises, irritados por el sol, me miraban con educada curiosidad recíproca desde un rostro lánguido, encantador e insatisfecho. Fue entonces que se me ocurrió que la había visto antes, a ella o a una fotografía suya.

—Vive usted en West Egg —comentó con menosprecio—. Conozco a alguien allí.

—No he tenido tiempo para…

—Seguro que conoce a Gatsby.

—¿Gatsby? —terció Daisy—. ¿Cuál Gatsby?

Antes de que pudiera responder que se trataba de mi vecino, anunciaron que la cena estaba servida, y Tom Buchanan me cogió del brazo con fuerza y me sacó del recinto como si moviera una ficha sobre un tablero de damas.

Esbeltas, lánguidas y abrazadas levemente por las caderas, las dos jóvenes mujeres nos precedieron hasta una terraza color rosa, cuyas puertas estaban abiertas de par en par hacia el atardecer. Allí, cuatro velas titilaban sobre una mesa contra el apaciguado viento.

—¿Velas? ¿Por qué velas? —objetó Daisy con el ceño fruncido, y procedió a apagarlas con los dedos—. Estamos a dos semanas del día más largo del año. —Nos miró radiante—. ¿Acaso no esperan siempre el día más largo del año y luego se lo pierden? Yo siempre lo espero, y siempre me lo pierdo.

—Tendríamos que planear algo… —bostezó la joven Baker mientras se sentaba a la mesa como si se estuviera metiendo en la cama.

—Me parece —dijo Daisy—. Pero ¿qué? —Y se giró hacia donde yo estaba en busca de ayuda—: ¿Qué suele planear la gente?

Antes de que yo pudiera responder, su mirada, con expresión estupefacta, se posó en su dedo meñique.

—¡Miren! —se quejó—. Me hice daño.

Todos miramos. El nudillo se le había puesto de un color entre el negro y el azul.

—Fuiste tú, Tom —dijo acusadora—. Sé que no tuviste intención, pero fuiste tú. Eso me pasa por casarme con un bruto, un espécimen descomunal, pesado, un armatoste…

—Odio la palabra armatoste —protestó, ofendido, Tom—, incluso de broma.

—Armatoste —insistió Daisy.

A veces ella y la joven Baker, con discreción, hablaban al mismo tiempo; se trataba de un cotorreo bromista que nunca llegaba a ser charla y que era tan fresco como sus vestidos blancos y sus ojos impersonales, totalmente desprovistos de deseo. Estaban aquí y nos aceptaban a Tom y a mí, si bien con un mínimo y educado esfuerzo por entretenernos o dejarse entretener por nosotros. Sabían que la cena acabaría pronto, y poco después lo haría la velada, y ambos hechos quedarían como recuerdos casuales. Esto era radicalmente distinto a lo que sucedía en el Oeste, donde una tarde se consumía de etapa en etapa hasta su final, en medio de una sucesión de expectativas frustradas, o bien de un auténtico pavor nervioso de cada uno de sus instantes.

—Me haces sentir incivilizado, Daisy —confesé tras mi segunda copa de un clarete lleno de corcho, aunque de impresionante calidad—. ¿No puedes hablar de cultivos o de algo así?

No quería decir nada en especial con esta observación, pero fue tomada de manera inesperada.

—¡La civilización se está derrumbando! —estalló Tom de manera violenta—. Me he vuelto muy pesimista acerca de todo. ¿Has leído El ascenso de los imperios de color, de este tipo Goddard?

—No… —repuse sorprendido por su tono.

—Es un gran libro, y todos deberían leerlo. La idea es que si nosotros, los blancos, no hacemos nada, nuestra raza quedará… bueno, totalmente hundida. Es un asunto científico, que ha sido demostrado.

