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Carlos tiene los hombros ampollados por el sol ardiente. Tuvo que caminar más de tres horas bajo el calor del Catatumbo huyendo de la guerra que le tocó a la puerta de su finca en La Gabarra. Alcanzó a empacar un bolso de cosas personales y salió hacia Cúcuta con apenas lo que tenía puesto, su ropa de trabajo: una camisilla blanca, un pantalón oscuro y unas botas de caucho negro que se calentaron tanto que ya le ardían los pies por caminar tanto.
Tiene 35 años y manos de campesino: desgastadas y con tierra. Llegó sudoroso hasta el estadio General Santander de esa ciudad para que alguien le ayudara mientras esperaba a su hermana, Wendy, que se quedó atrás en el camino porque andaba más despacio, pues su embarazo de tres meses le impide el paso largo que acostumbra Carlos.
Él estaba desubicado y asustado, no sabía cuál de las tantas filas del estadio tenía que hacer para saber si podía recibir las ayudas humanitarias que les dan a los desplazados de esa región a raíz de la crisis por los ataques del ELN y los enfrentamientos con la disidencia de Calarcá Córdoba, Estado Mayor de Bloques y Frente (EMBF), que ajustan doce días. Lo que le preocupaba era que no había alcanzado a agarrar ningún papel, ni la cédula, ni el Sisbén, ni la libreta militar, que le salió con conducta excelente.
Y no era el único. Una funcionaria de la Registraduría tuvo que gritar que quienes salieron corriendo de sus veredas y no tuvieran nada que los identificara, que no se preocuparan, porque ellos iban a gestionar, pero primero tenían que hacer la fila para el censo.
La mayoría de desplazados que llegaron hasta Cúcuta en camiones y caravanas de motos desde sus veredas en Catatumbo, llegaron solo con el miedo y la vida encima. Todos repetían que lo material no importaba porque con trabajo se volvía a recuperar. Pero la incertidumbre de no saber cuándo regresar a su campo para labrar su propia tierra era lo que más les dolía.
“Allá uno salía de la casa, arrancaba una yuca y se iba a pescar o a cazar cualquier animalito y ya tenía listo el almuerzo. En la ciudad la cosa es a otro precio, aquí nos toca pedir o buscar el plante para un paquete de dulces y hacer lo del diario”, dijo un desplazado mientras esperaba un almuerzo.
Antes de pararse en la cola que llegaba hasta la entrada siguiente de la tribuna, Carlos se quitó el morral y de un bolsillo sacó una bolsa de plástico diminuta en donde tenía un papel perfectamente doblado en cuatro. Allí tenía un número anotado y un nombre con letras grandes: “Wendy “. “Aló. ¿Dónde viene?”, dijo apenas le contestaron del otro lado. Ella le dijo que todavía iba muy lejos y al fondo se escuchaban los carros pitando.
Carlos decidió guardarle una caja de arroz con pollo y pan que le habían regalado en la entrada del estadio, y él se tomó el caldo del sancocho con dos bolsas de agua y un jugo de caja. Apenas terminó, le abrió espacio en el bolso a la comida de su hermana y sacó un par de plátanos maduros que una señora en el camino le regaló para calmar el hambre del otro día.
“Vengo echando pata y estoy cansado. Necesito que al menos me den un mercadito y así yo puedo llegar a donde mi otra hermana, que no sienta que estoy recostado”, dijo mientras recordaba que cuando escucharon los disparos cada vez más cerca, su hermana alcanzó a apagar el fogón donde estaba asando las yucas para el almuerzo, agarrar la carpeta de los papeles del embarazo y salir corriendo juntos; no hubo tiempo ni aliento para más.
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Al entrar al estadio, la primera estación era sentarse frente a un funcionario con computador para darle los datos que confirmen que en realidad salió desplazado de La Gabarra. Con el número de cédula le dieron un papel para recibir las ayudas: ropa y mercado.
Cada estación en ese lugar está dividida por cadenas humanas o por vallas de metal. Son una especie de filtros en los que se han concentrado más de 134 toneladas de ayudas humanitarias en diez días. Hacia la tribuna sur está el puesto de agua, cientos de bolsas se apilan contra la pared y se van repartiendo según vayan entrando los desplazados del Catatumbo.
Lo siguiente es un puesto que cumple las veces de oficina de la Registraduría y más adelante está la Fiscalía, donde algunas víctimas deciden declarar lo que les pasó. Al costado norte del estadio hay un espacio para comidas y refrigerios, donde las voluntarias preparan pan con queso y jamón que hace las veces de desayuno.
