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Cómo una humilde mala hierba se convirtió en una superestrella de la biología

Arabidopsis thaliana nunca fue una candidata probable para ser el centro de atención. Pero hace 25 años, la diminuta planta lanzó al mundo botánico a la era molecular.

Rachel Ehrenberg / Knowable en Español

26 de noviembre de 2025 - 12:20 p. m.
La imagen ganadora con la planta Arabidopsis thaliana. Se observan los tubos polínicos que crecen a través del pistilo. / Jan Martinek (República Checa).
Foto: Jan Martinek
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En noviembre de 1956, tras semanas de protestas y reivindicaciones de elecciones libres en Hungría, los tanques soviéticos entraron en Budapest para aplastar el levantamiento. Más de cien mil personas huyeron del país en busca de asilo. Entre ellas se encontraba un joven genetista llamado George Rédei, que se dirigió a la frontera austriaca con un pequeño frasco de semillas en su bolsillo.

Las semillas pertenecían a una hierba delgada de la familia de la mostaza llamada Arabidopsis thaliana. Hoy en día, esa hierba es considerada una superestrella botánica. Arabidopsis ha sido objeto de unos 100.000 artículos de investigación. Sus semillas han volado alrededor de la Luna; es la planta preferida para los experimentos en la Estación Espacial Internacional. Y cuando la comunidad científica decidió qué planta debía ser la primera en tener su genoma secuenciado, Arabidopsis resultó ganadora. Este año se cumple el 25.º aniversario de cuando el mundo pudo ver por primera vez ese genoma, lo que lanzó a la tan estudiada planta hacia una fama y un valor científico aún mayores.

Al partir de su tierra natal, Rédei nunca podría haber previsto todas las formas en que Arabidopsis revolucionaría la comprensión de la biología vegetal, desde la raíz hasta el brote. Los descubrimientos realizados en esta pequeña mala hierba sentaron las bases para mejorar los cultivos y la seguridad alimentaria, gestionar los ecosistemas y mitigar el cambio climático. La planta incluso proporcionó información sobre la evolución animal y la salud humana. El genoma de Arabidopsis sigue siendo la primera referencia para los investigadores que estudian los enigmas genéticos y de desarrollo de otras plantas.

Pero la fama de la planta no fue algo que se diera por sentado. Arabidopsis tardó años en demostrar su valía frente a cultivos lucrativos como el maíz. Al principio, la financiación era incierta. Fueron Rédei y luego una pequeña pero ambiciosa comunidad de jóvenes científicos quienes emprendieron la campaña de Arabidopsis y llevaron a la pequeña planta al centro de atención. El mundo de la biología vegetal —y toda la ciencia— no ha vuelto a ser el mismo desde entonces.

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Los secretos de las plantas y más

Tras huir de Hungría como refugiado, Rédei llegó finalmente a la Universidad de Missouri en Columbia en 1957. En la facultad, plantó las semillas de Arabidopsis que había traído consigo al otro lado del océano. Conocía el trabajo del botánico alemán Friedrich Laibach, quien se había dado cuenta de que esta mala hierba podía ser una poderosa herramienta de investigación biológica, un organismo modelo similar a la mosca de la fruta Drosophila melanogaster. Rédei se convenció del potencial de la planta; esperaba que pudiera ayudar a revelar los secretos genéticos de todas las plantas y quizás de otros seres vivos.

Su trabajo escapaba la línea tradicional. En aquella época, la mayor parte de la investigación sobre plantas se centraba en los cultivos agrícolas o las plantas decorativas —es decir, plantas con un valor económico evidente—. Los científicos solían estudiar sus especies favoritas para responder a preguntas específicas: para averiguar algo sobre la maduración de los tomates, se hacían experimentos con tomates; para comprender el tiempo de floración del algodón, se recurría al algodón.

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Los científicos ya habían hecho algunos descubrimientos profundos —con amplias implicaciones— mediante el estudio de las plantas. El famoso trabajo de Gregor Mendel sobre arvejas de jardín a mediados del siglo XIX le llevó a descubrir los principios básicos de la herencia de los rasgos (aunque las implicaciones de sus experimentos no se apreciaron hasta principios del siglo XX).

