Cantar “Mambrú se fue a la guerra, qué dolor, qué dolor, qué pena” es de los primeros recuerdos que tengo de mi infancia en el colegio. La canción la entonábamos los niños de kínder camino hacia “La Virgen”. Era una pendiente llena de árboles y de maleza, empedrada, y a mitad de camino había un estanque en el que decían que, por las noches, salían espectros insepultos. El camino era oscuro y silvestre, y había un gran silencio, porque en esa época al otro lado de ese paraje misterioso se encontraba la desierta carrera quinta, a la altura de la calle 60, donde quedaba el desaparecido Liceo de la Salle.
Esa era la única referencia que teníamos algunos niños bogotanos de mediados de los años 60 de la palabra guerra. No era lo mismo para los menores de edad en zonas rurales del Tolima, el Viejo Caldas, el Valle del Cauca, Boyacá, Cundinamarca o Meta. En olas sucesivas de desplazamiento y colonización —que narró de manera magistral Alfredo Molano en su libro Siguiendo el corte—, los niños sufrieron los golpes cotidianos de la violencia, ya fuera por la pérdida de sus seres queridos o por la zozobra permanente de tener a la muerte respirándoles muy fuerte en la nuca.
La euforia de los operativos militares, de los planes para exterminar a los subversivos, de la guerra integral de Gaviria y de la Seguridad Democrática de Uribe olvidó o justificó el drama de los menores de edad con un fusil al hombro, vestidos de camuflaje, dispuestos a morir en combate, rehenes no sólo de los adultos que los reclutaron, sino de un país indolente, insensible, demasiado acostumbrado a la ignominia.
Pero en esa acumulación incesante de tragedias, en las que muchas veces los niños morían o, si lograban sobrevivir, quedaban marcados de por vida por ese sello de fuego de la violencia, hemos llegado a un punto en el que ya es claro que para el poder, para los amos de la estrategia de sangre y fuego, el objetivo es exterminar al enemigo, lo demás son arandelas, obstáculos, artículos de lujo para mostrar en mejores tiempos. La verdad: les importa un higo —para no utilizar una palabra más castiza— el derecho internacional humanitario, los derechos del niño, la Convención de Ginebra, la población civil.
Para las Fuerzas Armadas, su ministro y su jefe supremo, los menores de edad son combatientes, prematuros guerreros que con el paso de los años se convertirán en comandantes del mal. Así nos lo hizo saber, con todas sus letras, el ministro Molano, con esa infame declaración de que alguna vez Gentil Duarte, en armas desde los 17 años, y Gabino, guerrillero desde los 14, también fueron niños, pero se volvieron “máquinas de guerra”, “criminales, asesinos, secuestradores y extorsionistas”.
Una lógica similar a la de las dictaduras durante la guerra civil en El Salvador o Nicaragua. Había que aniquilar a los jóvenes, no dejar ninguno vivo, porque ellos eran la semilla de futuros sublevados que pondrían en entredicho al poder establecido. Por supuesto que estas disidencias que ahora ocupan las zonas dejadas por las extintas Farc son más bien escuadrones descompuestos de milicianos sin más norte que el plomo, en lucha a muerte por expandir o defender sus territorios, en una pelea de todos contra todos, y en el medio, como siempre, los más vulnerables.
Ese bombardeo en el Guaviare, haya dejado las victimas que haya dejado, un menor de edad muerto o 14, pone en evidencia que el Estado colombiano sigue su política de destrucción a cualquier precio. El Ejército casi siempre sabe, por las labores de inteligencia en el terreno, por los informantes, quiénes son sus objetivos militares. Tiene clara conciencia de que las bombas “inteligentes” matarán con seguridad a adolescentes, porque para nadie es un secreto el reclutamiento (forzado o voluntario) de menores por parte de grupos delincuenciales de todos los pelambres.
En su testimonio a El Tiempo, John Albert Montilla, padre de Danna Lizeth, una adolescente de 16 años que murió en el bombardeo en Calamar, Guaviare, el pasado 2 de marzo, dijo que los habitantes de varias veredas deben enfrentar una amenaza doble: la del reclutamiento forzoso por parte de las disidencias de las Farc y el señalamiento a los campesinos de la región de ser colaboradores de Gentil Duarte, cabecilla de esa banda sediciosa. “En realidad somos víctimas. Allá vivimos amenazados a toda hora, nos acusan de ser colaboradores de todo”.
Como siempre ha sido claro, se requiere enorme voluntad política para evitar que esta guerra reciclada de residuos de la guerrilla y de grupos delincuenciales del narcotráfico y paramilitares repita el viejo ciclo de quienes se desmovilizan y los que se quedan en el monte con la certeza de que se cumplirá su propia profecía: que estamos condenados a una confrontación perpetua.
Los disidentes o como se llamen imponen sus normas y alimentan sus filas con los más jóvenes. Igual hacen los otros ejércitos irregulares. El Estado, por su parte, profundiza la confrontación con sus acciones militares de rastrillo. No puede ser que una nueva camada se esté forjando bajo el signo de la sobrevivencia, sin más remedio que plegarse al grupo que manda en su territorio y ante el riesgo enorme de morir en un combate sin sentido.