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Esta semana el Congreso terminó su período legislativo con varias noticias: casi que en tiempo récord logró aprobar y conciliar la reforma laboral -ya a un paso se volverse ley- y le dijo no otra vez a la consulta popular propuesta por el presidente Gustavo Petro. El país, qué duda cabe, está abocado en ese pulso político entre el poder Ejecutivo y el Congreso.
Y la agenda no parece que cambiará. La propuesta del mandatario de agregar una papeleta en las próximas elecciones para convocar a una Asamblea Nacional Constituyente seguirá copando los titulares. Por eso, entre tantos focos abiertos, la paz -o al menos la paz total por la que apuesta el presidente Gustavo Petro-, otra vez fue un tema postergado.
Las pruebas son varias: esta semana por tercera vez se aplazó en la Cámara de Representantes el debate de control político que desde hace meses quieren hacerle los congresistas a la paz total. La razón, de nuevo, fue la incapacidad médica del consejero comisionado para la Paz, Otty Patiño, quien fue operado hace unas semanas.
Patiño dejó sin respuesta los cuestionamientos acumulados de congresistas -que siguen pidiendo su renuncia-, comunidades y organizaciones sociales sobre los vacíos operativos, la falta de avances sostenibles y los obstáculos que atraviesan los diferentes procesos de diálogo.
Su ausencia a todos los niveles se convirtió, casi sin quererlo, en un símbolo incómodo del momento actual de la paz total, una estrategia que nació con ambición, pero que hoy enfrenta su momento más crítico con una ejecución fragmentada, una arquitectura jurídica débil y una creciente desconfianza en los territorios.
Tras tres años de implementación el balance que entrega el informe “La paz, ¿cómo vamos? Radiografía de los procesos de diálogo de paz en Colombia entre 2022 y 2025”, hecho por la Fundación Paz y Reconciliación y Vivamos Humanos, muestra un panorama en el que los avances han sido marginales y los desafíos territoriales más complejos de lo que la narrativa oficial ha reconocido.
Lo más difícil por ahora es la persistencia y, en algunas regiones, agudización del conflicto. De acuerdo con el informe, entre 2023 y 2025, la violencia en Colombia adoptó nuevas formas, más sutiles, sistemáticas y difíciles de rastrear. A pesar de los múltiples ceses al fuego pactados con distintos grupos armados, el país experimentó un incremento sostenido en los eventos violentos, pasando de 552 en los primeros cinco meses de 2024 a 603 en el mismo período de 2025, lo que representa un aumento del 9 %.
Lejos de ser hechos aislados, estos episodios dibujan un patrón de conflictividad territorial que sigue reproduciendo repertorios de guerra. Para no ir más lejos, esta semana un paro armado ordenado por la disidencia de “Mordisco”, en la guerra que ahora libra con “Calarcá Córdoba”, mando de otra disidencia, dejó a 30.000 personas confinadas, el transporte bloqueado y tensión generalizada en los cascos urbanos y zonas rurales.
Se registraron modalidades como el desplazamiento silencioso, vigilancia a la población mediante drones, minado de viviendas, creación forzada de “guardias campesinas” e imposición de peajes y comités de vías por parte de grupos armados.
“Dentro de los reportes de afectaciones a liderazgos sociales y defensores de DD. HH. se identificó la reconfiguración de algunos hechos violentos, como la creación de organizaciones sociales por parte de los grupos armados que han generado cooptación de los procesos sociales y comunitarios, amenazas en contra de las organizaciones de base y con trabajo en derechos humanos y liderazgos ambientales, generando vetos para la participación en los procesos de diálogos y el trabajo territorial”, dice el documento.
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¿Y las negociaciones de paz?
De los nueve procesos de diálogo o conversación activos con distintos grupos armados —desde guerrillas hasta estructuras criminales urbanas, se prevé que hay 13 actores armados que hacen presencia a nivel territorial y nacional— solo uno tiene una evaluación positiva en el informe de Pares y Vivamos Humanos, mientras que la mayoría están en situación crítica.
