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Moisés Wasserman y la filosofía de la ciencia

Moisés Wasserman habla sobre su faceta como científico, profesor y rector para la serie Historias de Vida, creada y producida por Isabel López Giraldo para El Espectador.

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Isabel López Giraldo
03 de julio de 2020 - 05:13 p. m.
Moisés Wasserman dedicó su vida a la ciencia. Cómo lograr su desarrollo en Colombia fue siempre su preocupación.
Moisés Wasserman dedicó su vida a la ciencia. Cómo lograr su desarrollo en Colombia fue siempre su preocupación.
Foto: Archivo Particular
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Soy una persona que es a la vez muchas. En el ámbito de mi vida profesional y académica, soy profesor de bioquímica y hasta hace poco investigador. Pero también soy miembro de una familia: esposo, hijo, hermano, padre y abuelo; y pertenezco, de forma simultánea, a varias comunidades. Una, digamos amplia, que es la colombiana, y otra, la judía, sin yo ser una persona religiosa. Esta última es una identidad cultural que hace parte de mi herencia y de mi formación.

Me siento muy global, internacionalista, lo que conforma otra comunidad, una tribu muchísimo más amplia: la del Homo sapiens. Alguna vez me practiqué el análisis de historia genética que reveló que tengo un porcentaje pequeño de neandertal, que a veces se descubre, especialmente en las ocasiones en las que pierdo la paciencia. Dicen que los neandertales eran más salvajes que los sapiens, una afirmación de la que no me siento seguro, pues lo cierto es que los sapiens acabaron con ellos y no al contrario. Lo digo porque esta época que nos tocó en suerte vivir (esto sí lo afirmo con convicción, pues nací un año después de que terminara la Segunda Guerra Mundial: 20 octubre de 1946), nos ha acercado mucho al concepto de tribu global, y me siento parte de esto.

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El estudio dice que mi vida comenzó hace más de doscientos mil años en el centro de África y lo describe muy bien, pues separa la línea paterna utilizando el cromosoma Y y para la materna el DNA mitocondrial. Muestra una información que me resulta interesante porque las dos líneas salieron de África a distinto tiempo y pasaron por el Mediterráneo, hasta el Medio Oriente, donde dieron vueltas para seguir a Europa. Esta es historia antigua que no conozco de cuentos directos, sino por análisis que se espera sean muy aproximados.

Ancestros

Las familias, tanto de mi padre, Lázaro Wasserman, como de mi madre, Frima Lerner, llegaron de manera independiente a América. Las dos tienen un origen cercano en una zona de Besarabia, Ucrania (que pasó de Austria a Rumania y Unión Soviética, hoy en día Ucrania).

Mi padre llegó a Barranquilla y, como siempre, quiso estudiar. Viajó nuevamente a Europa donde estudió medicina en la Universidad de Clermont Ferrand, en Francia, para luego regresar a Colombia, poco antes de que estallara la Segunda Guerra Mundial. Para un joven judío tenía mucho impacto ese momento de la historia y se necesitaba valentía para hacerlo.

Mi madre llegó con su familia a Cartagena cuando tenía catorce años, bastante más joven que mi padre. Terminó su bachillerato en el Colegio Biffi de monjas, muy reconocido en la ciudad. Después, mi abuelo José, que era un feminista en los años treinta, la envió a Bogotá, por el río Magdalena, apenas dos años después de que en Colombia entraran las mujeres a estudiar en las universidades. Se graduó como bacterióloga de la Universidad Nacional y toda su vida trabajó en ese campo. Ella fue siempre muy buena estudiante. Como no había muchas opciones de carrera, escogió la que existía y estaba de acuerdo con sus intereses. Era una niña que había llegado hacía dos años de Europa, aún no manejaba plenamente el idioma y tenía una clara inclinación hacia la ciencia, aunque no sé si su carrera era considerada como tal en ese momento.

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A mi tía, tres años menor que mamá, mi abuelo también la envió a estudiar. Ella estudió música, se graduó como pianista en el Conservatorio de la Universidad Nacional y dedicó su vida a enseñar. Poco después, mis abuelos maternos también se establecieron en Bogotá, pero los paternos se quedaron en Barranquilla.

Casa materna

En Bogotá la comunidad judía no era muy grande y pese a que los judíos tienen fama de comerciantes, a ninguna de las dos familias las acompañó el más mínimo espíritu por los negocios. Mis padres eran profesionales y pertenecían a un sector que en aquella época era importante en la economía. Ideológicamente eran de izquierda, incluso hicieron planes para irse a la nación de Birobidzhan, en la Unión Soviética, que supuestamente había sido destinada para los judíos. Y no se fueron, por suerte, porque todo lo que allí ocurrió fue una catástrofe absolutamente espantosa, pero algunos de sus amigos sí viajaron. Uno de ellos contaba que llevó un baúl lleno de ropa para pasar el invierno, pues es un sitio muy frío, en el Cáucaso, pero regresó con lo que tenía puesto porque se vio obligado a pagar sobornos en cada lugar al que llegaba. Se quedó sin nada.

