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La banalidad del mal, un estudio sobre la perversidad humana

Esta segunda entrega de “Sobrepensadores” aborda la captura de Adolf Eichmann, su juicio en Jerusalén, y el experimento de obediencia de Stanley Milgram.

Roberto Palacio

27 de agosto de 2025 - 02:00 p. m.
Adolf Eichmann había sido un mando medio con cierta relevancia en las SS hitlerianas.
Foto: AP
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El 11 de mayo de 1960, en una calle sin pavimentar del barrio San Cristóbal, en los suburbios de Buenos Aires, un hombrecito de traje y maletín, de apariencia inofensiva, se baja de su ruta habitual del bus de la tarde, exhausto luego de una jornada de trabajo. Inmediatamente, se abalanza sobre él Peter Malkin, un agente del Mossad, el servicio secreto israelí, que lo empuja al interior de un carro y se lo lleva a una casa en el casco urbano de la ciudad, donde lo interrogan por más de una semana.

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—¿Cómo te llamas? —le preguntan.

Una y otra vez responde:

—Ricardo Klement.

Hasta que, al noveno día, al oír su número de las SS alemanas, revela que su verdadero nombre es Adolf Eichmann.

¡Adolf Eichmann! Muy pronto, le administran un cóctel de drogas, lo suben a un avión y despierta en la prisión de Ramala, en Israel. Uno de los últimos nazis que conocería el mundo luego de los juicios de Núremberg sería procesado por la justicia.

Adolf Eichmann había sido un mando medio con cierta relevancia en las SS hitlerianas —lo que en Colombia llamaríamos un lavaperros—, pero uno relativamente importante en el proceso de la Solución Final, el proyecto de exterminio de los judíos. Eichmann fue un burócrata deseoso de ascender en su carrera, durante la cual se encargó de la pesadilla logística de llevar a más de seis millones de personas a los campos de concentración como Auschwitz.

Una vez en Ramala, el mundo se preparó para presenciar uno de los últimos procesos a un nazi luego de los juicios de Núremberg. Todo era expectativa. Las cámaras de televisión, que transmitirían el evento para varios países, se habían instalado alrededor de una urna de vidrio que protegía al acusado… cuando, desde la puerta, emerge este pequeño burócrata de apariencia no solo inofensiva, sino de formas amables, visiblemente cansado, quien nunca gesticuló, alzó la voz ni pronunció una mala palabra. Todos esperaban ver a un Hermann Göring, un monstruo de más de cien kilos que se mofaba de los jueces, lo que suponíamos que debía ser un nazi. Pero Eichmann era un hombre común y corriente: no un genio del mal, no un demonio, sino un insignificante burócrata que hasta hace unos días vivía en un barrio marginal y que iba todos los días a trabajar como electricista en la planta de Mercedes Benz en la capital argentina.

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Claro que Eichmann se jugó la carta de todos los nazis: “yo obedecía órdenes”. En su defensa, agregó haber sido uno de los defensores de la Segunda Solución que pensaron los nazis para los judíos: su expulsión de Europa y reubicación en Madagascar, una estrategia que nunca se implementó debido a los costos y dificultades logísticas.

Sentada en la sala se encontraba la filósofa Hannah Arendt, enviada por la revista The New Yorker para cubrir el juicio. La investigación que resultó de su reportería fue tan completa que se convertiría en un libro llamado Eichmann en Jerusalén: un informe sobre la banalidad del mal. Desde entonces, si hay una idea sobre el mal que se ha quedado con nosotros, ha sido esta: el mal humano es banal, como lo mostraba Eichmann. Nunca “radical”; solo es extremo, y carece de toda profundidad y de cualquier dimensión demoníaca. Puede crecer desmesuradamente y reducir todo el mundo a escombros precisamente porque se extiende como un hongo por la superficie. De hecho, el mal es esa superficialidad bajo la cual somos incapaces de concebir otra cosa que no sea un tonto ascenso en nuestras carreras, en pos del cual estamos dispuestos incluso a que otros mueran.

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Dice en Eichmann en Jerusalén:

Eichmann no era Yago ni Macbeth… Excepto por una extraordinaria diligencia en el cuidado del avance de su vida personal, no tenía motivaciones en absoluto. Y esta diligencia, en sí misma, no era de ningún modo criminal; ciertamente, nunca hubiera asesinado a su superior para heredar su puesto. Él simplemente, para decirlo coloquialmente, nunca se dio cuenta de lo que estaba haciendo. Fue precisamente esta falta de imaginación la que le permitió cometer estos crímenes.

Pero así como Arendt estaba escuchando el juicio, a ella la escuchaba, a su vez, el profesor de psicología de Yale Stanley Milgram. ¿Somos capaces de la maldad solo por obedecer órdenes? Milgram se dispuso a ponerlo a prueba. Se ideó, en 1962–63, uno de los experimentos más emblemáticos de la psicología, en el que personas comunes debían propinar descargas eléctricas a otro sujeto en una escala de 15 a 15 vatios. Nunca se electrocutó a nadie; todo era un montaje para averiguar hasta dónde llegaríamos bajo la guía de un supuesto científico que incitaba a continuar. La pregunta era qué porcentaje de las personas comunes y corrientes propinarían descargas luego de los 225 vatios, una que podemos suponer mortal. La labor del “científico” era impulsar con estas tres frases sucesivas:

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1. Continúe, por favor.

2. Es indispensable que continúe.

3. Usted tiene que continuar.

Para su asombro, ¡descubre que el 65 % pasaba con creces el punto de la descarga letal! Pero he aquí el giro: la mayoría de los sujetos que renunciaban lo hacían cuando se llegaba a la tercera incitación: “¡Usted tiene que…!”. Esto pone de manifiesto, a mi modo de ver, que la capacidad de hacer el mal no nacía de la orden impartida, sino de algo que ya era patente en Eichmann y en su intento de ascender: el querer encajar, el no ser el que arruina la fiesta. No actuaba obligado, sino por una patética falta de imaginación consistente en creer que las cosas no pueden ser de otra manera, impulsado por un tonto deseo de no desencajar en una lógica “local” que encuentra instaurada entre un grupo de personas, por perversa que pueda parecer. Es la esencia de la burocracia contemporánea, que le debe tanto a los nazis: si quieres avanzar, haz lo que se hace en la institución, sin importar tus escrúpulos… sea como sea, estás amparado por la ley.

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La mayoría de nosotros probablemente hubiera pasado de los 225 vatios, no por una posesión demoníaca ni por ser crueles masoquistas, sino por el deseo de complacer a otros creyendo que con ello podríamos llegar más lejos en nuestras propias metas.

Por Roberto Palacio

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