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Ramiro, el gato negro que vive en esta casa, se despierta y me despierta muy temprano en la mañana. Procede a ubicarse en mi cuello, entre el mentón y el pecho. Comparte ese espacio con el Niqui, un perro de peluche que tengo desde los 0 años y con el que duermo todas las noches desde entonces.
Hasta hace poco (antes del cáncer) Niqui permanecía oculto, debajo de la almohada, como se espera de un peluche raído que hace muchos años no corresponde con la edad de su propietaria y del que, con toda razón, yo sentía vergüenza. Cuando lo vio por primera vez, Andrés Elías, que es psicólogo del desarrollo, dijo que era un clásico “objeto transicional”. Es decir, un objeto que los niños eligen desde muy pequeños para sentirse tranquilos cuando están lejos de sus padres. De ahí surgió el chiste (de mi autoría, aunque un poco cruel) de que yo conservo mi objeto transicional justo porque no transicioné nunca a la adultez. En la versión más benévola, simplemente me quedé siendo una consentida incorregible.
Hace poco, Mariana, mi prima con la que crecí y que, por lo tanto, está bastante familiarizada con el Niqui, se quedó a dormir en nuestra casa. Dormimos en la misma cama, como cuando éramos pequeñas. Mariana dijo reconocer el olor que, según ella, el Niqui conserva desde tiempos inmemoriales.
Bueno, pues el Niqui es un objeto de otra época que atesoro efectivamente porque me da paz, al punto que, en un comentario soez, como los que yo suelo hacer, le pregunté a Mariana “¿cómo hará la gente que no conserva su objeto transicional para hacer la transición a la muerte?”.
De hecho, desde muy pequeña, recuerdo decirle a mi madre que yo quería que me enterraran con mi Niqui. Ese pensamiento debió coincidir con la muerte de mi abuela Alicia, a quien enterramos con las estatuillas de sus santos favoritos, que eran José Gregorio Hernández y san Antonio de Padua (al que guardaba en el clóset de cabeza porque nunca perdió la esperanza de conseguir un “buen novio”). Las estatuillas seguramente le daban paz, o eso creyeron los hijos y nietos que la “organizaron” para la funeraria. (Les debía dar paz a ellos).
Esa primera imagen de alguien sin vida, en un cajón, me debió impactar al punto de sentir que era indispensable decidir con qué objeto quería compartir cajón cuando estuviera muerta.
Algo de eso debe presentir Ramiro, el gato, que no me deja ni a sol ni a sombra y que no le importa compartir puesto con el Niqui.
Andrés Elías dice que lo de Ramiro y mío fue amor a primera vista y que el gato “me levantó” (usando la expresión muy colombiana y muy ochentera para decir que me conquistó) desde el primer día que entré a su apartamento, donde Andrés Elías vivía solo con sus tres gatitos, que ahora son nuestros tres gatitos. Pero Ramiro es el más sociable de todos. Por eso yo le atribuí el apelativo de gato-perro. Pero ahora está más gato-perro que nunca; no me deja ni a sol ni a sombra, lo que no es difícil porque, como me gusta decir en chiste, mi movilidad está más reducida que la de Bogotá.
Entonces, no dejarme ni a sol ni a sombra, en realidad, significa estar encima mío, en la cama, todo el día e, incluso, obstaculizar el traslado a la silla de escritorio con rueditas, que Andrés Elías tuvo la brillante idea de adaptar en silla de ruedas o instrumento para facilitar mi traslado de un cuarto a otro.
Volviendo al objeto para compartir cajón y, para tranquilidad de los lectores, no pienso que Ramiro pueda sustituir al Niqui en ese trabajo.
Como es natural, mis preferencias con respecto al funeral y al cajón han cambiado. Si por mí fuera, quisiera que no hubiera cajón ni funeral. Pero entiendo que esa es una teoría tan utópica como la de mi madre cuando se imaginaba que sus cenizas debían lanzarse al mar o al viento.
Si algo entendí con la muerte de mi madre es que todo lo que queda, desde el rito hasta los restos, pertenece a los vivos y su objetivo es darles consuelo a ellos.
*Tatiana Andia es historiadora, economista y tiene un PhD en Sociología. Desde que fue diagnosticada con cáncer, ha escrito varios textos, como este, compartiendo sus reflexiones. Los otros que ha publicado pueden leerse en el portal Razón Pública.
Los anteriores publicados en El Espectador, son: Las líneas grises: lo que he aprendido de la última etapa del cáncer, Los hombres que me cuidan, Mi calendario, Observar y describir. El método y los metodólogos y Poesía matutina, escritura y la carrera contra el cáncer
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