Esto para decir que en la comunidad había un grupo de jóvenes con una inclinación intelectual: unos eran médicos, otros abogados. Todos estudiaron en situaciones muy difíciles. Mi padre intentó trabajar como médico y no lo pudo hacer. Estuvo un tiempo en hospitales, pero le fue imposible continuar por la sociedad tan compleja del momento y optó por trabajar como asesor médico de compañías farmacéuticas. Mi madre trabajó un tiempo con la Secretaría de Higiene, hoy Ministerio de Salud, y por algún incidente prefirió dedicarse a su laboratorio.

Infancia

Si bien éramos de clase media, no tuvimos carencias, pero tampoco excesos. Somos tres hijos: mi hermana Rosa, que estudió educación en la Universidad Pedagógica y luego hizo posgrados en educación especial; y Daniel, mi hermano menor, que estudió medicina en la Javeriana y se especializó en oftalmología.

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El ambiente en la casa era culto. Vivimos rodeados de libros porque tanto mi mamá como mi papá fueron grandes lectores, lo que ayudó a despertar en nosotros inquietudes. Las discusiones de familia giraban en torno a temas científicos y literarios, y jamás sobre los económicos o de negocios. Para mis padres era más feo hablar de plata que de sexo, y creo que eso nos condicionó a todos.

Recuerdo un trabajo que hicimos desde la Dirección de Bienestar en la Universidad Nacional midiendo las posibilidades de éxito de los estudiantes. Entre los distintos factores que inciden en su resultado encontramos que uno de los más relevantes es que en sus casas hubiera libros.

Al principio nos compraban libros apropiados para nuestras edades y una de las primeras colecciones que tuvimos fue la española Araluce, de libros pequeños. Una de sus líneas era de famosos, pero resumidos para niños: Don Quijote de la Mancha, Fausto, La Ilíada y La Odisea, y otros clásicos que pocos recuerdan. Pero también saltábamos a la biblioteca donde encontrábamos maravillas de la literatura clásica: Julio Verne, Mark Twain, Charles Dickens y otros. Un poco más adelante vinieron obras de escritores judíos traducidas al castellano, muchos de ellos ya hoy poco conocidos (aunque al menos dos ganaron el premio Nobel).

Un hecho muy fuerte en la casa fue el haber perdido a parte de la familia, que desapareció en la guerra. Abordar este tema con frecuencia y remitirse a la literatura judía han sido formas de rescatarnos.

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Los hijos del Holocausto

Somos esa generación que creció inmediatamente después del Holocausto y que tiene la característica de vivir con esa marca. Este ha sido un hecho siempre presente, constante, algo de lo que se habla y se siente. Mi papá era muy pesimista y con cada cosa que iba ocurriendo corroboraba su pesimismo. Mi mamá hizo su rural en el leprocomio de Contratación, cerca de Bucaramanga, y conservó una foto suya en una manifestación con carteles que decían: «Hitler asesinó a dos millones de judíos». Porque cuando nací apenas se empezaba a conocer lo que había pasado, la gente se estaba enterando del genocidio y de las familias que habían desaparecido, pues no hubo comunicación durante la guerra.

Este fue un tema que me acompañó durante toda mi infancia, que me condicionó enormemente. Ya pasó mucho tiempo de eso y creo que por lo menos he podido entender (lo que hay de comprensible) el evento y diferenciar entre los culpables y los que no lo son. Este es un evento sumamente importante, tanto que mi generación tiene nombre: nosotros somos los hijos del Holocausto.

Pero no sólo crecí en medio de libros. Mi mamá tuvo su laboratorio en casa, por lo que mis juguetes de infancia fueron tubos y jeringas. Y ante la pregunta de qué quería ser cuando fuera grande (y todavía no estoy seguro), la respuesta siempre fue: algo relacionado con las ciencias. Pensé en medicina, pero lo descarté tempranamente.

Colegio Colombo Hebreo

Estudié primaria y bachillerato en el Colegio Colombo Hebreo. Creo que fue muy formativo. Hasta los que no eran buenos profesores nos enseñaron cosas importantes (me temo que a veces más esos que los muy buenos).

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Universidad Nacional

Cuando terminé el colegio tenía grandes dudas y discusiones: no sabía qué hacer, pues me debatía entre filosofía y ciencias. Ahí tal vez influyó mi abuelo materno que, insistiendo muchísimo en su argumento (el que en aquella época yo discutía, porque no lo creía mucho, a diferencia de ahora, que lo creo bastante más), me decía: «Usted desde las ciencias puede perfectamente pasar a la filosofía, pero si estudia filosofía jamás podrá pasar a las ciencias». Finalmente me decidí por química, ante varias posibilidades, porque pudo haber sido física, matemáticas u otras. Creo que fue así porque mi profesor de química era muy simpático, el de física no tanto. Me presenté únicamente a la Universidad Nacional, lo que angustió mucho a mi mamá, pues consideraba que debía haberme presentado a varias universidades. Afortunadamente fui admitido.