El maíz también fue uno de los primeros modelos utilizados para investigar la genética. En un ejemplo fascinante de los años cuarenta, la genetista Barbara McClintock estaba investigando plantas de maíz mutantes con granos de colores extraños. Finalmente, demostró que estas anomalías solían producirse cuando se eliminaban o rompían fragmentos de cromosomas, y que en ocasiones incluso se transfería material genético de un cromosoma a otro. El descubrimiento de estos “genes saltarines” —que más tarde se encontraron en todo tipo de especies, incluida la humana— le valió, décadas más tarde, el Premio Nobel en 1983.

Los organismos mutantes, como las plantas de maíz de McClintock, fueron una herramienta crucial en los primeros años de la investigación genética. Para identificar cómo un gen concreto afectaba a un organismo, normalmente había que observar qué le ocurría a este cuando el gen no funcionaba. Se empezaba buscando versiones mutantes del organismo (por ejemplo, una mosca de la fruta con ojos blancos en lugar de rojos) o se creaban mutantes —en el caso de las plantas, esto significaba bombardear las semillas con rayos X o productos químicos—. Cuando se cultivaban esas semillas, una entre miles de plantas jóvenes podía resultar extraña. Tal vez no podía inclinar su tallo hacia la luz, o sus hojas carecían de pigmento verde.

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A continuación, se trabajaba hacia atrás a partir del mutante para tratar de averiguar qué gen o genes se habían alterado. Pero eso no era nada fácil. A menudo se necesitaban generaciones de cruces genéticos y años de cuidadosos experimentos para identificar el gen concreto implicado, por no hablar de comprender qué hacía ese gen.

Y realizar esas investigaciones en una planta como el maíz suponía retos adicionales. Se necesitaban acres de campos, maquinaria agrícola y mucha paciencia. En los experimentos de cultivo diseñados para descubrir los efectos de un gen, o cómo cambia un rasgo a lo largo de las generaciones, había que esperar una temporada de cultivo de varios meses para que las semillas maduraran. Luego había que esperar hasta la primavera siguiente para plantar esas semillas. Después había que esperar a que esas plantas produjeran su propia descendencia. Los invernaderos y los colegas que vivían en lugares más cálidos con temporadas de cultivo más largas podían ayudar, pero el plazo siempre era largo.

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Rédei pensó que la Arabidopsis podría sortear esos problemas, además de otros retos. Laibach, en Alemania, ya había detallado muchas de las cualidades que hacían que la planta fuera tan susceptible de ser objeto de estudios genéticos: su pequeño tamaño (se podían cultivar miles en una habitación pequeña); su corto tiempo de generación (seis semanas); sus prolíficas semillas (más de 10.000 por planta). Las observaciones de Laibach con un microscopio también habían revelado que la Arabidopsis solo tiene cinco pares de cromosomas, mientras que el maíz tiene 10 pares y el trigo 21. Eso facilitaría mucho la localización de un gen concreto en un punto determinado del cromosoma.

En Misuri, Rédei continuó investigando la pequeña mostaza, realizando experimentos con plantas de Arabidopsis cultivadas a partir de semillas que había obtenido de Laibach antes de abandonar Hungría. Una pequeña comunidad de investigadores, principalmente en Europa, también trabajaba con esta planta, pero había poco interés fuera de ese ámbito; de hecho, tras financiar inicialmente la investigación de Rédei, la Fundación Nacional para la Ciencia de EE.UU. retiró su apoyo en 1969. Su razonamiento era que una planta —y mucho menos una mala hierba— nunca generaría conocimientos útiles.

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Una planta prometedora para la era molecular

Aun así, Rédei siguió adelante y, en 1975, en el Annual Review of Genetics, defendió los méritos de la planta ante la comunidad científica en general.