Según el informe, la “estrella”, por ahora, se la lleva el diálogo sociojurídico que se adelanta con las bandas del Valle de Aburrá -cuyo proceso de paz tiene su centro de operación en Medellín-. Justamente este sábado terminó en esa región el plan piloto de no extorsión que se inició a finales del año pasado en barrios del Valle de Aburrá, Itagüí y Bello.
Desde allí, el presidente Gustavo Petro lanzó el sábado en su plazoletazo desde La Alpujarra, la ambiciosa propuesta de convertir el actual piloto de diálogo con las bandas criminales del Valle de Aburrá en un acuerdo de paz definitivo y verificable, que ponga fin a la extorsión, el reclutamiento y el sometimiento de jóvenes en los barrios populares de la ciudad.
Además, le pidió a la Fiscalía que visitará la cárcel de Itagüí para ofrecer beneficios jurídicos. El Jefe de Estado dijo que el objetivo sería buscar posibilidades de beneficio jurídicos a cambio de la “dejación completa y definitiva de las armas”.
Parte del “éxito” moderado de ese diálogo de paz es una de las razones de lo que se vio el sábado en Medellín.
Con una calificación de 4,1 (según los indicadores del informe, la evaluación va de 1 a 5), el proceso con bandas como Los Pachelly, La Oficina, los Triana, el Mesa, entre otros, han mostrado avances significativos en la reducción de violencia y cumplimiento de compromisos. Entre ellos el plan de no extorsión, el compromiso contra la explotación sexual infantil y el acuerdo de no agresión que ha reducido las disputas entre organizaciones. Sobre este último punto, varios expertos y autoridades han dicho que no se debe solo a ese diálogo.
Sin embargo, también enfrenta desafíos: la necesidad de blindar jurídicamente los compromisos y de evitar que nuevas dinámicas criminales reemplacen lo desactivado.
Sobre el plan de no extorsión, la senadora Isabel Zuleta, coordinadora del Gobierno en ese espacio de diálogo admitió el sábado en entrevista con Colombia+20 desde Medellín, que la iniciativa enfrente algunos problemas de ejecución.
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Pero el proceso con las bandas de Medellín es la excepción. Según la medición del informe, seis procesos están en rojo, indicando retrocesos, suspensiones y afectaciones directas a la población civil, y dos procesos más están en pausa.
El informe incluye, por ejemplo, el diálogo con el Ejército de Liberación Nacional (ELN) -al que le da una calificación de 3,2-, suspendido luego de seis ciclos y la firma de 28 acuerdos. A pesar de que el proceso consolidó elementos relevantes, como el Comité Nacional de Participación y un cese al fuego bilateral de un año, el incumplimiento de medidas humanitarias, las retenciones, los ataques a civiles y una baja calificación en protección de la población terminaron por afectar su continuidad.
El ELN tuvo indicadores positivos en la voluntad del Estado y en definición de acuerdos, pero las fallas en el cumplimiento y en la reducción efectiva de la violencia pesaron más. El grupo, con fuerte presencia en Arauca, Chocó y Catatumbo, sigue operando con autonomía regional, lo que dificulta que lo pactado en la mesa se traduzca en hechos en terreno.
Un poco más alentador, aunque con serias advertencias, es el caso de Comuneros del Sur, el frente que se separó del ELN que opera principalmente en Nariño. Este grupo obtuvo una calificación de 3,5, gracias a su cumplimiento parcial del cese al fuego, una disposición activa al diálogo y avances concretos en la puesta en marcha de acuerdos.
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No obstante, el informe advierte que la presencia institucional en el territorio es débil, que las comunidades siguen expuestas a otras estructuras armadas y que la fragilidad del Estado limita la posibilidad de traducir lo pactado en transformaciones reales. Los riesgos de reversión persisten si no se fortalece la interlocución local y las garantías de seguridad.
Uno de los procesos más complejos es el que se sostiene con el Estado Mayor de Bloques y Frentes (EMBF), estructura que agrupa a una facción disidente de las antiguas FARC, comandada por “Calarcá Córdoba”. Con presencia en zonas como Guaviare, Caquetá y Meta, esta organización ha firmado acuerdos sobre transformaciones territoriales, protección ambiental y zonas de ubicación temporal.