Fue una época maravillosa: ¡eran los años 60! Me tocó una universidad efervescente, llenísima de cosas interesantes de todo tipo, desde el periódico maoísta China Nueva, pasquín que se producía en un papel extraordinariamente fino, de arroz o algo así. Recuerdo su textura, era formidable. En él leíamos todo tipo de cosas que al principio tomábamos en serio y al final ya resultaban tan grotescas que solo nos hacían reír. Le compré a Goyeneche, por cinco pesos, sus «obras completas» (Gabriel Antonio Goyeneche, candidato vitalicio a la presidencia –pues se lanzó desde 1958 a 1974–, prometió ponerle techo a Bogotá, pavimentar el río Magdalena, convertir la chicha en champaña y echarles anís a los ríos para que fueran de aguardiente; vivió en una de las habitaciones de la Facultad de Veterinaria de la Nacional), mismas que en uno de los tantos viajes perdí. Él me puso en la lista de sus futuros ministros.

Las asambleas eran supremamente emocionantes. Pensé muchas tonterías, pero en ningún momento fui de un partido político. No sé la razón, ahí tengo un freno que persiste. Estoy de acuerdo parcialmente, pero, tal vez, nunca encontré un líder con el que estuviera de acuerdo totalmente.

Kibutz

En mi vida adulta fui de izquierda, y esa combinación de izquierda y judío me llevó a soñar con vivir en una comunidad socialista en Israel. Así pues, acabé la universidad, me gradué, al día siguiente me casé con Ester, y a la semana nos fuimos a vivir a un kibutz. Allí estuvimos por tres años.

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Hubo una época en la que mi padre y mi abuelo fueron de izquierda, incluso comunistas, pero con todas las historias de Stalin, que poco a poco salieron a la luz, no podían seguir siéndolo. Esas historias, verdaderas sin duda, tuvieron en mí mucho impacto. Seguramente es una de las causas por las que desconfío de los partidos políticos.

El kibutz era realmente socialista. En él todo se compartía: cada cual según sus posibilidades, y a cada cual según sus necesidades. Esta consigna se cumplía de forma muy rigurosa.

Pero para mí fue una experiencia mixta. Me di cuenta de algo que tal vez en la ingenuidad juvenil no había comprendido: hay gente buena en un lado y en el otro, y gente mala en un lado y en el otro. Asumía, con ese maniqueísmo que tienen los jóvenes, que los buenos son los que piensan como yo y los malos son los que piensan distinto, y ahí se dio ese primer encuentro con gente maravillosa y desagradable que pensaba como yo.

Creo que esa fue una de las más importantes enseñanzas. Luego, en la vida, me he encontrando con esa situación muchas veces. La polarización actual, que muchos de mis colegas y amigos defienden porque piensan que es algo importante y necesario, deja ver ese mismo maniqueísmo ingenuo que yo tenía en aquella época, y que hacía que automáticamente identificara como bueno a todo el que acordara conmigo.

En el kibutz trabajé casi todo el tiempo con las vacas en el tambo, que era un trabajo físico muy exigente, y después estuve por un tiempo en un laboratorio de control de calidad, en una fábrica que producía concentrados cítricos. Fue algo muy rutinario y nada satisfactorio.

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Doctorado

Estando ahí decidí arriesgarme a aplicar a un doctorado en Bioquímica, en la Universidad Hebrea, en Jerusalén. Fue bastante arriesgado porque hacía tres años que había acabado mis estudios, no había trabajado prácticamente en química, y, como la capacidad de olvidar que tenemos los humanos es muy buena, yo estaba totalmente alejado de esos temas.

A pesar de eso, me presenté y fui aceptado. Claro, condicionado a que por un año tomara varias asignaturas relacionadas con el área porque la que había estudiado en mi pregrado era apenas una electiva pequeña, que siempre me atrajo, pero tenía muy poca preparación en esa especialidad. También me exigieron un promedio mayor a cuatro, que logré con dedicación exclusiva al estudio.

El contraste con la Nacional era muy grande; esta es una universidad muy de frontera y está hoy entre las mejores cincuenta en el ranking de Shanghái, pero en aquella época ni hablar. El departamento en el que estudié contaba con profesores excelentes. Mi director de tesis era de Nueva Zelanda y había estudiado en Oxford con Hans Krebs, que para los bioquímicos es el padre del metabolismo y fue premio Nobel de medicina. El departamento de química biológica estaba en la frontera del conocimiento. Eso también fue un choque que finalmente superé porque me adapté. De ahí en adelante he sido bioquímico durante toda mi vida, eso sí, con fronteras muy difusas porque la bioquímica es una interfaz entre diversas disciplinas.

Se usaba ya en los Estados Unidos y en Europa el que a un estudiante de doctorado se le asignara un sueldo, lo que me permitió consagrarme como debe ser. El doctorado era fundamentalmente experimental, obviamente con trasfondo teórico. Todos los días empezaba sentándome a escribir en el cuaderno de laboratorio el experimento que iba a hacer durante cada jornada.

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La experimentación en laboratorio me gustó y quise siempre seguir en eso. Finalmente, fue a lo que me dediqué toda la vida con unas pocas salidas (que no fueron demasiado culpa mía). De todas formas, nunca dejé el laboratorio, no me alejé del mundo académico, tuve estudiantes y estuve pendiente de experimentos y proyectos. Ni siquiera lo dejé en el tiempo en que ocupé cargos directivos, como cuando estuve al frente del Instituto Nacional de Salud o de la Rectoría de la Universidad Nacional.

Pienso que quienes trabajan en ciencia tienen por objetivo «entender mejor», no inventar cosas, tampoco ganar premios ni obtener patentes. Por lo menos ese fue mi caso y el de muchos de mis colegas, y creo que es el de los que realmente sienten esa vocación.