—Tom a veces se pone muy profundo —dijo Daisy con una expresión de inesperada tristeza—. Lee libros profundos que traen palabras muy largas. Cuál era la palabra que estábamos…

—Pues todos estos libros son científicos —insistió Tom mirándola con impaciencia—. Este tipo lo ha entendido todo. Si nosotros, que somos la raza dominante, no hacemos nada, todas estas otras razas comenzarán a controlar las cosas.

—Tenemos que hundirlos —susurró Daisy con un feroz guiño hacia el ardiente sol, sin dejar de parpadear.

—Tendrías que vivir en California… —comenzó a decir la joven Baker, pero Tom la interrumpió moviéndose pesadamente en su silla.

—La idea es que somos nórdicos. Yo lo soy, tú lo eres y tú también, y… —Tras una duda infinitesimal, con una leve inclinación de cabeza incluyó a Daisy, y ella me volvió a guiñar el ojo—. Hemos producido todas las cosas que hacen la civilización… la ciencia, el arte, todo eso. ¿Lo ves?

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Había algo patético en su manera de concentrarse, como si su complacencia, más aguda de lo que solía ser, ya no le resultara suficiente. Cuando, casi inmediatamente, el teléfono sonó en la casa y el mayordomo dejó el recinto, Daisy aprovechó la interrupción y se inclinó hacia mí.

—Te voy a contar un secreto familiar —murmuró con entusiasmo—. Tiene que ver con la nariz del mayordomo. ¿Quieres saber algo de la nariz del mayordomo?

—Para eso vine.

—Pues bien, no siempre fue mayordomo; solía ser pulidor de plata de una familia en Nueva York que tenía una cubertería para doscientas personas. Estaba obligado a limpiar todo el día, hasta que esta actividad comenzó a afectar su olfato…

—Las cosas fueron de mal en peor —sugirió la joven Baker.

—Así es. Todo fue de mal en peor, hasta que se vio obligado a renunciar.

Por un momento se vio cómo los últimos rayos de sol le caían con romanticismo sobre el rostro encendido; mientras escuchaba, su voz me obligó a inclinarme, sin aliento, hacia delante. Luego el brillo se fue desvaneciendo: cada rayo la abandonaba con sostenido arrepentimiento, como un niño dejando la calle de juego al anochecer.

El mayordomo volvió y le susurró algo en el oído a Tom, tras lo cual este frunció el ceño, empujó su silla hacia atrás y sin decir palabra entró a la casa. Como si su ausencia le agitara algo dentro, Daisy volvió a inclinarse hacia mí. Su voz, que tenía algo de canto, resplandecía.

—Me encanta verte acá, Nick. Me recuerdas a… una rosa, una rosa de verdad. —Se giró hacia la señorita Baker en busca de confirmación—. ¿No te parece? ¿Una rosa de pies a cabeza?

Esto, desde luego, no era cierto. No parezco una rosa, ni siquiera vagamente. Daisy apenas improvisaba, y era como si una estimulante calidez saliera de ella, como si su corazón tratara de salir a encontrarte, atrapado en una de esas palabras apasionantes y ahogadas. Luego, de manera súbita, arrojó su servilleta a la mesa y entró a la casa.

La joven Baker y yo intercambiamos una rápida mirada del todo desprovista de significado. Yo estaba a punto de decir algo cuando ella se irguió alerta y produjo la onomatopeya «¡Shht!» a modo de advertencia. Un murmullo apagado y vehemente se oía en la habitación de más allá, y la joven Baker, sin ningún recato, se echó hacia delante para tratar de oír. El murmullo vibró casi hasta lograr coherencia, luego se hundió, para volver a recobrar vigor, hasta que se apagó del todo.

—Este Gatsby que usted mencionó es mi vecino… —dije.

—¡No hable! Quiero escuchar lo que sucede.

—¿Sucede algo? —pregunté con inocencia.

—¿No lo sabe? ¿Es eso lo que quiere decir? —dijo la joven Baker, honestamente sorprendida—. Pensé que todo el mundo sabía.