Poco después, Chris Somerville, recién doctorado en genética de E. coli, y su esposa, la fitopatóloga Shauna Somerville, leyeron el artículo de Rédei y decidieron que Arabidopsis era el organismo adecuado para introducir la ciencia vegetal en la era molecular moderna. Los científicos que trabajaban con la bacteria E. coli habían desarrollado recientemente métodos para cortar cadenas de ADN y volver a fusionarlas; en 1978, los investigadores que utilizaban esas técnicas habían modificado genéticamente la bacteria para producir insulina humana. Científicos como los Somerville —muchos de los cuales habían comenzado sus carreras estudiando otros organismos modelo tradicionales, como la levadura, las bacterias y las moscas de la fruta— comenzaron a considerar Arabidopsis como una herramienta prometedora para investigar los misterios de la vida a nivel molecular.

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“Era muy atractivo para las personas que trabajaban en otros sistemas y tenían un espíritu pionero para probar algo nuevo”, afirma el biólogo Elliot Meyerowitz, de Caltech. Meyerowitz acababa de terminar un doctorado centrado en la genética del desarrollo de la Drosophila y también había leído el artículo de revisión de Rédei. Cuando creó su propio laboratorio en Caltech, su principal objetivo era el desarrollo y la genética de la Drosophila, pero muy pronto también comenzó a investigar la Arabidopsis.

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En los Países Bajos, el científico botánico Maarten Koornneef trabajaba en un mapa genético de Arabidopsis —una guía de la ubicación de los distintos genes de la planta en sus cromosomas— utilizando datos obtenidos en parte del trabajo de Rédei y de las propias investigaciones de Koornneef sobre todo tipo de plantas mutantes. Estos mapas podían ayudar a los científicos a encontrar un gen concreto —por ejemplo, uno que provocara una floración temprana, semillas más grandes o resistencia a un hongo—, clonar ese gen y luego buscarlo en otras plantas.

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Mientras tanto, en la Universidad de Illinois, los Somerville investigaban cómo las plantas regulan su uso del dióxido de carbono con mutantes de Arabidopsis que no podían crecer en aire normal, pero sí en aire enriquecido con dióxido de carbono. Esta investigación sentó las bases para encontrar formas de hacer más eficiente la fotosíntesis en diversos cultivos y dio lugar a algunos artículos de gran repercusión que atrajeron la atención de más científicos hacia esta planta. Cuando el dúo se trasladó al laboratorio de investigación vegetal del Departamento de Energía de la Universidad Estatal de Míchigan en 1982, comenzaron varios otros proyectos con Arabidopsis —y atrajeron a nuevos adeptos—.

Entre ellos se encontraba Mark Estelle, que acababa de terminar un doctorado centrado en Drosophila. Al principio, Estelle se dedicó a la avena, una planta importante, pero con un genoma grande y complejo. “Eso no duró mucho, porque es un sistema genético ridículo”, afirma. Sin embargo, un organismo modelo permitiría realizar sofisticados experimentos genéticos que luego podrían aplicarse a plantas de importancia económica. Estelle se pasó a la Arabidopsis y comenzó a investigar las auxinas, una clase de potentes hormonas que coordinan el crecimiento y el desarrollo de las plantas.

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“Podíamos examinar mil plantas en cada placa de Petri en busca de mutantes”, afirma Estelle, que sigue utilizando esta pequeña planta para investigar las auxinas en la Universidad de California en San Diego. “Eso es muy potente”.

El laboratorio de Meyerowitz hizo entonces un descubrimiento fascinante. Los experimentos dirigidos por Leslie Leutwiler, una investigadora postdoctoral de su laboratorio, descubrieron que el genoma de Arabidopsis era bastante pequeño. Sus estimaciones sugerían que tenía solo 70.000 pares de kilobases (kbp) de ADN —en contraste con las estimaciones de 1,8 millones de kbp para la soya y la impresionante cifra de 5,9 millones de kbp para el trigo—. Además, esos cinco pares de cromosomas de Arabidopsis no tenían grandes cantidades de secuencias de ADN duplicadas una y otra vez, como ocurría en algunas plantas. Esto hacía mucho más factible técnicamente la búsqueda de genes en un pajar de ADN, como señalaron Meyerowitz y su estudiante de posgrado Robert Pruitt en la revista Science en 1985.