Para «entender mejor» uno escoge un sistema en el cual trabajar, al que se le pueden hacer preguntas fundamentales y se siente muy contento cuando alguno de los resultados le permite cumplir con ese objetivo. Tal vez esta es la motivación más importante: la filosofía de la ciencia. Sería muy infortunado dedicarse a la ciencia con una filosofía diferente.

Nuestro hijo Adam nació en Jerusalén, dos años antes de terminar el doctorado. Me gradué en el año 78 sin haber dejado nunca de leer, y lo menciono porque muchos piensan que quienes nos dedicamos a la ciencia no hacemos más. Eso no es así. Tengo cantidad de ejemplos de amigos, gente muy culta, que siempre han estado enterados de lo que ocurre en el mundo y que tienen por afición las artes, la literatura o los deportes, aunque su dedicación sea la ciencia.

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Posdoctorado

Después del doctorado hice un posdoctorado en la Universidad del Estado de Nueva York, en los Estados Unidos, que cuenta con excelentes laboratorios.

En algún momento decidimos regresar: nuestra familia estaba en Colombia y era más retador hacerlo. Llegamos a finales del año 79, momento en el que había muy pocos doctores en la universidad, y en general en el país, y muy pocas personas interesadas en investigación. Tuve la suerte de vincularme a dos instituciones públicas muy importantes.

El Instituto Nacional de Salud (INS) y la Universidad Nacional

Mi tema no es estrechamente el científico. He tenido gran interés por el papel de la ciencia en Colombia y mi preocupación siempre ha sido cómo esta se desarrolla en el país.

Resulta frustrante la lentitud con la que se dan las cosas en Colombia, pero es innegable el cambio de los últimos tiempos: la primera vez que abrió Colciencias una convocatoria para clasificación de grupos nos categorizó a 14 en el país. Hoy en día son más de tres mil.

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En el Instituto Nacional de Salud conformamos, un tiempo relativamente breve después de mi llegada, el círculo de «los jóvenes». Era una institución de gran tradición en la que los jefes eran personas notabilísimas: Hernando Groot Liévano, Carlos San Martín, Guillermo Aparicio Jaramillo, Guillermo Muñoz Rivas, Augusto Gast Galvis y otros. Con ellos discutíamos el futuro del INS, escribíamos artículos científicos, pero también planes de desarrollo. Ese interés, con el tiempo, me llevó a ser su director en circunstancias especiales e improbables, sin que hubiera sido una aspiración mía. Pero el laboratorio de bioquímica, que yo dirigía, infortunadamente ya desapareció.

Hubo un par de directores que pusieron al instituto en una situación inconveniente, por lo menos en la forma como lo veíamos, y nosotros fuimos muy radicales. En algún momento se dio una circunstancia que permitió el cambio, cuando el presidente Ernesto Samper les preguntó a algunos a quién debía nombrar. El presidente de la República era quien nombraba al director, y en ese momento el ministro de Salud era Augusto Galán Sarmiento.

Resulta que mis colegas me propusieron, no pude negarme, pero realmente no lo busqué y estoy lejísimos de ser una persona con un círculo de influencia, ni de nacimiento ni de familia, ni tenía vinculación alguna a partido político. Después de tanto escándalo y de tantas exigencias que hicimos, no pude sino aceptar. Fui director hasta el final de su gobierno.

Creo que hice una buena labor. En tres años el instituto se reencausó de acuerdo con lo que pensábamos y se institucionalizó muy fuertemente la investigación. Los años anteriores ya había construido un laboratorio, poco a poco, consiguiendo subsidios nacionales e internacionales. Finalmente, tenía un laboratorio sumamente bueno que llegó a ser realmente importante y que dio, desde el comienzo, mucha libertad de investigación.

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El primer ministro de Salud de Pastrana me propuso que siguiera, pero para mí no era posible abandonar del todo mi interés científico, y entonces renuncié. Es difícil quedarse en el lugar donde uno fue director, pero yo me quedé un tiempo más, trabajando ad honorem como asesor-director de Bioquímica, gracias a que la universidad me comisionó para eso.

El rector de la universidad de ese momento, Antanas Mockus, me propuso ser profesor de dedicación exclusiva en la Nacional y me comisionó para que siguiera dirigiendo el laboratorio en el instituto, poco antes de que fuera director del INS, y cuando salió una ley que prohibía recibir dos salarios públicos, a la que muchos no hicieron caso. Yo no podía estar en esa situación.

Muchos de mis estudiantes, de maestría, posgrado y pregrado, hacían sus experimentos en el instituto. Era una combinación excelente. Como me devolví a la Nacional, podría decirse que volví a empezar. Establecí otro laboratorio que aún hoy existe, que cuenta con profesores que lo lideran y tienen su propia dinámica. Finalmente, entre los dos laboratorios hubo más de 100 tesis de pregrado, maestría y doctorado, que se hicieron en el marco de las dos instituciones.

