Cuando Fernando Martínez contestó su celular, escuchó una voz que no esperaba. Era la de un niño de 10 años que, al otro lado de la línea, pedía ayuda porque no sabía qué hacer: su mamá estaba sangrando mucho en pleno trabajo de parto. “El niño me contó que en la casa solo estaban él, su mamá y el partero que la acompañaba a parir. En medio de la emergencia, nos llamó. Después de decirle que respirara profundo para calmarse, le pregunté dónde estaban para conseguir ayuda médica”, recuerda Martínez. El niño respondió que se encontraban en el resguardo El Gran Sábalo, territorio ancestral del pueblo Awá, una vasta extensión de 56.750 hectáreas de selva húmeda tropical en Nariño, en el límite con Ecuador, a cuatro horas de Pasto y a dos de Tumaco, las ciudades más cercanas.
Esa línea telefónica de la que Martínez, médico egresado de la Universidad Cooperativa de Colombia, rara vez se separa, puede marcar la diferencia entre la vida y la muerte de las mujeres Awá. Sin embargo, es solo un eslabón de la red que Mensajeras de vida —proyecto que acompaña a las mujeres gestantes del resguardo indígena Awá— viene tejiendo en esta región desde 2010.
Martínez se vinculó en 2023, cuando buena parte del engranaje que sostiene este esfuerzo ya estaba en marcha. Usualmente, cuando recibe llamadas como aquella, se comunica con Carmen Quiñonez, salubrista y docente de la Universidad de Nariño, quien integra el proyecto desde sus inicios. “Así puedo monitorear el estado de la gestante”, explica ella. Pero, en sus palabras, el verdadero trabajo lo hacen los 19 integrantes Awá —15 mujeres y 4 hombres, formados en la tradición de la partería—. Cada uno acompaña a un grupo de familias de las 25 comunidades que conforman El Gran Sábalo; realizan controles prenatales y, llegado el momento, asisten la mayoría de los partos. En muchos de ellos, reciben a los recién nacidos sin ninguna complicación, en un sincretismo entre la medicina Awá y la occidental.
“El propósito del proyecto ha sido poner a dialogar la medicina occidental con la ancestral, la cual contempla a la cosmovisión indígena, con sus propias prácticas y creencias, para dar a luz. Ahí, la labor fundamental la tienen quienes conforman Mensajeras”, afirma Quiñonez.
Una vocación
Maruja Canticus tiene 34 años y vive en la comunidad de Peña Blanca, en El Gran Sábalo. Canticus es partera y, desde 2019, se unió a Mensajeras de vida. Aunque hace un par de años solo hablaba Awapit —la lengua oficial de los Awá–, desde que entró al proyecto empezó a aprender español junto a las nociones básicas de la medicina occidental para atender a una mujer a punto de dar a luz: cómo identificar signos de alarma, aplicar primeros auxilios en complicaciones, y brindar acompañamiento en partos de riesgo.
Canticus y Martínez explican que la medicina tradicional —la del pueblo Awá—, es un sistema de conocimientos adquiridos a través de la experiencia, transmitidos de generación en generación. “El saber no proviene de las aulas”, detalla Canticus, “sino de la transmisión oral y la práctica. Se requiere madurez espiritual y un profundo respeto por la vida”. La partera, entonces, no acelera los procesos. En su lugar, interviene solo cuando aparecen señales de alarma, como un sangrado excesivo, un parto prolongado o antes de los 9 meses.
La formación de profesionales como Quiñonez ha hecho que las 19 mensajeras estén más preparadas. Canticus, por ejemplo, ha traído al mundo a 7 bebés. “Ya tengo muchos más conocimientos para acompañar estos procesos, ya uno lo hace con más confianza y seguridad”, cuenta. Sin embargo, aunque ella y las mensajeras han aprendido muchos elementos de la medicina occidental, consideran que han hecho un sincretismo con sus tradiciones. No han dejado de aplicar masajes o administrar brebajes para disminuir el dolor. Siempre respetan la falda tradicional que usan las mujeres Awá al parir para cuidar y respetar sus genitales, e, incluso, cuando el bebé nace, entierran la placenta bajo la casa o la atan a un árbol fuerte para simbolizar arraigo, protección y vínculo con los ancestros.
