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Turn on the Bright Lights, veinte años de tristeza, melancolía y oscuridad alterna

La música es una delectación que exige voluntad sensitiva. Aún más: una disposición de congelamiento y trance emocional, que incita, transgrede o sugiere circunstancias que no necesariamente corresponden con el momento desde donde se sitúa el ser que escucha.

Jaír Villano
25 de abril de 2022 - 11:43 p. m.
"Pero el álbum también tiene texturas alegres. Momentos de excitación que enriquecen el estilo: Say Hello to the Angels es una joya que genera un raudal de sensaciones: la posibilidad del amor, lo cool de la seducción, la ambigüedad -otra vez- de la dedicación: “This is a concept/ This is a bracelet/ This isn't no intervention”."
"Pero el álbum también tiene texturas alegres. Momentos de excitación que enriquecen el estilo: Say Hello to the Angels es una joya que genera un raudal de sensaciones: la posibilidad del amor, lo cool de la seducción, la ambigüedad -otra vez- de la dedicación: “This is a concept/ This is a bracelet/ This isn't no intervention”."
Foto: Archivo particular

Quienes nos hallamos en la música, y nos subyugamos bajo decisión propia a la marcha del sonido, estamos en busca de algo: de una recompensa, un camino distinto, un puente, una salida, una apertura para la realidad en la que estamos: a veces de la que queremos huir, a veces de la que padecemos, a veces de otra que necesitamos. La música es nuestro consuelo existencial: habla a favor y en contra de nosotros. Nos auxilia. Nos redime, pero también nos lacera. Proust, con esplendoroso tono, lo enseña cuando habla de la sonata de Vinteuil: el temps perdu también se recupera con la música.

La música nos transporta: permite una mismidad cercana a nosotros, pero lejana al resto. Escuchamos música y ya no estamos en el entorno; escuchamos música, y dejamos de ser el que éramos antes y somos un nuevo -siendo el mismo- mientras nos reconocemos o desconocemos sobre el sonido; escuchamos música y las imágenes suspenden el tiempo y establecen uno propio, y no le importa si es pasado, presente o futuro. El tiempo de la música es un misterio: las imágenes que brotan ¿cómo nacen? ¿Cuál yo las crea? ¿Bajo qué necesidad existencial surgen? ¿Cómo lidiar con la incerteza de su metafísica?

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He dicho que la música exige voluntad. Hay bandas que exigen sensibilidades, esto es, maneras de contemplar, oír, accionar, detenerse; o en suma: maneras de situarse ante el mundo. Para hacerse fiel a Interpol, la banda neoyorquina de alternativo, es preciso ser sombrío. No se puede prescindir, aunque se quiera, de melancolía, dolor y tristeza consumada. (Y por supuesto, de la convicción de un sonido de influencias que le huyen al sol y al ruido mediático).

El álbum que cumple veinte años de lanzamiento es el mejor ejemplo. Hoy circulan sencillos del nuevo trabajo, pero el más superlativo significado de Interpol es el del comienzo: Turn on the Bright Lights es un álbum perfectamente oscuro.

Acaso el himno que mejor opera en la obra sea Obstacle 1, porque las melodías y la letra proponen un estilo: la guitarra de ondulación exquisita de Kessler, la forma de cantar de Banks (cómo no encontrar los ecos de Curtis), el enigmático coro (“But she can red, she can red, she can red. Oh, she´s bad”), sumado a los acordes mohínos, el bajo lúgubre de Carlos Dengler, y los golpes de Fogarino, así lo hacen pensar.

Obstacle 1 es una canción insuperable, de época, generacional: está en los años que principian el milenio; es un despecho resignado y que sin embargo no acalla su pena. La promueve, la disfruta, le hace apología: “I said, she puts the weights into my little heart”. El vídeo musical contribuye en la acogida (en aquel entonces MTV era un canal que hacía digna la televisión): los cuatro integrantes -a diferencia de los jeanes rotos y las chaquetas tan usuales en la estética del rock- lucen corbata, pero sin descuidar su aspecto under. El post-punk renace y se renueva en ellos.

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La consigna de Cézanne, el impar pintor francés, era “ver el olor de las cosas”. El olor de las canciones de Interpol es de whisky y polvo blanco. De whiskys extraviados en vasos que se han llenado muchas veces, y narices ávidas de aviación. Del licor de la pena: el desamor que aniquila cualquier intento de sosiego y rectitud. PDA es otro canto a la derrota. De esa a la que solo le resta desear: “Sleep tonight, sleep tonight”. La composición ambigua es complementada con las guitarras del outro: no hay letra, pero los rasgueos -el movimiento de Kessler junto al bajo de Dengler- delatan que se trata de un fracaso. Una postrimería que solo es posible paliar con algo de lúgubre sonido.

Las guitarras de Interpol hablan: anticipan, ambientan, escenifican las atmósferas. La primera rola de Turn on the Bright Lights, Untitled, es de glacial elocuencia: es la introducción a un universo sonoro dirigido por un nostálgico frío. Los títulos de sus canciones siempre son sugestivas: o bien por el laconismo (“C’mere”), o bien por lo explícito (“Everything is Wrong”).

Pero el álbum también tiene texturas alegres. Momentos de excitación que enriquecen el estilo: Say Hello to the Angels es una joya que genera un raudal de sensaciones: la posibilidad del amor, lo cool de la seducción, la ambigüedad -otra vez- de la dedicación: “This is a concept/ This is a bracelet/ This isn’t no intervention”.

Desde luego, que el lector tendrá sus preferencias. Obstacle 2, Roland y Stella Was a Diver and She Was Always Down clasifican entre lo que podríamos denominar himnos de segundo orden, Interpol tiene tantas canciones de antología -pienso en Slow Hands, Narc, Rest My Chemistry, Pioneer to the Falls, My Desire, etc- que es difícil ponerse de acuerdo.

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Se quedan por fuera algunas piezas, pero esto no quiere decir que no sean significativas, es que quizá no es el momento para identificarse con ellas. La música, como la literatura, el cine y en general las artes, está atravesada por la circunstancia del espectador. Si hay algo que me parece interesante de escuchar álbumes es ese giro sonoro que adquiere una repitición ajena al primer encuentro. Así, hay canciones que en un principio no son de nuestro agrado, y luego las volvemos a escuchar y le encontramos simpatía, gestos distintos en su estética auditiva, y entonces no paramos de repetirlas. (Me pasó hace con “Bloom” de Beach House).

Creo que, al final, es digna de una canción de Interpol la forma en que me hice fan de la agrupación: una chica con la que viví, que podría ser la mismísima Stella, era fanática del rock y el punk. (Nadie como ella conoce la melodía de la depresión). Una noche, mientras ella hacía ejercicio en ese pequeño cuarto que habitamos, y yo trabajaba en alguno de mis borradores (pensando ingenuamente que la literatura era un estilo de vida (cuatro años después esos manuscritos siguen inéditos)), me pidió que cuando me preguntaran por su banda favorita no dudara en afirmar que era Interpol. Nuestra ruptura fue pronta, dramática y promotora de insidiosos silencios. No volvimos a hablar. La forma de acercarme a ella, de sentirla al lado mío, de escuchar e interpretar sus vacíos, fue haciéndome seguidor del grupo.

Tiempo después quien escribe esto -ebrio, golpeado y sin billetera- gritaría en las calles solitarias y húmedas que alguna vez compartimos:

“But it’s different now that I’m poor and aging I’ll never see this place again You go stabbing yourself in the neck”.

Por Jaír Villano

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