La investigación en Colombia surgió en un ejercicio supremamente individual de patriarcas, como una afición personal de gente muy meritoria. Por ejemplo, el laboratorio de Bernardo Samper y Jorge Martínez (que finalmente dio origen al INS), dos médicos que buscaron resolver problemas que les molestaron en la vida. Uno, tenía una hermana que había sufrido la mordedura de un perro con rabia y en el país no había cómo atenderla, no existía la vacuna. El otro, un hermano que sufrió difteria y tampoco se contaba con el toxoide antidiftérico, ni técnicas diagnósticas avanzadas en bacteriología ni en microbiología. Fue así como surgió el INS. Una década más tarde, el gobierno compró el laboratorio con recursos aportados por la Fundación Rockefeller y lo convirtió en el Instituto Nacional de Higiene Samper-Martínez. Entonces, mi misión fue darle institucionalidad y una capacidad científica de respuesta a un esfuerzo tan meritorio.

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De los institutos autónomos descentralizados, este es uno de los que fundó el presidente Carlos Lleras Restrepo, en el año 68. Otros fueron Ingeominas, Agustín Codazzi, Bienestar Familiar, el Instituto de Cancerología, e incluso Colciencias. Tenían gran capacidad de respuesta y de vigilancia, control y seguimiento de las políticas del gobierno, lo que fue cambiando con el tiempo. En la actualidad, se les ve como un brazo técnico del Ministerio de Salud, lo que encuentro desafortunado pues se disminuyó su autonomía. Por lo menos, mientras estuve en el instituto, y mientras fui su director, le di acento a su misión de investigación. Creció la investigación básica como una construcción de potencial de respuestas que tristemente hoy en día está reducida.

Decano y rector de la Universidad Nacional

Nuevamente se dieron circunstancias no buscadas que me llevaron a aceptar responsabilidades diferentes.

Muchos en la universidad sentíamos que la dirección de ese momento estaba más preocupada por el proyecto político que por el académico. Nosotros pensábamos que era muy importante rescatar la relevancia central del proyecto académico y queríamos ver un cambio.

Hubo una elección de rector muy difícil, una confrontación que llegó hasta los tribunales. Ahí decidieron a favor del rector que había sido nombrado: Marco Palacios. Entonces llamé a Ramón Fayad Nafah, secretario general de la universidad, con quien tenía muy buenas relaciones, y le pregunté sí creía que podía ayudar si me postulaba para decano.

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Me postulé, participé y gané con un margen muy estrecho, porque era necesaria una consulta que más bien parecía una campaña política, lo que no es mi fuerte. Finalmente, fui decano en una época de regreso a un proyecto académico.

La reforma que propuso Marco Palacios no culminó bien y creo que el problema radicó en que, siendo él extraordinariamente inteligente, no manejó bien sus emociones. Y es que es muy difícil ser líder de gente que uno no quiere. Finalmente, renunció antes de culminar su período, en una situación muy complicada, porque hubo disposiciones como las de forzar a las personas mayores de 55 años a pensionarse (un absurdo que me hubiera obligado a hacerlo, lo que me parecía impensable).

La universidad estuvo cerrada, los edificios bloqueados, el Rector presentó su renuncia y el Secretario General asumió las funciones de manera interina. Muchos de mis compañeros de la época, unos de ellos decanos, me animaron a que me lanzara a la rectoría sin que yo tuviera capacidades electorales. La suerte es que la rectoría la define un consejo, basado en programas y hojas de vida. Había que tener un mínimo de apoyo que logré, salí nombrado y estuve dos períodos.

Fue una época muy difícil. Veníamos de cierres prolongados y en los seis años que estuve al frente la universidad tan sólo sufrió dos cierres parciales: un semestre de medicina y uno en Palmira motivado por activistas, en mi opinión de «otro tipo». Si bien sufrí a veces una oposición muy dura, la universidad funcionó perfectamente: dio un salto indudable en el número de investigaciones que se hicieron y en los programas de posgrados y egresados, aunque crecimos muy poco en inscripciones de pregrado, solo inercialmente. Con un presupuesto extraordinariamente estrecho debían tomarse decisiones de prioridad. Estas fueron investigación y calidad en la educación.

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Además, había unas tareas muy difíciles, entre ellas generar la reforma que era absolutamente indispensable, que Palacio empezó, pero que tuvo que suspender por todos los movimientos en contra. Se dio una reforma muy de fondo, no muy distinta a la que habían hecho otras administraciones, y resulta curioso porque pasan los años y las reformas van en la misma dirección y con los mismos principios: buscar mayor flexibilidad en los programas, comunicación interna y con el exterior, y darle al estudiante la capacidad de construir su propio programa de formación utilizando los recursos de la universidad, no solamente los de su departamento y facultad.

Todo esto exigía hacer una reforma muy compleja porque las comunidades universitarias son muy conservadoras. Antanas lo definió muy bien cuando estaba haciendo la suya: «Todos dicen que hay que hacer una reforma, pero no esta ni ahora».

Conté con un equipo de apoyo extraordinario. El primer año tuve una crisis cuando tres vicerrectores renunciaron el mismo día, un poco porque me opuse a que se siguieran haciendo las cosas de la manera en que venían haciéndose, pero inmediatamente otras personas me apoyaron, asumieron los cargos y se quedaron durante los restantes cinco años.

