Desde hace un tiempo, endocrinólogos, nutricionistas, científicos y cualquier persona que sigue de cerca o con preocupación el panorama de la obesidad, hablan cada vez más de los medicamentos GLP-1. Durante la última década, estos fármacos han transformado la conversación sobre cómo se trata la enfermedad. En el mundo cotidiano, lejos de laboratorios y consultorios, muchos los reconocen por el apodo que popularizaron las redes sociales: la famosa “droga de Hollywood”, un nombre nacido del asombro que causó ver a algunos famosos perder decenas de kilos en cuestión de semanas o pocos meses.
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En El Espectador ya hemos hablado de eso. Hace un par de años, explicábamos que el éxito de estos medicamentos se basa en aprovechar la propia biología del cuerpo para regular el peso. Son moléculas desarrolladas en laboratorio que imitan la acción del GLP-1, una hormona que interviene en el control del apetito y la saciedad. Al activar sus receptores, fármacos como la semaglutida (uno de los más famosos y usados) pueden disminuir la sensación de hambre, retrasar el vaciamiento gástrico y generar una mayor sensación de plenitud. “Es una sustancia pleiotrópica; es decir, actúa en muchos lugares a la vez”, explicaba Carlos Olimpo Mendivil Anaya, clínico, investigador y docente de la Universidad de los Andes, con énfasis en diabetes, dislipidemia, obesidad y síndrome metabólico.
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Entre los efectos más conocidos de la semaglutida está, por poner un par de ejemplos, su acción en el hipotálamo, la región del cerebro que regula el apetito y la saciedad. Además, retrasa el vaciamiento gástrico, lo que prolonga la sensación de plenitud, y mejora la respuesta del páncreas, favoreciendo una secreción de insulina más adecuada cuando aumentan los niveles de glucosa después de comer. La semaglutida no es la única. La dulaglutida y la liraglutida también forman parte de esta familia de agonistas (medicamentos que imitan la acción de una sustancia natural del cuerpo, en este caso, de la hormona GLP-1) y han demostrado efectos similares sobre el apetito, el control glucémico y la pérdida de peso. Cada una tiene sus particularidades, pero todas comparten el mismo principio: ayudan, con poderosos efectos, a regular la saciedad y el metabolismo.
Algunas cosas muy importantes han pasado en los últimos dos meses. En septiembre de 2025, el Comité de Expertos de la Organización Mundial de la Salud (OMS) revisó la evidencia científica de estos medicamentos y los incluyó en su Modelo de Medicamentos Esenciales. Esta lista, vigente desde 1977, tiene como propósito reunir los medicamentos que las autoridades sanitarias consideran prioritarios para garantizar la salud pública, y es usada por más de 150 países como guía para compras públicas, seguros de salud y sistemas de reembolso. Se trata de un “espaldarazo” técnico bastante importante: significa que la comunidad internacional reconoce el valor clínico de estos tratamientos.
Durante ese mismo mes, y en la misma línea, el gobierno de Donald Trump en Estados Unidos anunció un acuerdo con las farmacéuticas Eli Lilly and Company y Novo Nordisk para reducir de manera drástica el precio de dos de los medicamentos más buscados del momento: Ozempic y Wegovy, ambos basados en agonistas del GLP-1. Según el anuncio, sus costos mensuales, que rondaban los US $1.000 y US $1.350, respectivamente, pasarían a cerca de US $350 cuando se compren a través del nuevo programa federal.
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En países como Colombia, todo esto coincidió con la propuesta de actualización de la guía para el manejo de la diabetes presentada por la Sociedad Colombiana de Endocrinología, una respuesta —al menos en parte— a la revolución que han marcado estos medicamentos en el tratamiento de la enfermedad. Y cuando el panorama ya parecía suficientemente movido, llegó la “última cereza en el pastel”: la OMS publicó, en las últimas horas, una directriz mundial sobre el uso de los agonistas GLP-1 para tratar la obesidad. Pero detrás de esa recomendación, que a primera vista podría interpretarse como otro espaldarazo global a estos fármacos, hay una serie de condicionantes que matizan el entusiasmo.