Sin embargo, su calificación de 2,9 refleja que esos acuerdos no se han traducido en mejoras sustanciales. El cese al fuego tuvo una mala evaluación en este informe, pues a pesar de que el Gobierno afirmara que se había cumplido “casi” en su totalidad, el documento indica lo contrario. Dice que hubo 783 hechos violentos y 690 posibles violaciones al cese al fuego.
Aunque existen avances técnicos y se han sostenido siete ciclos de conversación, el contexto humanitario y operativo del EMBF sigue siendo preocupante, mucho más con la situación de Guaviare tan latente.
Entre los retos está la implementación de la Zona de Ubicación Temporal (ZUT) en Catatumbo con el frente 33 y quitarle la pausa a la otra parte de la mesa, es decir, al ala de “Calarcá” que esta semana le dijo a Petro que volvieran a la mesa.
En un nivel similar de dificultad se encuentra la Coordinadora Nacional Ejército Bolivariano (CNEB), estructura surgida tras la división con la Segunda Marquetalia, de “Iván Márquez”. A pesar de mostrar señales de voluntad mediante encuentros y definición de acuerdos, su calificación global es de 2,7. El cumplimiento del cese al fuego es mínimo y las comunidades denuncian amenazas, bloqueos a proyectos y control territorial violento.
El espacio de conversación sociourídico en Buenaventura con las estructuras Shottas y Espartanos también enfrenta retrocesos importantes. A pesar de una tregua sostenida que logró sacar al puerto de las 50 ciudades más peligrosas del mundo, el resto de los indicadores está por debajo del umbral mínimo de eficacia. Hay interrupciones constantes, falta de implementación de acuerdos y cambios de vocería. La calificación de 2,9 sugiere que, sin institucionalidad fuerte y garantías para las partes, los avances serán efímeros.
En Quibdó, el proceso con los Mexicanos, los Locos Yam y otras estructuras urbanas enfrenta una situación aún más crítica. Con una calificación de 2,6, el informe resalta la casi nula implementación de acuerdos, la continuidad de las acciones armadas -entre otras, por la fuerte incursión del Clan del Golfo- y la persistencia de violencia que pone la población civil sigue en riesgo.
Las tensiones internas de las estructuras y la falta de un marco jurídico para este tipo de diálogo agravan aún más la fragilidad del proceso.
Los procesos pausados
El Ejército Gaitanista de Colombia (EGC), más conocido como Clan del Golfo, recibió una de las calificaciones más bajas (2,3). El proceso con esta estructura no ha superado la fase exploratoria, pero ya evidencia retrocesos. A pesar de un discurso público favorable al diálogo, el grupo ha sostenido acciones armadas y mantiene un control social armado sobre varias regiones del Caribe y el Urabá antioqueño. El informe subraya la necesidad urgente de exigir coherencia entre la voluntad declarada y los hechos sobre el terreno.
En el Caribe, las Autodefensas Conquistadoras de la Sierra Nevada (ACSN) obtuvieron una calificación de 2,5. Este grupo ha planteado públicamente (y repetidamente) su disposición a dialogar, pero las afectaciones a civiles, las disputas internas y el control de economías ilegales persisten. Aunque se han desarrollado algunos encuentros, los avances no se han traducido en desescalamiento real. La creación de condiciones mínimas para avanzar hacia un espacio de conversación formal aún está lejos.
Aunque la paz total sigue siendo una apuesta ambiciosa del Gobierno, el panorama evidencia que los avances aún son frágiles y los retos, profundos. El control armado persiste en amplias zonas del país, donde las comunidades siguen expuestas a repertorios de violencia que no cesan pese a los acuerdos.
Si bien hay procesos que muestran señales alentadoras, como el piloto en Medellín, los vacíos jurídicos y la fragmentación operativa siguen siendo obstáculos centrales. El desafío es traducir la voluntad política en transformaciones reales sobre el terreno, antes de que la desconfianza territorial termine una de las banderas más significativas del Gobierno.
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