Adelantamos una reforma académica total en la que la Vicerrectora Académica fue casi heroica. Se introdujeron los créditos que en la Nacional no existían y que sin ellos habría sido muy difícil generar esa flexibilidad y esa movilidad entre disciplinas y programas especiales. Claro, sufrimos ataques grotescos porque como se llamaban «créditos» decían que era por el interés de los bancos: «¡Compre su tarjeta de crédito, que es lo que se necesita ahora!».

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Reformamos absolutamente todos los programas de pregrado, noventa y dos, y casi trescientos de posgrado, con un nivel de flexibilidad muy aumentado, menos de lo que yo hubiera querido, pero mucho más de lo que era. Se enmarcaron los trabajos de grado en forma racional, pues antes había casos de estudiantes que pasaban dos o tres años trabajando para el «profesor». Muchos respondieron afirmando que era «el fin de la calidad», pero, finalmente, se implementó aumentando los indicadores de calidad, en lugar de lo que predecían algunos.

También se modificó el Estatuto Estudiantil, que tenía más de 30 años, y era una colcha de retazos que requería de un abogado especializado para entenderlo. Además, estaba construido, no para promover a los mejores, sino para defender a los peores (en el sentido académico) y esto llevaba a cosas absurdas: había gente que pasaban 15 años, hasta 20, estudiando, o al menos inscritos en la universidad. La institución, ya desde la primera rectoría de Marco Palacio, no tenía residencias estudiantiles, pero existía todavía un edificio pequeño en el Centro de Nariño y organizándolas salió una persona con sus nietos, lo que parece un chiste.

Hicimos un estatuto supremamente flexible, muy estimulante para quienes querían utilizar las posibilidades de la universidad, pero, obviamente, muy distinto al tradicional. Entonces se generó una resistencia muy fuerte en la que algunos estudiantes hasta sostuvieron «huelgas de hambre», (que no eran tales pues entre ellos se turnaban), especialmente en Manizales y Medellín. En alguna discusión con los representantes estudiantiles les dije: «Algún día van a querer cambiar este estatuto y ustedes se van a oponer radicalmente». Y ya ocurrió, pues en la rectoría pasada hubo un intento por modificarlo y fue retirado por oposición estudiantil. Muchos de los que eran representantes en aquella época, gente muy pila, muy inteligente y estudiosa, aunque opuestos a esos cambios, hicieron su posgrado gracias a las facilidades que daban los nuevos estatutos. El anterior se había escrito cuando prácticamente no existían maestrías, y menos doctorados. Aunque hubo gente que en su momento me dijo: «Para qué se mete en líos, para qué se pone a pelear». No fue fácil, pero tenía que sacarlo adelante. Estuvo bien, pese a que todavía recibo «vainazos» cada vez que publico una columna en el periódico.

Establecimos el Programa Especial de Admisión y Movilidad Académica –Peama–, que nos permitía tener a nuestros estudiantes por un período de dos años en universidades de frontera y luego traerlos a otra sede. Así, abrimos una posibilidad absolutamente extraordinaria. Durante la campaña a la rectoría que me sucedió se dijo que «la universidad se creía policía, que tenía una estación en cada municipio», pero luego se estableció como el mejor de los programas, el de mostrar, ya que fue supremamente bien concebido y ha tenido un enorme impacto. Incluye, por ejemplo, programas especiales para indígenas y para población afro, así como una misión de responsabilidad social en los territorios más alejados del centro.

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Pese a los ataques continuó y, como cosa curiosa, cuando se propuso en el Consejo Superior tuvo una oposición radical, entre otras, por parte de los representantes estudiantiles. La razón principal era porque lo proponía el rector (es lo que yo creo). Ahora es un programa emblemático que la misma población estudiantil ha defendido a capa y espada. Nadie recuerda la oposición que habían generado.

La razón por la que me presenté al segundo período fue para llevar a buen puerto la reforma académica y otras iniciativas para las que necesitábamos más tiempo. Pero hubo temas que quedaron en el borde.

Con la Vicerrectora General impulsamos el Sistema de Mejor Gestión –Simegé– con el que logramos eliminar un número importante de trámites para implementar procesos de gestión mejorada y ágil, a tal punto de que fue usada como inspiración por parte de muchas otras instituciones que llamaron por asesoría para su implementación. Curiosamente, usaron este sistema para hacer campaña negativa cuando, una vez terminó mi período, la vicerrectora se postuló a la rectoría. Ella es una persona de capacidades extraordinarias y considero un gran error del Consejo Superior no haberla elegido. Infortunadamente, con la nueva administración el sistema no siguió, perdiéndose, al menos parcialmente, un esfuerzo muy grande e importante.

El tiempo no alcanzó para las tantas cosas que quisimos sacar adelante y otro período era impensable: la norma lo dice (y no cambio normas a beneficio propio) y no nombraron a la vicerrectora.

La reforma se mantiene, obviamente que necesitará revisiones. Ha habido ataques a la flexibilidad, como siempre, e igual ocurrió con la reforma de Antanas, que en los años siguientes se desmontó con una contrarreforma porque la fueron desmenuzando. Pero nuestra reforma ha seguido, como es evidente, aunque seguramente vendrá otra que la reemplace más adelante.

