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Un viaje al corazón del Nevado de Santa Isabel

Así puede despedirse de este gigante de hielo. Guía de viaje.

David Martínez*

24 de septiembre de 2025 - 03:37 p. m.
Un sueño cumplido: subir al Nevado de Santa Isabel.
Foto: Cortesía David Martínez
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Al Santa Isabel le quedan entre uno y dos años de existencia. Ha sido un referente común para culturas ancestrales como los Quimbayas y los Nasa, dos pueblos que compartieron territorios y reconocieron a esta montaña de la misma manera: la diosa Poleka Kasue, encargada de dar vida y regular los ciclos del agua, del clima y de la fertilidad en la región.

La primera vez que escuché sobre estas montañas, tenía cuatro años. Fue en un viaje por carretera, cuando en el horizonte apareció el imponente Nevado del Ruiz. No entendía qué veían mis ojos, ya que el concepto de nieve estaba ligado a las películas de Hollywood y a un calendario dividido por estaciones que poco o nada se asemejan al trópico colombiano.

Términos como “nieve perpetua” son totalmente ajenos a nuestro entendimiento sobre la geografía nacional. Después de todo, se trata de un milagro vivo en el círculo ecuatorial. Es una realidad que su desaparición, relacionada a procesos naturales como el retroceso glaciar en zonas tropicales de alta montaña, se ha visto acelerada por los efectos del calentamiento global.

Según el IDEAM, en su Informe del estado de los glaciares colombianos publicado en 2023, el Nevado Santa Isabel pasó de tener una superficie helada de 27,8 km² en la segunda mitad del siglo XIX a solo 0,29 km² en 2023. La masa de hielo perdida en ese periodo sería suficiente para llenar unas 653 veces el Estadio “El Campín” de Bogotá.

Viajar al corazón de un nevado se convirtió en más que un viaje. Fue un sueño de descubrimiento para conectar con nuestras raíces, recorrer caminos ancestrales y llenar nuestros pulmones del oxígeno que nos brinda el páramo.

Si usted, al igual que yo, sueña con llevar sus ojos, pies y corazón a los rincones menos explorados de Colombia, espero que esta crónica de viaje sea ese impulso para comenzar a entrenar, investigar sobre nuestros parques, leer reseñas, y sobre todo, empacar su maleta hacia el que podría ser el mejor viaje de su vida.

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La condición física previa puede influir de manera determinante.
Foto: Cortesía David Martínez

La llegada al Parque Nacional de los Nevados

Todo comienza en Manizales, a 2.150 metros sobre el nivel del mar (msnm). Siendo las 5:30 a. m., nos trasladamos en vehículos 4x4 hacia el Parque Nacional Natural Los Nevados, recorriendo tramos de la Ruta del Cóndor, un corredor ecoturístico que atraviesa los paisajes andinos de la Cordillera Central.

Hicimos una parada para desayunar en el restaurante Donde Nancho, donde servían comida con sabor a montaña: huevos con papa, arroz, chorizo de cerdo, chocolate con panela y arepa. Tras esta pausa, continuamos la ruta, recorriendo las faldas del Eje Cafetero. Luego de un rápido ascenso de unas tres o cuatro horas, llegamos a la cabaña de control de Potosí, a más de 3.900 metros de altitud, un punto clave para la validación de documentos y el control de la capacidad de carga del parque, que está limitada a 25 personas incluyendo los guías.

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En el primer día de viaje, tras un largo camino y registro ante Parques Nacionales, hicimos una caminata opcional hacia Laguna Verde, ubicada a 4.500 msnm. Los guías advierten sobre realizarla, pues el ascenso rápido en la montaña, sumado al esfuerzo físico, puede provocar síntomas del mal de altura: Un trastorno causado por la falta de oxígeno en altitudes elevadas, generando mareo, náuseas, dolor de cabeza, fatiga o dificultad para dormir.