Ese diálogo entre la medicina tradicional y la occidental se ha fortalecido, explica Quiñonez, desde que Mensajeras de vida estableció una alianza con la Fundación Valle del Lili, una de las entidades privadas sin ánimo de lucro más reconocidas del país por su atención en salud de alta complejidad en Cali, capital del Valle del Cauca. Desde 2024, la fundación ha capacitado a las mensajeras en el manejo de emergencias obstétricas, control del parto y parto humanizado. Con el tiempo, también extendió esa formación a la Organización Unidad Indígena del Pueblo Awá (UNIPA) —que representa a varios resguardos Awá y gestiona el Sistema Indígena de Salud Propio Intercultural (SISPI)—, brindándoles herramientas clínicas para identificar con mayor facilidad los riesgos y condiciones de las pacientes.
La doctora Maria Fernanda Escobar, ginecóloga de esa institución que ha acompañado el proceso de Mensajeras de vida, dice que, en un principio, se evidenció que las zonas rurales de Nariño tenían poco acceso y contacto con la medicina occidental. “Se tenían muy malas condiciones y los habitantes tenían que hacer un gran esfuerzo para sacar vivas a las gestantes. Incluso, muchas de ellas quedaban en discapacidad”, recuerda. Las emergencias obstétricas son una de las principales causas de mortalidad materna y requieren una atención inmediata. En un hospital, una hemorragia posparto, por ejemplo, puede resolverse en cuestión de minutos con medicamentos, transfusiones o una cirugía.
Ante cualquier señal de peligro que no puedan controlar, las mensajeras se comunican con Martínez; él, a su vez, contacta al centro de salud más cercano —la E.S.E. Divino Niño, en Tumaco— para solicitar una ambulancia que traslade a la paciente al hospital. Quiñonez también sigue de cerca cada caso, “pero el verdadero reto está en lograr que las gestantes salgan de sus comunidades”, explica. La ambulancia se desplaza hasta la vía Pasto–Tumaco y espera en puntos de referencia previamente establecidos, donde las mensajeras guían el encuentro una vez han logrado sacar a la mujer del resguardo.
Para las comunidades más cercanas, el trayecto hasta la carretera puede tomar entre una y dos horas; para las más apartadas, supera las ocho y obliga a desplazarse a pie, en moto o en lancha. El recorrido atraviesa la selva húmeda tropical, bajo temperaturas que fácilmente rebasan los 30 grados y una humedad sofocante. En temporada de lluvias, esos caminos se convierten en lodazales, donde cada metro recorrido exige un esfuerzo aún mayor.
“Las condiciones de transporte de El Gran Sábalo son muy malas”, describe el médico. “En la mayoría de los casos no hay caminos, solo trochas, y en cada recorrido es necesario atravesar varios arroyos”. Aun así, todas las rutas tienen un punto en común: tarde o temprano, las mensajeras y las gestantes deben cruzar el río Guiza, una de las principales cuencas hídricas del departamento. Ese cruce no siempre es sencillo. El puente colgante que lo atraviesa en uno de los puntos y que es la única conexión de cuatro comunidades del resguardo —El Verde, Guiza Sábalo, Cuchilla y Albi— está hecho con guayas de acero y mallas oxidadas. Su piso es inestable y las barandas laterales, construidas con alambre, muestran huecos y fracturas que hacen de su paso por él un acto de equilibrio.
“Imagine lo que significa eso para una mujer embarazada en riesgo de vida”, advierte Martínez. “Y no es lo único: varias mensajeras nos han informado que se encuentran con minas antipersonales cuando intentan sacar a una gestante de su comunidad, o deben dar largas vueltas para evitar los sitios rojos marcados por actores armados”. En esos casos, la comunidad Awá acude a una alternativa propia: casas de parto de paso, levantadas con guadua y cubiertas de nylon, dispersas en distintos sectores. “Son un esfuerzo enorme de la comunidad”, reconoce el médico. “Pero no cumplen con las condiciones para un parto seguro; faltan muchos elementos” como insumos, equipos y medidas básicas de atención.
La llamada del niño de 10 años que recibió Martínez terminó bien. “Aunque la paciente llegó al centro de salud en código rojo, alcanzó a recibir atención. Si no hubiéramos conseguido transporte a tiempo, se habrían perdido dos vidas: la de la madre y la de su bebé por nacer”, relata. El trabajo de las parteras Awá y el diálogo entre su medicina ancestral y la occidental están haciendo posible lo que, de otro modo, sería muy difícil: salvar las vidas.