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Retiro

Una vez entregué la rectoría, decidí pensionarme por varias razones: ya tenía 65 años, aunque hubiera podido esperar un tiempo. También por la misma razón que en el instituto, pues no es cómodo tener a un «ex» encima o al lado, y para evitar el padecer esa tendencia tan humana y universitaria de cobrar cuentas y hacerle la vida imposible a quien antes había tenido una responsabilidad de dirección.

Por carácter soy reposado, pero en mi vida hubo conflictos, grandes inclusive. Siempre me sentí joven, hasta ahora que me declararon oficialmente «abuelito». Claro que me han tenido ocupado, por suerte. Soy profesor emérito, con la ventaja de que pude seguir dirigiendo proyectos y tesis, y brindando apoyo. La última tesis doctoral que dirigí terminó hace un par de años y no acepté nuevas porque toman cinco años y no puedo firmar garantía de permanencia, pues nadie me ha firmado la contragarantía. Ya estoy en banco de primer piso y no hay banco de segundo piso que me avale. Además, porque es muy difícil para un profesor que no está activo presentarse a conseguir grants externos, como los que trabajé. Mi área requiere de muchos recursos, por ser experimental, y es sumamente costosa. Con las nuevas reglamentaciones de Colciencias, el continuar hacía que les quitara oportunidades a profesores jóvenes, lo que hizo que finalmente decidiera el retiro.

Voy a la universidad de vez en cuando, pero cada vez menos. Asisto al laboratorio ocasionalmente y sigo escribiendo. He trabajado en otras áreas que siempre me han interesado, continúo con la columna semanal en El Tiempo, que es exigente, y trato de no repetirme mucho con variaciones sobre el mismo tema, lo que considero aburrido. También avanzo en un par de proyectos personales sin prisa.

Publicaciones

Mis últimos artículos científicos salieron el año pasado, uno más saldrá este año, pero son los últimos en bioquímica. Actualmente tengo un proyecto con una editorial para escribir un libro sobre educación.

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Misión de Sabios

El Gobierno me pidió que participara en las conversaciones nacionales sobre educación. Eventualmente me pide asesorías en esos temas.

Esta fue una experiencia sumamente interesante, y la sigue siendo, porque en diciembre entregamos el informe final, que apenas ahora está saliendo en versión física y virtual. Además, hay otros libros anexos. Coordiné el foco de Ciencias Básicas y del Espacio. Tenemos un libro adicional que estamos preparando y que está a punto de salir.

Allí me encontré con gente que piensa distinto, con problemáticas distintas, pero todos unidos bajo el pensamiento de que la ciencia y el conocimiento tienen que jugar un papel muy importante en el desarrollo del país, no solamente en lo económico sino en lo social y cultural.

En definitiva, lo que salió fue una hoja de ruta que se le propuso al país. No nos consideramos funcionarios del Gobierno, pues no estábamos trabajando para este sino por su iniciativa. Fuimos nombrados ad honorem, así que no éramos empleados de nadie y no nos pagaban. Al contrario, tuvimos que poner recursos, aunque fuimos respaldados por universidades. Por ejemplo, mi foco lo apoyó la facultad de ciencias de la Universidad Nacional. Fue un apoyo extraordinario.

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Tratamos de generar una coincidencia entre todas las áreas con propuestas que tuvieran impacto transversal. Un impacto absolutamente evidente, en el cual estuvimos todos de acuerdo y para el que hicimos propuestas muy concretas y fuertes, fue en el área de educación, pues sin ella todo esfuerzo está vacío. Se habla de cobertura total para la educación de 0 a 5 años, que es absolutamente fundamental y que sólo hasta hace muy poco asumimos como tarea de Estado, debido a que, por cuestión cultural, se considera que en ese rango de edad los niños son para cuidar y no para educar. Eso es totalmente absurdo.

Hay una propuesta muy clara en la educación media en la que tenemos un déficit grandísimo. Tenemos una cobertura aceptable en educación básica y secundaria, pero en la media hay un quiebre tremendo. Décimo y undécimo son años muy importantes de preparación para la vida, tanto para aquellos que después entran a la universidad como para quienes buscan capacitación técnica que les permita trabajar, y en esa franja tenemos problemas serios en cobertura, calidad y diversidad.

Se propuso también una reestructuración de la forma como se educan los maestros en el país. Pensamos que se necesita una revisión muy grande. En este marco se propuso la recreación de una normal superior, que existió en Colombia alguna vez como líder de la enseñanza de los maestros, es decir, los maestros de los maestros.

Propusimos también, en forma complementaria a lo que se hace, organizar algunas comisiones. Consultamos a la economista ítalo-británica Mariana Mazzucato, quien había propuesto organizar la ciencia con base en misiones, un poco inspirada en el viaje a la Luna, y alrededor de eso surgieron una cantidad de ideas. Esa estrategia la adoptó la Unión Europea en sus programas.

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Nosotros propusimos al país tres grandes retos: Colombia Bio, lo que es apenas obvio, porque el ambiente es supremamente importante y la economía sostenible ambientalmente es el camino. Este es un gran reto dentro del desarrollo de nuestros potenciales de diversidad biológica, pero también cultural. Colombia con equidad, en el cual están inscritos programas de educación y complementarios, y Colombia productiva en forma sostenible.