Luego viene el área de los mercados. Cajas medianas y bolsas llenas de granos, productos enlatados, leche en polvo, bienestarina y una cajita de huevos. Lo del diario. Hay otras bolsas en el suelo que tienen productos de aseo como champú, jabón, pasta de dientes, cepillo, pañales para bebé, pañitos húmedos...
Y la última estación es por mucho la más caótica. Sobre mesas blancas hay toneladas de ropa que son separadas por militares dependiendo del género y la talla. Ropa de hombre a un lado, ropa de mujer al otro y más allá la ropa de niña o niño.
A la entrada reciben unos papeles en donde las víctimas anotan sus tallas y, como si fuera una tienda, los militares van escogiendo camisas talla S, pantalones 32, tal vez una cobija o un saco, según sea la necesidad de cada persona.
Bajo una de las gradas hay una estación de zapatos de todos los colores y tamaños. Una mamá pide talla 28 y 30 para su hija y su hijo, que tienen ocho y diez años de edad. Mientras tanto, otra madre se agacha en una esquina con su hija de vestido rosado para medirle unos tenis blancos con fucsia, le salen al vestido y la niña sonríe por sus nuevos zapatos.
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Mientras todos los desplazados hacen la fila para recibir las ayudas en la grama del estadio se preparaba una sancochada. Dos chefs de la ciudad prepararan al día más de 2.500 sancochos con donaciones de más de 600 kilos de proteína, 25 bultos de papa, dos camiones de leña y 120 voluntarios que reparten la sopa a niños y embarazadas, luego a todo el que quiera comer.
En las gradas del estadio ya no están concentrados todos los desplazados de Catatumbo, pues la administración local decidió mover a las personas hacia hoteles de la zona por cuestiones de seguridad y salud mental. Hasta el cierre de esta edición, habían llegado más de 19.000 desplazados a la ciudad, lo que respalda la afirmación del alcalde de Cúcuta, Jorge Suárez, sobre el colapso de la ciudad.
Las familias que aún quedan en la gradas miran al vacío con una expresión que no se puede describir. Sus ojos profundos todavía guardan las escenas de la guerra que ahora los golpea y a lo lejos escuchan a un grupo de psicólogas que les ofrecen la oportunidad de conversar sobre lo que les pasó y orientarlos en lo que necesiten. Pocos responden al llamado, todavía no saben qué decir o qué sentir.
Mientras tanto, la situación escala cada vez más. Algunos han calificado lo que se vive en Catatumbo como la crisis humanitaria más grave de los tiempos recientes. La defensora del pueblo, Iris Marín, dijo que, según la revisión de los datos oficiales, el desplazamiento en el Catatumbo “puede ser el desplazamiento forzado masivo más grande causado en un solo evento desde que se tiene registro institucional de desplazamiento en Colombia (1997)”.
La cifra actual, que sobrepasa los 40.000 en todo el departamento, habría superado las cifras de desplazamiento forzado registradas en todo 2024. La situación llevó al gobierno de Gustavo Petro a declarar el estado de conmoción interior. Con esa decisión, el mandatario está facultado para “publicar decretos con fuerza de ley”, pero que atiendan, exclusivamente, la situación.
Mientras crece la esperanza de que ese decreto o algo resuelva la guerra, las familias acomodan algunos trapos afuera del Estadio para acostar a sus niños cansados del viaje. Cae la noche y todavía siguen esperando que los reubiquen o les entreguen un colchón.
La génesis de la crisis por ataques del ELN y enfrentamientos con disidencia de Calarcá
A Manuel* el miedo le ha dado templanza. Sacó a su familia de la vereda cuando escuchó que la guerra venía cerca y vio que todos sus vecinos salieron corriendo. Él dejó tirada su herramienta de trabajo y salió con su familia hasta Tibú, municipio de Norte de Santander. Tiene la voz delgada, pero con firmeza dice que va a volver a su finca porque allá está el trabajo, allá tiene su vida. “Ellos están esperando que todos salgan de las veredas para poder enfrentarse. Luego, cuando se calme todo, vamos a volver”, dijo.
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La masacre de una familia entera, el 15 de enero, cuando viajaban entre la vía Tibú-Cúcuta fue el epicentro de esta crisis sin precedentes hace décadas en el país. Luego la violencia se replicó en otras veredas con el asesinato de líderes sociales, población civil y firmantes de paz. Hasta ahora se cuentan por lo menos 80 muertos.
