Indignación e ideología

Nicolás Uribe Rueda
29 de diciembre de 2019 - 05:00 a. m.

No debemos ir demasiado lejos para encontrar razones de peso por las cuales uno podría declararse un indignado. Basta con salir a la esquina para molestarse con el estado de las vías, con los sistemas de transporte, con la pobreza de nuestros conciudadanos, con el desempleo y, en general, con la inequidad y la falta de oportunidades. Leer las noticias, oírlas en radio y verlas en televisión reafirman lo que es obvio: pululan las ineficiencias, los abusos, la corrupción y las injusticias de todos los pelambres.

A pesar de un par de décadas de avances sustanciales, en Colombia todavía carecemos de casi tanto como aquello que hemos construido, y tal vez por eso lo que nos falta sobresale con vulgar notoriedad. Nada de lo anterior es, sin embargo, una novedad. Cualquiera que viva mínimamente conectado con la realidad nacional sabe de sobra lo que sucede en el país en el que vive y es consciente de sus virtudes e infortunios. Por ello no es fácil comprender las razones por las cuales parece original y creativo ahora gritar desaforadamente, como si se tratara de un gran descubrimiento, la situación de inequidad en la que vive nuestra patria.

Y no se trata de minimizar o de ignorar lo que sucede. La indignación es y será fuente para la acción política. El malestar acumulado encuentra en buena hora y a su debido tiempo su válvula de escape. Así ha sucedido antes y así seguirá pasando.

Sin embargo, hay que poner cada cosa en su lugar. Y lo cierto es que para indignarse en nuestros días basta estar despierto y conectado a las benditas redes. Allí, en cuestión de milisegundos, cualquiera tiene acceso a toda clase de verdades y mentiras que, si quiere, lo pondrán a vomitar. Indignarse es ciertamente una expresión legítima de enfado vehemente frente a situaciones que rechazamos, pero en modo alguno representa una fuente de progreso. Entre otras cosas, porque en las actuales circunstancias la avalancha de información impide la detenida reflexión y somos incapaces de analizar y digerir los hechos y las noticias que a cada instante nos embisten. Así pues, por más iracundos que nos encontremos y por más aberrante que nos parezca nuestro entorno, no hay fast track al desarrollo, ni manera de sustituir una realidad por otra por el solo hecho de quererlo. También, de contera, deberíamos reconocer nuestros egoísmos y nuestras vanidades y admitir que solo un hechizo haría de nuestra sociedad y de nuestras instituciones algo radicalmente distinto a lo que somos.

Por todo lo anterior, y a pesar de la actual crisis de representación, es necesario enrutar la indignación por el cauce de la reflexión política y en el marco de la batalla de las ideas. La indignación per se no es una ideología, no contiene propuesta alguna ni señala ruta o puerto de destino. Las ideas, y su confrontación constante a través de la dialéctica política, son necesarias para la construcción de soluciones, para establecer las prioridades y para facilitar la pacífica institucionalización del descontento.

No me cabe duda de que la del indignado de oficio es también una tiranía. Y como toda tiranía, esta nunca presagia buenos resultados.

 

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