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La condición física previa puede influir de manera determinante. Prepararse para un intento de cumbre exige varios meses de entrenamiento, en los que es clave prepararse físicamente con actividades cardiovasculares y fortalecimiento muscular. Las caminatas por montañas cercanas a las ciudades son esenciales porque nos ayudan a conocer nuestro cuerpo y límites.

El hospedaje y la preparación

Tras la caminata de aclimatación, descansamos en El Cisne, un refugio de alta montaña, donde compartimos el almuerzo con otros viajeros. Los tiempos son muy justos: después de una hora de descanso, participamos en una charla de inducción sobre el uso de equipo técnico.

El Cisne.
Foto: Cortesía David Martínez

Nos explicaron cómo utilizar los crampones —dispositivos metálicos que se ajustan a las botas para caminar sobre el hielo—, el arnés —esencial para ir asegurados al guía durante el ascenso—, el casco y el piolet —una especie de pico que brinda equilibrio y apoyo en superficies heladas—.

Al finalizar la charla, nos preparamos para la cena. Ya eran las 6:30 p. m. y aunque algunas personas consideran que es muy temprano para comer, en la montaña acostarse pronto es casi una obligación.

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La alarma sonó a la 1:00 a. m. a esa hora, movimos nuestras maletas, ya preparadas para el intento de cumbre, junto al resto del equipaje a los vehículos; por cuestiones logísticas, nadie regresó al hotel. Las 4x4 se adentraron cinco kilómetros en la montaña, hasta el punto donde comienza el sendero hacia el Nevado Santa Isabel.

Caminar bajo las estrellas

La caminata comenzó alrededor de las 2:00 a. m., bajo un cielo cubierto de estrellas, con el sonido del viento embistiendo contra la vegetación y tres capas de ropa protegiendo el calor corporal. Éramos doce personas en total: nueve montañistas y tres guías locales.

Al inicio del sendero, la altura es de 4.000 msnm, y durante el primer kilómetro la inclinación es moderada. El ritmo de los guías es pausado, acompañado de breves descansos en las pendientes más pronunciadas. En ciertos tramos es posible encontrarse con pequeños arroyos y plantas cubiertas por una delgada capa de hielo.

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La caminata transcurre por dos horas en la oscuridad, con vientos que desafían al equilibrio y siluetas de la montaña que se dejan ver por el cielo, recordándonos cada paso faltante.

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Los primeros rayos de luz aparecen a las 5:30 a. m. lo que, en principio, esperábamos que fuera una cumbre despejada, cambió rápidamente. El amanecer estuvo marcado por neblina y vientos que rondaban los 50 km/h.

Luego de alcanzar los 4.500 metros, llegamos a un punto clave: “La Rompecorazones”, un ascenso de aproximadamente 200 metros, con una inclinación que honra su nombre. Este punto es un filtro para muchos montañistas, que deben usar al máximo sus piernas y brazos para ascender.

Superada esta subida, el paisaje cambia drásticamente. Son pocas plantas las que sobreviven a esta altura, y las que lo hacen se entrelazan con las rocas que alguna vez estuvieron cubiertas por el glaciar. El frío es tan intenso que apenas conservan un tinte verdoso, oculto bajo las capas de hielo que las cubren casi de forma permanente.

Todo el terreno de “La Rompecorazones” fue, alguna vez, parte del glaciar que ha retrocedido de manera alarmante. Según expertos, estamos ante una oportunidad única: Presenciar un ecosistema que desaparece rápidamente. Se estima que el Nevado Santa Isabel pierde un 17 % de su superficie glaciar cada año, lo que lo convierte en el de mayor retroceso en Colombia, seguido por la Sierra Nevada de Santa Marta con un 4,8 por ciento.