“Nos sacaron de Tibú por las amenazas directas. Fuimos declarados objetivo militar por el ELN. Con mucha tristeza nos fuimos y ahora nos han movido por todo lado por seguridad”, dijo un líder a Colombia+20.
La comunidad sabe que la violencia tiende a recrudecer. En videos, audios y mensajes, los grupos armados de lado y lado advierten que están listos para responder a la ofensiva. Además, en grupos de WhatsApp circulan fotos de la cantidad de armamento que tiene cada estructura e imágenes de las personas asesinadas en las veredas de Catatumbo.
Recientemente, el Ejército anunció que tras finalizar las acciones humanitarias en el territorio, empezó con las acciones ofensivas. Este sábado se conoció un atentado contra una tanqueta del Ejército en vía Tibú-Cúcuta.
Las autoridades también han respondido y el miércoles la Fiscalía reactivó las órdenes de captura contra jefes y miembros de esa guerrilla como Pablo Beltrán, quien fue el jefe negociador en ese proceso con el Gobierno de Gustavo Petro; Nicolás Rodríguez Bautista, Antonio García y otros líderes reconocidos del grupo armado.
Para la comunidad de Catatumbo, lo ocurrido en la última semana trae el recuerdo amargo y cruel de la época en que los paramilitares entraron a sangre y fuego a la región en 1999. “Lo de ahora es parecido, solo que están matando a los que andan metidos en el cuento con ellos. Yo nunca he entendido por qué se pelean, lo que creo es que las FARC se están debilitando, los poquitos que quedan son los que han peleado duro siempre”, dijo un habitante de esa zona de Norte de Santander a Colombia+20.
Lo cierto es que la guerra entre el ELN y la disidencia de Calarcá se viene gestando desde hace meses. La Defensoría del Pueblo había lanzado varias alertas tempranas y los líderes sociales habían denunciado la situación desde noviembre.
“Aquí hubo omisión del Estado. La oficina del comisionado tenía conocimiento de la situación, el Gobierno tenía conocimiento. Nosotros lo advertimos y se hubiera podido evitar. Estamos hablando de vidas. No es una cuestión simple, porque estamos hablando de un territorio que abarca muchas dinámicas sociales. Es algo que se hubiera podido hablar en las mesas de diálogo”, afirmó una lideresa del territorio que pidió reserva de su nombre. Y añadió: “Ya hemos puesto los suficientes muertos desde la firma del Acuerdo hasta la fecha, casi 1.700 líderes asesinados, y no podemos seguir volviendo eso una cifra normalizada”, dijo.
La tesis es que esa confrontación está ligada al control cocalero. El Catatumbo ha sido históricamente una región clave para los grupos armados, pues concentra más de 30.000 hectáreas de cultivos de hoja de coca, según recientes informes de la Oficina de la ONU contra la Droga y el Delito.
Si bien el mercado tuvo una gran caída, a mediados del año pasado, el precio de la coca volvió a reactivarse, lo que produjo que ese corredor cobrara interés, sobre todo en su control. Eso habría roto la tregua implícita entre el ELN y la disidencia.
“Entre 2020 y 2021, en plena pandemia, se da la crisis de la coca en el Catatumbo. Mucha gente pasando hambre. Cuando la disidencia llegó a ese lugar, el ELN no hizo mucha resistencia porque era una guerrilla incipiente, pero además no era amenaza para el control de renta, porque las rentas no estaban. Pero la disidencia empezó a crecer y eso, sumado a que el mercado de la coca empezó a volver a tener vigencia y a subir su precio, empezó a generar recelo en el ELN y fue ahí donde arrancaron las tensiones”, explicó Luis Fernando Trejos, profesor de la Universidad del Norte, en una entrevista reciente a Colombia+20.
El miedo que consume a Tibú
Ana* tiene los ojos negros y llenos de miedo. Su mirada es profunda y se inunda de lágrimas cuando recuerda que no ha podido sacar a una familia que quedó atrapada en su vereda. No es la lideresa de su comunidad, pero le tocó asumir ese papel para acomodar a las personas que llegaron hasta uno de los albergues improvisados que se habilitaron en el casco urbano de Tibú tras la primera ola de desplazados que llegaron desde la zona rural. Escaparon de los muertos que vieron en la carretera y de las balas que amenazaron con asesinarlos.