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Y los resultados siguieron llegando. En 1986, la genetista molecular vegetal Caren Chang, entonces estudiante de posgrado en el laboratorio de Meyerowitz, clonó y secuenció por primera vez un gen de Arabidopsis; este gen contenía instrucciones para producir una enzima que ayuda a las células vegetales a sobrevivir cuando se ven privadas de oxígeno —por ejemplo, durante las inundaciones—. “Entonces se sabía muy poco”, dice Chang, que ahora trabaja en la Universidad de Maryland, sobre aquellos días de juventud. “Era una gran frontera por explorar”.

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Ese mismo año, se añadió otra característica beneficiosa de Arabidopsis a la lista: la planta podía absorber fácil y eficientemente genes extraños con la ayuda de una bacteria portadora de ADN, un proceso conocido como transformación genética. Los científicos llevaban desde finales de los años setenta compitiendo por insertar nuevos genes en las plantas. Fue un equipo de investigadores de Monsanto el que reunió todas las piezas en Arabidopsis, demostrando en un artículo de Science de 1986 que habían introducido un gen de resistencia a los antibióticos en la planta.

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Las cosas estaban llegando a un punto crítico. A pesar de las críticas iniciales —muchos científicos agrícolas del Departamento de Agricultura de los Estados Unidos consideraban a Arabidopsis una molesta advenediza y se rumoreaba que se referían a ella como “la palabra que empieza por A”—, la comunidad científica en general sabía que se necesitaba una planta modelo para que el campo avanzara.

“Una de las razones por las que necesitábamos un modelo, por las que todos los campos necesitan un modelo, es porque el desarrollo de nuevas técnicas, especialmente las técnicas de biología molecular, es complejo. Es caro y lleva mucho tiempo”, afirma el biólogo molecular Marc Somssich, que ahora trabaja en la empresa de semillas KWS Saat en Alemania, y que no participó en aquellos primeros días, pero los narró en un artículo de 2019. “Así que, en lugar de desarrollar nuevas técnicas para mil plantas diferentes, desarrollamos estas técnicas para una sola”. Una planta modelo significaría técnicas estandarizadas, protocolos de laboratorio compartidos, conferencias centradas en los organismos —y todo el mundo se beneficiaría de una mayor acumulación de conocimientos—.

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Se barajaron el tomate y la petunia, pero Arabidopsis se impuso. Los descubrimientos realizados con la pequeña mostaza aparecían continuamente en publicaciones científicas de gran prestigio. Una masa crítica de científicos, entre los que se encontraban pesos pesados como James Watson, codescubridor de la estructura del ADN, y el genetista de levaduras Gerald Fink, se sumaron a la causa de Arabidopsis.

En la Fundación Nacional para la Ciencia (NSF), los nuevos dirigentes, entre ellos la bióloga vegetal Mary Clutter, comprendieron el valor de llevar a la comunidad botánica a la era moderna. En 1990, la NSF desarrolló una estrategia internacional coordinada de objetivos de investigación sobre Arabidopsis. Esto incluía un ambicioso plan para secuenciar todas las letras de ADN de su genoma.

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“Piensa en Arabidopsis como el Hyundai de las plantas”, dijo Fink a Mosaic, la revista insignia de la NSF, en 1991. “Si el Hyundai representa el ‘carro’ en su forma más fundamental, Arabidopsis es la esencia, la versión simplificada, de [una] planta con flores. Lo que aprendamos de ella será sin duda aplicable a cualquier planta de importancia agrícola. Nos proporcionará una cantidad considerable de información sobre cómo están estructuradas todas las plantas verdes y, en última instancia, quizás, cómo se pueden modificar sus genomas para mejorar la productividad”.

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En diciembre de 2000, la Iniciativa del Genoma de Arabidopsis, en la que participaron científicos de todo el mundo, publicó la secuencia del genoma de Arabidopsis en Nature. El genoma proporcionó un borrador de libro de recetas para la vida vegetal. Reveló unos 25.000 genes (un recuento posterior más preciso situó el número de genes en más de 27.000), aproximadamente el 30 % de los cuales tenían funciones completamente desconocidas. Proporcionó material para innumerables hipótesis y experimentos que estaban por venir.