—Yo no.

—¿En serio…? —dijo con vacilación—. Tom tiene una mujer en Nueva York.

—¿Una mujer? —repetí de manera inexpresiva.

La joven Baker asintió.

—Podría tener la decencia de no llamarlo a la hora de la cena. ¿No le parece?

Antes de que yo pudiera captar el sentido de lo que la mujer decía, se escucharon el aleteo de un vestido y el crujido de unas botas de cuero, y Tom y Daisy volvieron a la mesa.

—El asunto no daba espera —exclamó Daisy con tensa alegría. Se sentó y, antes de proseguir, nos escrutó con la mirada a la joven Baker y a mí—. Me asomé un segundo al jardín, y es tan romántico. Hay un ave sobre el césped, creo que es un ruiseñor que ha venido en algún transatlántico de la Cunard o la White Star Line. No para de cantar… Es muy romántico, ¿verdad, Tom?

—Muy romántico, sí —dijo él; y luego se dirigió a mí de un modo algo miserable—: Si todavía hay luz después de cenar, me gustaría llevarte a los establos.

El teléfono volvió a sonar adentro, y todos nos estremecimos. Daisy comenzó a negar con la cabeza mientras miraba a Tom, y el tema del establo, y de hecho todos los temas, se desvanecieron en el aire. Entre los fragmentos dispersos de los últimos cinco minutos en la mesa, recuerdo que alguien, de manera inútil, encendió de nuevo las velas y que yo los quería mirar a todos a la cara, y sin embargo también quería evitar sus miradas. No podía siquiera adivinar lo que pensaban Daisy y Tom, y tengo serias dudas de que la joven Baker, quien al parecer había logrado dominar cierto tipo de duro escepticismo, podía dejar de pensar del todo en la estridencia metálica de nuestro quinto huésped. La situación habría podido parecer intrigante para ciertos temperamentos… mi instinto me decía que había que llamar de inmediato a la Policía.

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No falta decir que los caballos no se volvieron a mencionar. Tom y la joven Baker, con algún metro de crepúsculo entre ellos, regresaron a la biblioteca como a hacer la vigilia de un cuerpo perfectamente tangible; mientras que yo, fingiendo un agradable interés y algo de sordera, seguí a Daisy en su recorrido por una sucesión de verandas conectadas entre sí hasta llegar a la fachada principal. En medio de la profunda oscuridad nos sentamos el uno al lado del otro en un sofá de mimbre.

Daisy se tomó el rostro entre las manos, como para sentir su bonita forma, mientras sus ojos se desplegaban por el aterciopelado anochecer. Yo podía sentir que, en el momento, ella estaba dominada por intensas emociones, así que pensé que podía tranquilizarla preguntándole sobre su hija.

—No nos conocemos muy bien, Nick —dijo ella de repente—. A pesar de que somos primos, no viniste a mi matrimonio.

—No había vuelto de la guerra.

—Es verdad —dudó—. Bueno, si quieres saberlo, Nick, la he pasado muy mal, y me he vuelto bastante cínica con todo.

Estaba claro que tenía motivos para sentirse así. Esperé, pero ella no dijo nada más, y luego de un momento retomé débilmente el tema de su hija.

—Supongo que habla y… come, y todo lo demás.

—Ah, desde luego.

Ella me miró distraídamente.

—Mira, Nick, déjame contarte lo que dije cuando ella nació. ¿Te gustaría escucharlo?

—Muchísimo.

—Te hará ver la manera en que me he llegado a sentir por… todo. Ella había nacido hacía una hora y sabrá Dios dónde estaba Tom. Del éter me desperté sintiéndome totalmente abandonada y mi primer instinto fue preguntarle a la enfermera si había sido niño o niña. Ella me dijo que era una niña y yo miré para otro lado y lloré. “Muy bien —dije—, me alegro de que sea una niña. Y espero que sea tonta… Es lo mejor que una chica puede ser en este mundo, una pequeña y bella tonta.”