En un cuaderno Ana escribe los nombres y datos de todos los que recibe, mientras lee en su celular los mensajes de esa familia confinada desde hace más de diez días en las montañas del Catatumbo. “Tenemos hambre, hace tres días que no comemos”, dice el mensaje. Ella solo puede llorar y pensar en cómo rescatarlos, mientras recuerda cómo llegaron hasta Tibú.
La entrada a ese municipio se reconoce porque las casas están marcadas por banderas blancas con leyendas pidiendo la paz. Los cientos de desplazados que llegaron el pasado sábado al casco urbano huyendo del miedo y la violencia desde diferentes veredas fueron reubicados en albergues y refugios improvisados. Uno de ellos es un colegio que alberga a personas de 17 veredas de Tibú en 16 salones de clases. Todos están acondicionados con colchonetas para que las 157 familias que hasta ahora se han censado puedan acomodarse.
En cada salón, esas familias acomodan los colchones que les donaron contra las paredes y arrumaron los pupitres hacia el fondo para tener más espacio. En el tablero anotan con marcaron el número del aula y cuántas personas están habitando allí. “Aula 3. 15 personas. 3 mujeres. 7 hombres. 2 niñas. 3 niños”, se lee en uno de los censos improvisados.
También hay adultos mayores en silla de ruedas y otros postrados en el suelo recibiendo el fresco que entra en las tardes a pesar de sol que les pega duro. Otras familias no alcanzaron a ser ubicados en los salones de clase, entonces extendieron hamacas y pusieron colchonetas en el suelo del coliseo cubierto del colegio. Allí duermen, pasan los días y esperan que todo pase.
A cada lado del coliseo se instalaron dos carpas que funcionan como hospitales improvisados para las personas que llegaron enfermas.
Las canchas de fútbol se convirtieron zonas para secar la ropa de todos los colores y tamaños que cada familia va lavando. Los baños del colegio se adecuaron para que se puedan bañar y el tema del agua fue, sin duda, el principal motivo de discusión. Se instalaron tanques medianos para suministrar al albergue, pero han tenido que hacer campañas de concientización porque el recurso es cada vez más escaso.
La cocina es improvisada. Cada vereda, por turnos, se encarga de preparar alimentos para todo el albergue. Todo el aire huele a leña, frijol y yuca asada. Mientras tanto, los líderes comentan que tienen que resolver lo de la comida y proponen preparar guisos con tomate y cebolla para hacer rendir más lo que les queda de mercado.
A los niños les hacen actividades diarias y tienen uno que otro juguete disponible. Los ubican en una fila de menor a mayor, los bebés al frente y los niños atrás. Para poder recibir un pedazo de torta de colores, todos deben bailar, saltar y cantar. Ellos hacen caso y se mueven al ritmo de la música, gritan, se ríen y recuerdan, de nuevo, que son unos niños felices.
La mirada de Isa* todavía guarda mucha felicidad e inocencia. Sus ojos grandes y expresivos son más que una sonrisa en medio del caos. Ella es una de las niñas desplazadas por la violencia en Catatumbo. Salió de su finca con la abuela y la mamá. Dice que se siente bien, pero que quiere regresar a su casa para volver a ver a sus seis gatos, especialmente al que se llama Pitillo.
Mientras Isa cuenta que quiere ser abogada, los adultos a su alrededor se quedan pensando en la tristeza, la preocupación y la melancolía que significa perderlo todo en menos de una semana.
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“Tengo dos adolescentes. El temor de uno de padre es que sus hijos se vean involucrados en una guerra que no tiene sentido. Tengo familia amenazada en otros municipios, que no pueden salir porque lo declaran objetivo militar. A uno le duele ver la situación en la que está el país y la más perjudicada es la población civil; eso es lo que más duele. En una guerra de esta caen muchos inocentes y ese es el temor de uno, porque una bala no distingue. Por eso pedimos que esto pare. Queremos volver a nuestras tierras”, exclamó uno de los líderes de la región mientras escucha al fondo cuatro bombas que detona el Ejército en el batallón cercano como una actividad de rutina. Él mira al cielo con miedo y solo puede exclamar “Padre Santo”.
Por la carretera que conduce de Tibú a Cúcuta se ven camiones con colchones, neveras y bolsas. Y desde Cúcuta a Tibú también se ven familias enteras retornando a sus veredas, dicen que si las violencia les llega otra vez, algo harán, pero que prefieren no morir de hambre en la ciudad.