Si, pero...
Que la obesidad y el sobrepeso son problemas que se nos salieron de la manos es una cosa que ya es reconocido por todos. La obesidad afecta a personas de todos los países y se asoció, según la OMS, con 3,7 millones de muertes en todo el mundo en 2024.
A comienzos de este año, The Lancet Diabetes & Endocrinology publicó un consenso internacional que replanteó los criterios para diagnosticar y tratar la obesidad. La nueva definición, sustentada en la evidencia disponible, distingue dos escenarios: la “obesidad clínica”, entendida como una enfermedad sistémica y crónica causada por un exceso de adiposidad que ya genera disfunción en el organismo; y la “obesidad preclínica”, un estado en el que hay acumulación excesiva de grasa, pero sin daño orgánico ni limitaciones en la vida diaria, aunque con un riesgo elevado de desarrollarlos en el futuro.
“Lo que planteamos es una definición que reconoce la transición entre salud y enfermedad”, explica a El Espectador Jesús Ricardo Luna Fuentes, cirujano, presidente de la Sociedad Mexicana de Obesidad y representante de su país ante la Federación Mundial de Obesidad (WOF), y quien participó en la elaboración del consenso internacional. Con esto, los científicos buscaban cerrar un debate histórico y que despierta muchas pasiones: ¿la obesidad es una enfermedad en sí misma, o solo es un factor que predispone a otras enfermedades? La solución fue reconocer que puede ser ambas cosas, dependiendo del grado de daño que cause en el organismo. Es decir, no toda persona con exceso de adiposidad está enferma, pero cuando ese exceso empieza a generar disfunción metabólica, inflamación crónica, alteraciones hormonales o limitaciones en la vida diaria, entonces sí se convierte en una enfermedad propiamente dicha.
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Si la obesidad puede considerarse una enfermedad en sí misma, entonces —y como ocurre con cualquier enfermedad— requiere opciones terapéuticas, incluidos los medicamentos.
Para ese momento, el consenso internacional ya reconocía que el tratamiento de la obesidad podía incluir fármacos y recomendaba priorizarlos según el perfil y las necesidades de cada paciente. La recién publicada directriz de la OMS va en la misma línea y determina que los famosos medicamentos de los que hablamos acá, pueden usarse como tratamiento a largo plazo para la obesidad. Pero con algunas observaciones, y entre ellas, una muy importante: “Actualmente se dispone de datos limitados para fundamentar la práctica en torno a las decisiones sobre la interrupción del tratamiento con agonistas del receptor GLP-1 y agonistas duales GIP/GLP-1, o sobre el impacto en la salud de dicho tratamiento”. Básicamente, los científicos todavía no saben qué ocurre realmente en el cuerpo cuando estos medicamentos se suspenden después de un uso prolongado.
No hay suficiente evidencia para establecer si es seguro suspender estos medicamentos, cuáles serían los efectos sobre el peso y el metabolismo tras dejar de usarlos, o si podrían aparecer consecuencias no deseadas a largo plazo. Esta incertidumbre es clave y ha generado preocupación entre especialistas como Ricardo Rosero, médico y endocrinólogo. Él advierte que, aunque la semaglutida actúa sobre mecanismos como la saciedad y el apetito, no interviene en muchas otras causas que explican esta condición, que la OMS describe como “un desequilibrio energético entre calorías consumidas y gastadas”. En otras palabras, el fármaco puede ayudar a controlar el hambre, pero no corrige por sí solo los factores biológicos, ambientales y conductuales que alimentan la obesidad.
