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El pasado 7 de diciembre, poco antes de la tradición de prendida de velitas, en el atrio de la iglesia Lourdes una larga fila de niños del sector recibían una bolsita con productos de la empresa PepsiCo: papas fritas, gaseosa, boliqueso y alguna otra golosina. Casualmente, reconocí a un vecino quien parado junto a una camioneta con el logotipo de papas Margarita era el que coordinaba las donaciones, lo saludé y le dije bromeando que su empresa acabó con la merienda decembrina de natilla, buñuelo y masato, entonces se explayó en su perorata de mercado tecnicista: “que para la empresa la época de vacaciones es buena, pero no es el pico más alto de sus ventas, que las donaciones son para posicionar la marca, ya que en la temporada escolar están los clientes que nos interesan”.
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Ciertamente las industrias de empresas de alimentos empaquetados apuntan sus ventas a la población infantil, prioritariamente a los escolares. La amplia oferta de comestibles anodinos: frituras, galletería, repostería de migas, croquetas condimentadas más variedad de confites, orientan su mercadeo hacia la niñez, aprovechando que por tradición en la cultura occidental las galguerías son inherentes a la alimentación infantil como una suerte de lúdica para inculcarles el placer de comer. Así en los parques, en las ferias, donde quiera que concurran niños y, por supuesto, en los entornos escolares, prestos han estado los vendedores de paletas, de algodón de azúcar, de raspao, de melcochas, de gelatinas de pata, de bolis, de conservas, de cocadas y un largo etcétera de golosinas hoy en día reemplazadas casi todas por los productos empaquetados y /o envasados de las grandes industrias de comestibles, las que además se han apropiado de productos de la tradición culinaria popular, es decir, de expresiones del patrimonio cultural y los patentan como propios de sus marcas, por ejemplo los bolis costeños ya son los Bon ice, la gelatina de pata ya son masmelos, las galletas Wafer son la versión light de las obleas.
Así mismo industrializaron las cocadas, los cortados de leche, las cucas entre otras muchas fórmulas de la dulcería artesanal. Vale decir que esto ocurre en todo el mundo, y ha gozado de la aceptación masiva y oficial, porque ante las veedurías de salud pública, las industrias “garantizan condiciones de higiene”.
El asunto empieza a alarmar por allá en el siglo pasado cuando se comprueba que ácidos y azúcares de muchos dulces industriales ocasionan caries y deterioros graves en la dentadura, después se han venido descubriendo afectaciones en otros planos de la salud por culpa de los preservantes, tipos de grasas y colorantes usados en refrescos, bebidas y comestibles empaquetados, ya sea porque son abono de parásitos, porque propician y/o agravan la diabetes, o por las múltiples afectaciones que generan en el sistema digestivo, sobre todo de la niñez.
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No obstante, las empresas de comestibles publicitan sus productos con las imágenes de campeones del deporte insinuando que sus productos son nutritivos, y a decir verdad, se las ingenian para cumplir con la ley presentando en la tabla de contenidos impresa un listado de cualidades: que contienen tal y cual vitamina, tal sustancia proteica cuando son lácteos, o con base en algún derivado cárnico como las gomitas y las gelatinas.
Total, es que entre el cúmulo de alimentos chatarra muchos se han metido en la canasta familiar como indispensables, por ejemplo las hojuelas de maíz Kellogg’s se posicionaron en el desayuno de la clase media como un alimento de primer orden. Lo más inquietante es que ya suplen la lonchera de los escolares y son principales en la merienda de los recreos en los centros educativos.
A finales del 2024 vi en redes la campaña “NO COMAMOS MÁS MENTIRAS” que adelantaron El Boletín del consumidor con su personaje Tal Cual y la fundación PARPAZ para exigirle al Ministerio de salud y al Senado de la República que se regule la presencia de comida chatarra en los entornos escolares y se sancione la publicidad engañosa con la que se posicionan tales productos.
Importante y valiente campaña, aunque en realidad es la presencia en las familias de una buena cultura nutricional impartida desde las EPS (porque el sistema educativo ya está infectado) lo que podría menguar el hábito compulsivo de ingerir galguerías industriales.
No es nuevo este debate y a la larga siempre han salido airosos los fabricantes y vendedores de comida chatarra, lo que demuestra que tienen cómo comprar decisiones del congreso y gran poder en el mercado.
Insisto: la solución es que desde los abuelos y con énfasis en los matrimonios jóvenes se valore la comida tradicional, las coladas de plátano, las avenas, las tortas de espinacas, las arepas y demás productos de la tradición original con la que nos nutrieron nuestros ancestros. Que con buen tino de abuela vuelvan estos verdaderos alimentos a las loncheras de las presentes generaciones, al menos como complemento verdaderamente nutricional, al lado de los imperantes empaquetados.
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