La semana pasada la Corte Suprema de Justicia emitió un fallo histórico a favor de 49 ciudadanos que solicitaban la protección de su derecho a la protesta pacífica, luego de haber sido víctimas de violencia policial. La Corte habla de una “intervención sistemática, violenta, arbitraria y desproporcionada de la fuerza pública en las manifestaciones y protestas” y ordena a entidades del Estado hacer los cambios necesarios para prevenir que la fuerza pública agreda violentamente a los manifestantes.
Aunque la Constitución de 1991 reconoce el derecho a la protesta social, que además es considerada como parte del derecho a la libertad de expresión por estándares internacionales, en Colombia, tras décadas de estigmatización y conflicto nos desacostumbramos a la protesta. Pero uno de los efectos más contundentes del Acuerdo de Paz es que la gente volvió a organizarse para protestar y salir a las calles. Esto nos ha llevado a una conversación que teníamos rezagada.
La protesta social es el derecho a exigir derechos, e históricamente muy pocos derechos se han adquirido sin protestar. Por supuesto que para el Gobierno es más cómodo que todo el mundo se quede calladito y alienado en sus casas, y al capitalismo le conviene que la gente siga trabajando como un relojito, pero la comodidad de los sistemas de poder jamás nos ha llevado a adquirir derechos. Es necesario y además deseable que la gente salga a protestar a las calles, y no solo de forma “amable”. Las protestas no se rigen por manuales de buenos modales porque su objetivo es precisamente lo contrario de lo que buscan esos manuales: incomodar.
Y mientras más indolente y fresco se quede el Gobierno, más duro habrá que gritar. Por eso, muchas veces, la ciudadanía se ve obligada a recurrir a lo que se llama “acción directa”: rayar, romper, quemar propiedad pública o privada, a manera de intervención simbólica. Quienes apoyamos la acción directa no apoyamos la protesta violenta. Y no, no son lo mismo. La Corte define protesta violenta como la que “aboga por el discurso y la apología al odio, a la hostilidad, que patrocina la propaganda a favor de la guerra, que propende por el odio nacional, racial, religioso, y por la discriminación, o que incite a la pornografía infantil, al delito o al genocidio”. Cualquier discurso que caiga dentro de estas categorías, incluso dicho suavecito y sin matar una mosca, es violencia e incita a la violencia, y es una vergüenza que muchas veces pase como discurso aceptable.
A muchas personas les parece que esto es “vandalismo” y que no es legítimo porque implica romper ciertas leyes hechas para cuidar la propiedad privada, las estatuas de piedra y los cajeros automáticos. La acción directa descoloca a esas personas que están cómodas frente a las opresiones, o que tienen tantos privilegios que pueden exigir sus derechos en una reunión privada y de tú a tú con alguien poderoso, diciendo “por favor”. Y ese es precisamente el objetivo. Desde la comodidad dirán que romper un vidrio es “violento”, y quizás lo es en una interpretación muy ligera e irrespetuosa de la palabra “violencia”, pero nunca será peor que golpear a una persona o matarla. La acción directa nos muestra siempre quiénes están más preocupados por las piedras que por las vidas humanas, y que no se nos olvide que en Colombia se está protestando por masacres y por personas asesinadas a manos de la fuerza pública.