»Como ves, pienso que todo va a ser terrible de cualquier manera —Daisy siguió hablando de manera convencida—. Todo el mundo piensa así… hasta la gente más avanzada. Y yo lo sé. He estado en todos lados, lo he visto todo y lo he hecho todo. —Sus ojos destellaban de manera desafiante, un poco como los de Tom, y comenzó a reírse con un desdén que resultaba aterrador—. ¡Sofisticada! ¡Eso es lo que soy, por Dios! ¡Sofisticada!

Tan pronto como su voz se apagó y dejó de exigir mi atención y mi asentimiento, sentí la falsedad de todo lo que acababa de decir. Esto me hizo sentirme inquieto, como si toda la velada hubiera sido un truco de alguna clase para provocarme una emoción contributiva. Esperé y, efectivamente, al cabo de un momento Daisy me miró con una expresión burlona en su bello rostro, como si por fin hubiera obtenido la membresía de la distinguida sociedad secreta a la que ella y su marido pertenecían.

Dentro, la habitación carmesí resplandecía. Tom y la joven Baker estaban sentados en extremos opuestos del sofá que compartían. Ella leía en voz alta algunos apartes del Saturday Evening Post: sus palabras, murmuradas y neutras, corrían en un tono tranquilizador. La luz de la lámpara le iluminaba las botas a Tom y se proyectaba opaca sobre la cabellera amarilla de hojas otoñales de la joven Baker; también destellaba sobre el papel a medida que ella pasaba las páginas con el temblor de los esbeltos músculos de sus brazos.

Cuando Daisy y yo ingresamos, la joven Baker nos mantuvo en silencio gracias a la señal de su mano levantada.

—Continuará… —dijo lanzando el periódico sobre la mesa— en nuestra próxima edición.

Su cuerpo se afirmaba por medio del incesante movimiento de la rodilla, hasta que se puso de pie.

—Son las diez —comentó; al parecer, había leído la hora en el techo—. Hora de que esta buena chica se vaya a la cama.

—Jordan jugará mañana en el torneo de Westchester —explicó Daisy.

—Ah, ¡eres Jordan Baker!

Por fin comprendía por qué su rostro me resultaba familiar. Su agradable expresión desdeñosa me había mirado desde una buena cantidad de huecograbados de la vida deportiva de Asheville, Hot Springs y Palm Beach. También había escuchado un rumor sobre ella, un rumor crítico y desagradable, pero no lo recordaba.

—Buenas noches —dijo suavemente—. ¿Podrías despertarme a las ocho?

—Si te levantas.

—Lo haré. Buenas noches, señor Carraway. Nos vemos pronto.

—Desde luego que se verán pronto —confirmó Daisy—. De hecho, creo que iré organizando la boda. Ven a vernos seguido, Nick, y yo… bueno… los arrojaré a los brazos del otro. Ya saben: encerrarlos accidentalmente en un armario o enviarlos en un bote a altamar… Ese tipo de cosas.

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—Buenas noches —dijo la joven Baker desde la escalera—. No he escuchado nada.

—Es una buena chica —dijo Tom luego de un momento—. No deberían permitirle corretear de esa manera por el país.

—¿Quiénes no deberían? —preguntó Daisy con frialdad.

—Su familia.

—Su familia es una tía que tiene como mil años. Además, Nick la va a cuidar. ¿No es verdad, Nick? Este verano pasará aquí muchos fines de semana. Creo que el ambiente familiar le sentará bien.

Apenas por un momento, y en silencio, Daisy y Tom se miraron.

—¿Es de Nueva York? —me apresuré a preguntar.

—De Louisville. Allí pasamos juntas nuestra blanca niñez. Nuestra muy hermosa y muy blanca…

—Supongo que le diste a Nick una pequeña charla de corazón a corazón en la veranda, ¿no es cierto? —inquirió Tom repentinamente.