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Para Jorge Luis Ceballos, glaciólogo del IDEAM, con quien conversé antes de la travesía, visitar estos ecosistemas es un derecho y una responsabilidad de todo colombiano: “El glaciar no es de Parques, del Gobierno o de las comunidades indígenas. Es de todos los colombianos. Espero que, en algunos años, no haya una repartición de culpas, sino un registro, historias, y reportajes que hablen del glaciar. Es como tener un amigo en condiciones terminales: debemos reír con él, tomarnos fotos, visitarlo y abrazarlo mientras se mantenga en vida, aceptando su final como una parte natural del todo”.

Su visión invita no solo a contemplar el glaciar, sino también a entender lo que representa antes de que desaparezca por completo.

Desde allí, la caminata hasta el borde del glaciar es de unos diez minutos. Al llegar, es necesario comer algo, recargar energías y prepararse con el equipo de ascenso; el mismo que habíamos aprendido a usar unas horas antes. El arnés es indispensable para la cordada, una técnica en la que varios montañistas se conectan a una misma cuerda, guiados por el líder del grupo. Tras seis horas de recorrido, comenzamos a subir el glaciar.

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Borde del glaciar.
Foto: Cortesía David Martínez

El corazón de un glaciar

Durante la segunda mitad del siglo XX, Colombia vivió una extinción poco documentada: La desaparición de ocho glaciares. Galeras, Puracé, Sotará, Chiles, Cumbal, Pan de Azúcar, el Cisne y el Nevado del Quindío; hoy, solo sobreviven seis nevados. Los que se derritieron, dieron paso a formaciones conocidas como paramillos, ecosistemas de alta montaña que, transformados por el cambio climático.

Esta no fue la caminata más instagrameable del Santa Isabel, y esto, podría ser un problema para muchos, para mí fue lo más encantador del viaje. Subir una montaña agonizante, en medio de una tormenta y temperaturas bajo cero, es igual a conocer el gran poder que aún conserva.

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A pesar de que los expertos estiman que al glaciar le quedan uno o dos años y que hoy es solo una fracción de lo que recuerdan los abuelos, la caminata sobre el hielo que ha sobrevivido por tanto tiempo, fue compleja. La inclinación variaba entre los 30 y 35 grados y, en algunos tramos, nuestras piernas se hundían en el hielo blando, recordándonos lo frágil que se ha vuelto el manto helado.

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Tras quince minutos de caminata, con el viento congelando partes del rostro y la ropa, llegamos a la cumbre del Santa Isabel, a 4.960 msnm. La vista fue impresionante, no por ofrecer la icónica panorámica del parque, sino por todo el esfuerzo en superar las adversidades climáticas que nos entregó este gigante de hielo.

Nevado de Santa Isabel.
Foto: Cortesía David Martínez

Pudimos estar pocos minutos en la cima. El clima, en palabras de los guías, era comparable al de la cumbre del Aconcagua —la montaña más alta de América, con una altura de 6.920 msnm, ubicada en Argentina—, algo que rara vez ocurre en el Santa Isabel.

Tras esos momentos sobre el nevado, iniciamos el descenso con la misma técnica de cordada, hasta el borde del glaciar. Allí, Germán “Mancho” Jiménez, guía certificado de alta montaña para Volcano Adventures, reflexionó sobre el rápido deshielo que ha afectado no solo al Santa Isabel, sino a todos los nevados de Colombia: “Hace tres años la caminata sobre el glaciar duraba una hora. Hoy en día, tiene una duración de 15 minutos, a lo mucho. Se ha reducido y debemos ser precavidos con lo que puede haber bajo el hielo”.

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El descenso tomó cerca de tres horas. Aunque era la misma ruta, la luz del día transformó el camino y el paisaje.

Conocer nuestros páramos es una experiencia que todo colombiano debería vivir al menos una vez en la vida y llevar por siempre en el corazón. Recorrer los caminos ancestrales de comunidades como los Quimbaya o los Nasa es un lujo. La montaña siempre estará ahí; es su corazón helado el que debemos visitar ahora que tenemos la posibilidad de ser de las últimas generaciones que contemplen el milagro de los glaciares ecuatoriales.

*Comunicador social y cronista gráfico.

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Por David Martínez*

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