La recompensa
No es sencillo seguirle la pista a las cifras de mortalidad materna e infantil en los pueblos indígenas. En comunidades como las del pueblo Awá, muchos nacimientos y fallecimientos ocurren lejos de hospitales y centros de salud, atendidos por parteras o familiares, lo que deja esos casos por fuera de los registros oficiales. Las estadísticas, cuando existen, suelen ser fragmentadas e incompletas. Sin embargo, la doctora Escobar, de la Fundación Valle del Lili, lleva la cuenta: “Hace diez años se presentaban alrededor de 16 muertes maternas anuales en el resguardo. Hoy, esa cifra se ha reducido a entre uno y dos casos”.
Otra oportunidad para visibilizar el panorama surge cuando las mujeres logran salir de sus territorios. Como las cabeceras municipales más cercanas a El Gran Sábalo son Tumaco y Barbacoas, las gestantes acompañadas por las Mensajeras de vida son remitidas a los centros de salud de estas ciudades. Allí, sus partos y complicaciones quedan registrados en el sistema oficial. En lo que va de año, no se ha reportado ninguna muerte materna.
Sin embargo, los datos también revelan los enormes retos. Según cifras del Instituto de Salud Departamental de Nariño, en 2021, más de la mitad de las gestantes en Barbacoas (56 %) alcanzaron al menos cuatro controles prenatales, mientras que en Tumaco la proporción fue del 81 %. Pero esa cobertura no se sostuvo: en 2022, Barbacoas cayó al 25 % y Tumaco descendió al 59 %. La Organización Mundial de la Salud recomienda un mínimo de ocho controles prenatales para las gestantes, distribuidos a lo largo del embarazo, para reducir los riesgos de mortalidad materna y neonatal. Estas variaciones en Barbacoas y Tumaco, explica Quiñonez, son el fiel reflejo de un patrón recurrente: el que los controles se logren en ciertos años, pero que su continuidad se vea limitada por los desplazamientos de varias horas y las difíciles rutas de acceso a los hospitales.
Pero justamente la sostenibilidad en el tiempo de proyectos como el de Mensajeras de vida no es fácil. Quiñonez dice que se ha dificultado aún más después de los cortes de cooperación internacional que ocurrieron a principios de este año. “Ahora, lo que se decidió fue involucrar al Instituto Departamental de Salud de Nariño para que contraten la iniciativa directamente con la Organización Unidad Indígena del Pueblo Awá, para que así se reconozca monetariamente la labor de las mensajeras”, explica. Su esperanza es que este respaldo garantice la continuidad del programa y que las mensajeras puedan seguir acompañando a las mujeres de sus comunidades sin la incertidumbre de los recursos.
Parir en el desierto: la labor silenciosa de las parteras Wayuu en La Guajira
En el otro extremo del país, a más de 1.500 kilómetros de distancia, Simona* vivió su primer parto guiada por su abuela, una matrona wayúu. “Me dijo paso a paso lo que iba a pasar, lo que iba a sentir. Mi abuela era partera y, después de dar a luz, yo también quise ser como ella”. Desde entonces, ha acompañado a 20 mujeres a traer vida: algunas en el municipio de Uribia, en La Guajira, y a otras desierto adentro, en rancherías wayúu a las que solo se llega por caminos que únicamente los locales saben recorrer.
Simona tiene más de 70 años y once hijos. Vive en Flor del Campo, un asentamiento en la periferia de Uribia, hacia el sur, que creció con la llegada de migrantes wayúu y no indígenas procedentes de Venezuela. Las familias levantaron sus ranchos con lo que encontraron: plásticos, láminas de zinc, retazos de tela y madera extraída de cactus. Estas estructuras improvisadas apenas resisten el calor sofocante de La Guajira y, cada vez más, se desploman ante los aguaceros que golpean la región. En medio de esa precariedad, Simona se ha convertido en el primer refugio de muchas mujeres embarazadas del asentamiento. “No tengo un consultorio, pero las atiendo en mi casa, les sobo la barriga, les doy el brebaje tradicional para el dolor, y, si se presenta alguna complicación, las mando al hospital”, explica.
Cuando una complicación se escapa de sus manos, Simona sabe a quién acudir: llama primero a Adriana Iguarán, enfermera del Hospital Outtajiapuule, una Institución Prestadora de Servicios Indígena (IPSI) en Uribia. Fue en 2022 cuando ambas se conocieron, durante un proceso de formación en el que participaron 33 parteras del municipio. “Fue en medio de un convenio que el hospital firmó con el Fondo de Población de las Naciones Unidas (UNFPA) para atender a población migrante y retornada de Venezuela que no estaba asegurada. En ese marco, vimos la necesidad de identificar y caracterizar a las parteras de Uribia, tanto de las comunidades rurales como del casco urbano”, recuerda Iguarán.