“Hacemos un llamado a la paz, a que nos podamos unir. Hacemos un llamado a que cesen las hostilidades. La paz nos sirve a todos. Es muy triste ver que las historias de nuestros abuelos que vivieron la ola de la violencia del paramilitarismo se repite, hoy estamos viendo lo mismo en los rostros de los niños. Como catatumberos podemos salir adelante. La gente va a recordar esto por años. A nadie se le va a borrar de la retina lo que está pasando”, señaló Leonardo Meneses, líder juvenil e integrante de la Asociación Campesina del Catatumbo, Ascamcat.
“Morir en Colombia o en Venezuela”: el drama de cruzar la frontera
Marta* dice que en su corazón carga tantas tristezas que ya no sabe qué es lo que le duele. Migró de Venezuela hace un año y empezó a construir su casa en Tibú, pero la violencia que desató el ELN en esa región, más los rumores de reclutamiento de niños y niñas, la hizo salir con su hija de 16 años en un camión hasta Cúcuta. Salieron con una maleta de ropa y un gato amarillo que se llama chiquitín.
Dice que no va a volver a Venezuela porque su mamá ya murió y no tiene razones para visitar esa casa, pero además porque sabe que allá puede morir más fácil que en Colombia. “Si me voy a Venezuela, allá no tengo nada, entonces me puedo morir porque estoy enferma. Aquí por lo menos estoy esperando una cita para saber qué tengo. Mejor me quedo y vuelvo a empezar. No quiero pensar que a mi hija se la pueden llevar a la guerra. Prefiero que nos tiremos juntas de un barranco”, dijo.
Ante la crisis que se vive en esta zona fronteriza, el gobierno venezolano anunció que recibiría a los desplazados del Catatumbo y que “todos los pasos de Colombia hacia Venezuela serán asegurados (...) En primer lugar, es la ayuda humanitaria. En segundo lugar, reforzar el tapón militar que ya nosotros colocamos hace casi dos meses. Tenemos en todo el perímetro de esa área de conflicto más de 2.000 hombres bajo las armas del lado venezolano”, señaló el presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, el miércoles.
La extensa frontera de 2.200 kilómetros que une a Colombia y a Venezuela, junto con la ahora tensa relación que lleva Maduro con Petro es un ingrediente nada menor en esta crisis humanitaria. La inteligencia militar ha dicho desde hace décadas que el vecino país es el refugio de los comandantes del ELN, pero ningún Gobierno le ha hecho frente a ese tema. Por ahora, el diálogo con el régimen no se ha roto y de hecho, ayer el mismo Petro confirmó que habló con su homólogo y que establecieron un “plan de erradicación de bandas armadas” en la frontera y que habría una “reunión de los dos ministros de Defensa para ese efecto”.
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La esperanza de retornar al campo
Carlos se seca el sudor de la frente y con una mano se tapa el sol que le da en la cara. Cree que la situación en algún momento tiene que mejorar y dice con la esperanza brillando en sus ojos que en una semana o semana y media podrá regresar a su finca. “Yo vuelvo, y si después nos toca volver a salir, salimos, pero regreso. No voy a dejar lo que construyó mi mamá, lo que nos pertenece a nosotros, no a ellos”, sonríe.
Mientras los grupos armados se enfrentan en las montañas, los campesinos esperan retornar cuando la calma regrese al Catatumbo.
*Algunos nombres fueron cambiados por seguridad de las fuentes.
¿Cómo ayudar a las comunidades afectadas en Catatumbo?
Ante la emergencia, las organizaciones sociales de esa región han difundido mensajes a través de redes sociales y WhatsApp para recibir ayudas humanitarias y donaciones. Entre los elementos que están recibiendo para atender a la población desplazada, los líderes incluyeron alimentos no perecederos, útiles de aseo personal, ropa y frazadas, medicamentos, donaciones.
En Bogotá, se están recibiendo ayudas en varios puntos como Casa Cultural La Roja y Casa de la Memoria Suba. Asimismo en la Alcaldía de Bogotá y la Cruz Roja.
En Cúcuta, en el Estadio General Santander se han dispuesto varios puntos de atención para recibir las ayudas humanitarias. También se dispuso el Centro Regional de Atención a Víctimas y la Gobernación de Santander.
Además, las comunidades de Catatumbo habilitaron una cuenta de Nequi para recibir donaciones. El número para transferencias es 3134872495.
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