Dentro de estos se propusieron cinco misiones específicas y cada foco también tuvo sus propuestas adicionales. Entre otras cosas, el nuestro sugirió la creación de la Agencia Nacional del Espacio, supremamente importante para generar un programa espacial que no consiste solamente en mirar hacia el firmamento desde la Tierra sino también en mirar la Tierra desde el espacio. Esto, como ejemplo de todo lo que nuestra propuesta contiene.

Finalmente, se produjo un gran libro, de aproximadamente 400 páginas, que es una hoja de ruta que se le entrega al país a través del Gobierno. Este se comprometió a tenerlo muy en cuenta.

Familia

Estoy casado con Ester hace más de 50 años. Nos conocimos en el colegio, cuando yo era amigo de su hermana mayor. Nos casamos tan pronto me gradué, cuando ella estudiaba medicina en la Universidad Nacional. Casi toda su vida trabajó como profesora de inglés en varias instituciones de Bogotá, como en el Colombo Americano.

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Nuestro hijo Adam, de nombre bíblico fuerte y profundo, es la persona más extraordinaria que conozco: profesor de química en la Universidad de Purdue, en los Estados Unidos, pero también músico. Está casado con Joyce, americana de padre americano y madre taiwanesa, y nos dieron una nieta que es un tesoro. Ella se llama Susana, le decimos Susi. Una niña absolutamente increíble, supremamente inteligente, que habla, escribe, y lee perfecto inglés y español. Tiene cinco años y medio. Nos tiene totalmente embrujados.

Íbamos a visitarlos en primavera y en otoño, hasta que el coronavirus lo impidió. Ellos también viajaban con alguna frecuencia, incluso tenían programado venir el 20 de marzo y se vieron obligados a suspender el viaje un día antes. Menos mal, de otra forma habrían quedado atrapados.

Cuando vivimos 10 años por fuera del país les escribía a mis padres una vez cada tres semanas. La carta tomaba dos semanas en llegar y otras tantas en volver. No sé cómo aguantaban. Pero la comunicación actual me permite saber exactamente qué hizo mi nieta en el jardín infantil y qué está pasando en detalle, a pesar de la distancia. Estamos viviendo este encerramiento en comunicación estrecha con ellos y apegados a los libros, porque Ester y yo leemos muchísimo. Esto hace más amable el paso del tiempo.

¿Qué le genera hacer este rápido recorrido por su vida?

Pienso en Neruda cuando decía: «Confieso que he vivido». Como lo dije al principio, soy un convencido de que nos tocó una época privilegiada, la mejor época de la humanidad por la disminución de cantidad de factores negativos, por producción intelectual, científica y artística.

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¿Qué significa en su vida ser maestro, especialmente de su hijo?

Sin duda ahora mi hijo podría ser maestro mío. A él no se le puede hacer una argumentación floja, pues me lleva una ventaja importante en pensamiento con rigor. A pesar de que yo también soy químico, cuando leo lo que él escribe entiendo bastante más la melodía que la letra.

Yo enseñaba en el mismo departamento en el que él estaba estudiando química, pero nunca fui su profesor. Además, insistí en que no lo fuera porque eso genera una situación muy complicada. Siempre hemos hablado mucho, e insisto, no estoy seguro de que fuera yo su maestro. Lleva 20 años en los Estados Unidos y sigue leyendo nuestros periódicos a diario; es alguien que vive muy informado de Colombia y del mundo, tiene una visión muy global.

¿Cuáles han sido los momentos más gratificantes que usted abraza?

Para mí la cotidianidad ha sido gratificante. Obviamente, me sentí muy honrado cuando fui nombrado en la universidad y en el instituto, pero espero que no se me haya subido nunca a la cabeza.

La vida es lo cotidiano.

¿Qué sentido tiene la existencia?

Tiene el sentido que tiene: es interacción con el mundo, con la naturaleza, con la gente. Cuando se acaba, se acaba. Tengo un acercamiento supremamente naturalista a la vida.

¿Qué es el tiempo para usted?

No reflexiono demasiado, tengo el concepto viejo de que la flecha del tiempo la define la segunda ley de la termodinámica, y conozco poco las teorías cuánticas sobre el tiempo que mi hijo sí domina. Siempre he vivido más en el mundo macro y estadístico que en el cuántico.

¿Hay alguna cosa que quedó debiendo, alguna realización pendiente?

Mejor no escarbo en eso.

¿Qué le gusta dejar en las personas que se acercan a usted?

No soy una persona de decenas de amigos, sino de pocos. La amistad es interacción, pero es importante que esta sea interesante. Si me he alejado de algunas personas es por eso. Creo que no hay que pensar en herencias y tampoco en ganancias.

¿Cuál es su mayor legado?

No sé, realmente. He tenido muchísimos discípulos en la universidad que han ocupado puestos y han asumido funciones muy diversas. Espero haberles aportado. Además, algunos de mis estudiantes a veces me escriben. Algo debió de haber quedado.

Por supuesto, me es muy importante mi familia cercana en la que espero haya tenido también algún impacto.

¿Cómo le gustaría ser recordado?

Les dejo en libertad.

¿Cuál debería ser su epitafio?

Jamás en la vida se me ha ocurrido pensar en algo así. La verdad no me interesa, no es mi problema.

Por Isabel López Giraldo

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