El propósito de esos encuentros iba más allá de la capacitación técnica: buscaban tender un puente entre la medicina occidental y la sabiduría ancestral wayuu. Para ello organizaron lo que en esa cultura se llama Atuncahuá, que significa “dormir”, aunque en realidad nadie duerme. “De noche pedimos permiso a nuestros ancestros mediante una armonización, ya sea con un toque musical o un baile, e iniciamos el círculo de la palabra: un diálogo entre parteras y médicos occidentales, como ginecólogos y pediatras”, detalla Iguarán. Desde entonces, y aunque el convenio con UNFPA concluyó en 2024, el hospital sigue realizando estos encuentros mensuales, sumando cada vez a más parteras, entre ellas Simona. “Se ha logrado que las 33 parteras impacten de manera positiva a 600 mujeres de Uribia”, complementa Iguarán.
La comunicación entre parteras y personal de salud es vital en territorios tan dispersos como La Guajira, donde llegar a un centro médico puede tomar horas o incluso días. “Por ejemplo, desde el corregimiento Nazareth, que es el inicio de la Guajira, hasta Uribia, el traslado suele ser entre 6 y 7 horas en verano. La cosa cambia cuando hay lluvia, porque nos terminamos echando hasta 3 o 4 días, dependiendo de cómo encuentren las vías. Imagínese ahora cómo sería ese trayecto, en pleno aguacero, y con una materna en una urgencia obstétrica o un niño en estado de desnutrición”, explica Iguarán.
En ese contexto, las parteras se vuelven indispensables: son la primera mano tendida, como lo es Simona. “Además, tenemos un grupo de WhatsApp donde están algunas parteras que cuentan con equipos móviles. Por ese medio, notifican casos de gestantes en riesgo. Si nosotros no tenemos la capacidad para atenderlas, se notifica a otras instituciones correspondientes para el debido proceso”, explica Iguarán.
“Es vital que ellas puedan atender casos y prevenir una muerte”, enfatiza Martha Lucía Rubio, salubrista y Representante Adjunta Encargada de UNFPA Colombia.
Aunque las cifras de mortalidad materna en La Guajira siguen siendo altas comparadas con el promedio nacional (con una tasa de 43,3 muertes por 100.000 nacidos vivos hasta la semana epidemiológica 32 de 2025), se puede ver una ligera tendencia hacia la baja: la cifra histórica de muertes maternas hasta la misma semana era 14, pero en 2024 bajaron a 12 y en 2025 a 10. También, la razón de mortalidad materna (RMM) pasó de 121,8 muertes por 100.000 nacidos vivos en 2024, a 104,0 en 2025.
Más de la mitad de las mujeres (55,5 %) vivían en áreas rurales dispersas, lo que evidencia las dificultades de acceso a los servicios de salud, mientras que el 44,4 % residía en cabeceras municipales. Todas estaban afiliadas al régimen subsidiado, y casi nueve de cada diez eran indígenas (88,8 %), una muestra clara de cómo la mortalidad materna golpea con más fuerza a las comunidades étnicas. Las edades de las mujeres variaban entre los 18 y los 42 años, pero el grupo más afectado fueron las adolescentes y jóvenes: tres de los casos se presentaron en gestantes de 15 a 19 años.
Iguarán dice que todavía hay barreras muy claras para mujeres wayuu que acuden por sí mismas a centros de salud que no cuentan con un enfoque étnico: el primer obstáculo es cultural y lingüístico, ya que muchos profesionales no hablan Wayuunaiki —lengua oficial de ese pueblo indígena—, lo que genera desconfianza en las gestantes y dificulta la comunicación. “También es bastante general que en el sistema de salud convencional se desconozcan los saberes ancestrales y la medicina tradicional, lo que limita la integración de las parteras en el proceso de parto”, continúa Iguarán. La representante Rubio coincide y dice que, por esa razón, es clave que los sistemas de salud sepan cuántas parteras hay en cada territorio donde operan, una tarea pendiente que aún no se ha cumplido.
*Este artículo se hizo durante una beca de Family Planning News Network (FPNN) y Johns Hopkins Bloomberg School of Public Health para viajar a 7 territorios de Colombia en búsqueda de historias de salud sexual y reproductiva.