Un florecimiento de descubrimientos

Es imposible hacer justicia a los descubrimientos realizados en la planta desde entonces —ni a las contribuciones que cada miembro de la dedicada comunidad de investigación de Arabidopsis ha hecho a la ciencia—.

Desde Charles Darwin, por ejemplo, los científicos habían estado investigando cómo las plantas detectan la luz azul, que las impulsa a inclinarse hacia el sol. En los años ochenta, investigadores criaron plantas mutantes de Arabidopsis que no respondían normalmente a la señal de luz azul. La identificación del gen defectuoso en las plantas pronto reveló el primer detector de luz azul, llamado criptocromo.

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Los criptocromos y otros sensores de luz resultan ser fundamentales para que las plantas integren una señal externa —la luz— con los relojes moleculares internos que regulan el crecimiento y el desarrollo, el tiempo de germinación, el tiempo de floración y mucho más. Desde entonces, se han encontrado criptocromos en todo el árbol de la vida: en moscas de la fruta, algas, hongos y ratones; también son clave en las personas. Los criptocromos detectan la luz que establece los ritmos circadianos del cuerpo —los ritmos desequilibrados pueden contribuir a enfermedades como el cáncer, las cardiopatías y la depresión—.

Arabidopsis también ayudó a los investigadores que estudiaban cómo las flores y los frutos desarrollan sus formas y tamaños particulares. Entre los mutantes catalogados en los primeros tiempos se encontraban plantas que tenían un órgano sustituido por otro — por ejemplo, tenían pétalos donde deberían crecer los estambres—. Las versiones animales de estos mutantes se habían investigado en moscas (eran pequeños monstruos con, por ejemplo, una pata creciendo donde debería crecer una antena) y la investigación con Arabidopsis reveló la versión floral de esos genes del plan corporal. Este trabajo sigue ayudando a los científicos a investigar la asombrosa diversidad de formas florales, incluyendo los abundantes pétalos de las rosas “dobles” y la ausencia de sépalos en los tulipanes.

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Los trabajos relacionados con las moléculas que intervienen en el control del tamaño de los frutos podrían conducir algún día a la obtención de frutos más grandes, como los kiwis y los pepinos. Estos genes reguladores también están arrojando luz sobre cómo han cambiado a lo largo de los siglos las plantas que comemos hoy en día: en 2015, por ejemplo, científicos descubrieron que una mutación natural en uno de estos genes dio lugar a los frutos gigantes y gruesos conocidos como tomates beefsteak.

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Arabidopsis también ha arrojado luz sobre cómo las plantas hacen frente al estrés de su entorno. En Arabidopsis se descubrió una vía de señalización bioquímica clave en las plantas, que posteriormente se identificó en cultivos como el arroz y el tomate. Se trataba de la respuesta a una sobrecarga de sal, que dificulta la absorción de agua por las raíces y obstaculiza el crecimiento.

La forma en que las plantas responden a otros enemigos —bacterias que se cuelan a través de los poros o las heridas de las plantas, insectos que perforan las hojas, hongos que se deslizan entre las células vegetales— también fue objeto de estudio en Arabidopsis, y algunos de los descubrimientos tuvieron repercusiones mucho más allá del mundo vegetal. A diferencia de los mamíferos, las plantas no tienen células inmunitarias itinerantes que vigilen los patógenos (y mantengan un registro de los encuentros anteriores). En cambio, cada célula vegetal debe confiar en su robusta pared celular, su propio mecanismo de detección y las señales enviadas a toda la planta desde el lugar de la infección o el ataque.