—¿Lo hice? —Me miró—. No lo recuerdo. Lo que es seguro es que hablamos de la raza nórdica. Sí, sin duda. Como que el tema salió de la nada y antes de que nos diéramos cuenta…

—No des crédito a todo lo que escuches, Nick —me aconsejó.

Con suavidad, dije que no había escuchado nada, absolutamente nada de nada, y pocos minutos después me levanté para irme a casa. Ambos me acompañaron hasta la puerta y se quedaron de pie, lado a lado, bajo un alegre cuadro de luz. No bien encendí el motor, Daisy dijo imperiosamente:

—¡Espera! Olvidé preguntarte una cosa, y es importante. Supimos que estabas comprometido con una chica del Oeste.

—Así es —corroboró Tom con amabilidad—. Oímos que estás comprometido.

—Calumnia pura. Soy demasiado pobre.

—Pues lo oímos —insistió Daisy, sorprendiéndome al abrirse una vez más como una flor—. Nos lo dijeron tres personas distintas, así que debe ser cierto.

Desde luego, sabía a qué se referían, pero yo no estaba comprometido ni siquiera por asomo. El hecho de que las habladurías hubieran publicado ya las amonestaciones era uno de los motivos por los que había venido al Este. No puedes dejar de ver a una vieja amiga a causa de los rumores y, por otra parte, no tenía ninguna intención de que las habladurías me empujaran a casarme.

Su interés logró conmoverme y los hizo parecer menos remotamente ricos; sin embargo, conduje a casa confundido y un poco asqueado. A mi juicio, Daisy debía salir volando de ese lugar con su hija en brazos, pero estaba claro que dicha opción no se le había pasado por la cabeza. En cuanto a Tom, el que «tuviera una mujer en Nueva York» era en verdad menos sorprendente que el hecho de que un libro hubiera logrado deprimirlo. Algo lo había arrojado a mordisquear los bordes de ideas rancias, como si su fuerte egotismo físico ya no pudiera seguir alimentando su desbocado corazón.

Ya era verano profundo en los techos de los restaurantes de carretera y frente a los garajes que bordeaban el camino, donde aparecían bombas de gasolina nuevas bajo haces de luz. Cuando llegué a mi casa de West Egg dejé el carro bajo el cobertizo y por un momento me senté encima de una cortadora de pasto abandonada en el patio. El viento se había calmado, dejando una noche clara y ruidosa, con alas que golpeaban los árboles y un sonido persistente de órgano, como si los inmensos fuelles de la tierra les inyectaran vida a las ranas. La silueta de un gato cortó la luz de la luna y, cuando me giré para acompañarlo en su desplazamiento, noté que no estaba solo: de la mansión de mi vecino, a unos quince metros de donde me encontraba, había emergido una figura. Estaba de pie, con las manos en los bolsillos, y contemplaba la pimienta plateada de las estrellas. Algo en sus movimientos despreocupados y en la seguridad con que sus pies se afirmaban en el césped insinuó que podía tratarse del mismísimo Gatsby, que había salido a determinar qué tanta parte del cielo local le correspondía.

Pensé que era una buena ocasión para presentarme. La joven Baker lo había mencionado durante la cena; eso sería una introducción suficiente. Pero no lo hice, pues dio un leve indicio de que estaba contento de estar solo: estiró los brazos de manera curiosa hacia las oscuras aguas y, pese a que me encontraba a una buena distancia, habría jurado que temblaba. De manera involuntaria miré hacia el mar. No pude distinguir nada más allá de una luz verde, ínfima y lejana, que podría haber sido el extremo de un muelle. Cuando volví la mirada hacia Gatsby, este había desaparecido, y una vez más me vi solo en la inquieta oscuridad.

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Por Francis Scott Fitzgerald

Por Traducción de Juan Fernando Hincapié

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