Y la pregunta que se hacen los científicos, palabras más, palabras menos, es si estos tratamientos deberán acompañar a los pacientes de por vida. No porque estén ‘condenados’ a ello, sino porque, al tratarse la obesidad de una enfermedad crónica, aún no está claro si es posible suspenderlos sin que el organismo retorne a sus patrones metabólicos iniciales. La eventual necesidad de mantener el tratamiento de por vida no es un asunto menor. Aunque gobiernos como el de Estados Unidos han anunciado reducciones en los precios, estos medicamentos continúan siendo muy costosos en la mayoría de países, incluida Colombia. Si se sugiere que su uso debe ser crónico, el desafío económico para los sistemas de salud y para los pacientes sería casi inasumible.
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De hecho, una de las críticas a la noción de la obesidad como enfermedad es que abriría la puerta a medicalizar un problema, corriendo el riesgo de trasladar la respuesta casi exclusivamente al terreno farmacológico y dejando en un segundo plano intervenciones igual de importantes como la regulación de entornos alimentarios, la educación nutricional, la actividad física accesible o la reducción de desigualdades que condicionan la salud.
“El primer paso para buscar soluciones es reconocer que la obesidad es crónica, con recaídas y compleja. Tiene múltiples causas que hoy entendemos van mucho más allá de la voluntad del paciente. Hay factores genéticos, neurohormonales y ambientales en juego. Cuando esos factores se combinan con malos hábitos —alimentación inadecuada, sedentarismo, mala higiene del sueño— la persona gana peso. Y al ganar peso aumenta el riesgo de enfermedades crónicas no transmisibles como la diabetes tipo 2, la hipertensión arterial o el colesterol elevado", explica Milena Fériz Bonelo, médica internista, endocrinóloga y jefa del servicio Endocrinología de la Fundación Valle del Lili.
Por eso, y aunque la OMS los incluyó en su lista de medicamentos “esenciales”, recuerda que por sí solos no revertirán el problema de la obesidad. “La obesidad no es solo una preocupación individual, sino también un desafío social que requiere una acción multisectorial. Abordar la obesidad requiere una reorientación fundamental de los enfoques actuales hacia una estrategia integral basada en tres pilares: crear entornos más saludables mediante políticas sólidas a nivel de población para promover la salud y prevenir la obesidad; proteger a las personas con alto riesgo de desarrollar obesidad y comorbilidades relacionadas mediante pruebas de detección específicas e intervenciones tempranas estructuradas; y garantizar el acceso a una atención centrada en la persona y durante toda la vida”, señala el organismo rector de la salud global.
En Colombia, el Invima ha aprobado varios medicamentos basados en semaglutida, cada uno con indicaciones terapéuticas específicas. Ozempic está autorizado solo para el tratamiento de la diabetes tipo 2. Para esta misma enfermedad también está disponible Rybelsus, la versión oral de la molécula. En cambio, para el manejo de la obesidad, el Invima ha aprobado Wegovy, indicado para el control crónico del peso en adultos con obesidad (IMC ≥ 30 kg/m²) o con sobrepeso (IMC ≥ 27 kg/m²) acompañado de comorbilidades relacionadas con el peso. Todos estos productos solo pueden dispensarse con receta médica, pues requieren supervisión profesional debido a sus riesgos, efectos secundarios y a que están destinados únicamente a condiciones clínicas bien definidas.
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Más allá de eso, sin embargo, el Invima reconoce que “se tiene conocimiento de la promoción de su uso indiscriminado a través de redes sociales”. Todos los médicos y científicos coinciden en dos puntos. Estos medicamentos han demostrado ser herramientas poderosas y representan una revolución en el tratamiento de la obesidad. Pero no son una cura. Y ahí está su mayor inquietud: temen que la gente empiece a verlos como una solución definitiva, cuando en realidad se trata de terapias que deben usarse bajo control y junto a cambios que implican estilos de vida, de alimentación y actividad física. No son, insisten, una salida fácil para un problema que es profundamente complejo y multifactorial.
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