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En 1994 y 1995, científicos informaron del descubrimiento de genes que codifican una clase de proteínas vegetales llamadas receptores NB-LRR, que son fundamentales para el sistema inmunitario de las plantas. Tras la secuenciación del genoma de Arabidopsis, se aceleraron las investigaciones sobre estos genes —de los que Arabidopsis tiene casi 150—. Se ha descubierto que las versiones de los receptores NB-LRR desempeñan un papel en la respuesta inflamatoria de los mamíferos, incluidos los seres humanos. Las variaciones en algunos de los genes NB-LRR se han relacionado con la enfermedad de Crohn.

A pesar de que los animales y las plantas tomaron caminos evolutivos separados hace unos 1.600 millones de años, muchos genes humanos que se sabe que desempeñan un papel en las enfermedades tienen versiones relacionadas en Arabidopsis. Eso incluye alrededor del 70 % de los genes humanos implicados en el cáncer, una cifra superior a la de la levadura o la Drosophila. Los genes implicados en trastornos neurológicos, como el alzhéimer y el párkinson, también tienen versiones en Arabidopsis.

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La planta también sentó las bases de muchas técnicas biotecnológicas que se utilizan hoy en día en los laboratorios. Los métodos desarrollados para investigar la actividad génica en las células de Arabidopsis, por ejemplo, se adoptaron para su uso en el pez cebra, la Drosophila e incluso en estudios del nervio óptico en ranas. Los criptocromos de Arabidopsis se aprovechan para estudios de células de mamíferos que emplean optogenética, un método que permite a los científicos investigar y controlar los nervios y otras células mediante pulsos de luz.

La lista es interminable, y siguen apareciendo nuevos descubrimientos sobre la planta. Pero, ¿mantendrá su estatus como modelo preeminente del mundo vegetal? Sí y no. Por un lado, las técnicas de biología molecular se han vuelto más rápidas y baratas: mientras que la secuenciación del genoma de Arabidopsis llevó una década y costó casi 75 millones de dólares, hoy en día se puede secuenciar un genoma en un día por unos 600 dólares. Esto hace que sea mucho más fácil investigar cualquier planta.

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Aun así, es poco probable que una sola planta ocupe el lugar de Arabidopsis. No se puede subestimar la comunidad que ha crecido en torno a esta pequeña hierba, con su compromiso de compartir recursos, datos y protocolos de laboratorio, y que sigue siendo muy fuerte, afirma la bióloga molecular Anna Stepanova, de la Universidad Estatal de Carolina del Norte, que forma parte de la junta directiva del Comité Directivo Multinacional de Arabidopsis. “Soy muy optimista en cuanto a que Arabidopsis seguirá siendo relevante durante cientos de años”.

Si bien el entusiasmo por Arabidopsis no ha cambiado, el mundo de la ciencia sí lo ha hecho, un cambio que la mostaza ayudó a fomentar. Los científicos ya no trabajan en disciplinas discretas y a menudo aisladas, centrándose en la fisiología, la bioquímica, la morfología o la genética, como lo hacían cuando Rédei estaba en auge. La revolución molecular lo cambió todo, conectando estas disciplinas y fusionando la genética con la fisiología, el desarrollo, la patología y mucho más. Esta integración ya se estaba produciendo entre los investigadores que estudiaban otros modelos como la E. coli y la levadura. Arabidopsis lo llevó al mundo vegetal.

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Muchas de “las preguntas clásicas que habían planteado los botánicos anteriores encuentran respuesta a nivel molecular y mecánico gracias a la investigación sobre Arabidopsis”, afirma Meyerowitz. “Y esa investigación ha dado lugar a muchas preguntas nuevas que quizá nadie se había planteado antes”.

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Todavía hay muchas preguntas de este tipo, afirma Chris Somerville. Y la mala hierba sigue teniendo un papel importante en responderlas.

“Es un lugar maravilloso para que la gente aprenda sobre el proceso básico”, dice. “Así que primero vas a Arabidopsis y dices: bueno, ¿cómo hace Arabidopsis este aspecto de la biología? Y luego puedes trasladarlo a otras plantas, las otras plantas que nos interesan”.

Artículo traducido por Debbie Ponchner.

*Este artículo fue publicado originalmente en Knowable en Español

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Por Rachel Ehrenberg / Knowable en Español

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