Los secuestros que ordenó ejecutar los jefes de las Farc convirtieron “a los seres humanos ‘en cosas’ cuyo valor no radicaba en su dignidad, sino en su valor de intercambio monetario para la organización armada”. Esta es una de las frases que usó la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) para describir esa aberrante política de plagios creada y lidera por el secretariado de la exguerrilla.
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Con una sanción de ocho años de trabajos restaurativos, Rodrigo Londoño, alias “Timochenko”; Jorge Torres, alias “Pablo Catatumbo”; Pastor Lisandro Alape, alias “Pastor Alape”; Milton Toncel, alias “Joaquín Gómez”; Jaime Parra, alias “El Médico”; Julián Gallo, alias “Carlos Antonio Lozada”; y Rodrigo Granda, alias “Ricardo Téllez”, fueron condenados por estos crímenes el pasado 16 de septiembre con la primera sanción de la justicia transicional.
Consideraciones como esa fueron consignadas por la Sala de Reconocimiento de Verdad y Responsabilidad (SRVR) en una sentencia de 663 páginas en la que explicó los patrones criminales que estructuraron la práctica del secuestro en la antigua guerrilla.
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El tribunal documentó tres políticas principales: la privación de civiles con fines de financiación; el secuestro de civiles y miembros de la fuerza pública para canjes e intercambio político; y el secuestro como mecanismo de control social y territorial. Además, la JEP identificó un patrón transversal en estos tres tipos de plagios: los tratos degradantes e inhumanos infligidos a los cautivos, que constituyeron violaciones sistemáticas de la dignidad humana.
Secuestro para financiar a la guerrilla
La JEP determinó que uno de los patrones más extendidos de las Farc fue el secuestro con fines de financiación. Esta práctica, que se remonta a los años ochenta, se consolidó como política nacional de la organización y alcanzó un incremento dramático en la década de 1990.
El objetivo era claro: obtener recursos económicos a través del pago por la libertad de los secuestrados, sin que existiera un límite definido en cuanto al tipo de víctimas seleccionadas. Aunque en su discurso interno la guerrilla hablaba de dirigir los plagios contra “el gran capital monopolista y latifundista”, “en la práctica esta política careció de límites en cuanto al tipo de víctima seleccionada”, señaló el tribunal.
El análisis del tribunal evidenció que la ejecución de esta política recaía en los comandantes de frente, quienes decidieron “qué víctima secuestrar, cómo tratarla, quién la custodiaba, cómo negociar su liberación y cuál sería el desenlace del cautiverio”.
La dirección nacional, es decir, el secretariado y los Estados Mayores de Bloque, fijaron las cuotas de dinero que cada frente debía recaudar para financiar la guerra, “sin prestar atención a la forma específica en que se realizaban los plagios y extorsiones para lograrlo”. De este modo, la práctica, relató la JEP, convirtió “a los seres humanos ‘en cosas’ cuyo valor no radicaba en su dignidad, sino en su valor de intercambio monetario para la organización armada”.
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El tribunal documentó que el Secretariado “se involucraba directamente para autorizar el fusilamiento de los secuestrados, concebido por la organización como la ‘pérdida’ de un ser humano canjeable por dinero”. Además, el patrón derivó en secuestros masivos, conocidos popularmente como “pescas milagrosas”, retenes en carretera en los que se capturaban personas al azar.
Incluso se probó que las Farc llegaron a “comprar” víctimas a bandas delincuenciales para luego asumir su custodia y cobrar el rescate. La JEP señaló que “esta política derivó en una victimización indiscriminada de la población civil”, en la que, tanto adultos, como menores de edad, y hasta mujeres embarazadas, fueron privados de la libertad.
Secuestro para canje político y militar
Otro patrón macrocriminal fue el secuestro de militares, policías y civiles con fines de canje. Esta política fue adoptada formalmente en 1997, cuando el Estado Mayor de la guerrilla decidió mantener cautivos a miembros de la fuerza pública, en particular oficiales y suboficiales, para presionar un intercambio por guerrilleros presos.
Además de ese objetivo, la insurgencia buscaba ganar reconocimiento como fuerza beligerante y demostrar control territorial. Los secuestros se produjeron, sobre todo, durante tomas a bases militares y estaciones de policía, donde uniformados eran capturados en combate y trasladados a campamentos clandestinos en la selva, donde soportaron largos periodos de cautiverio.
Con Andrés Pastrana como presidente de turno, “la guerrilla no logró sus objetivos con esta política, pues no obtuvo ningún canje de prisioneros” señaló el tribunal. Y afirmó que, por el contrario, este patrón “derivó en extensos periodos de cautiverio acompañados de profundos sufrimientos para las víctimas, derivados del aislamiento prolongado, las condiciones indignas de reclusión, los malos tratos de los guardianes, y los constantes riesgos a la vida por las operaciones militares desarrolladas en la zona”.
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Al fracasar esa política, en 2001 la cúpula de las Farc, encabezada por Manuel Marulanda, alias “Tirofijo” y Víctor Suarez, alias “Mono Jojoy”, decidió extender los secuestros a civiles con relevancia política.
Así, gobernadores, diputados y otras figuras públicas pasaron a ser considerados “moneda de cambio”. El caso más emblemático fue el secuestro de los 12 diputados de la Asamblea del Valle del Cauca en 2002, once de los cuales fueron asesinados en cautiverio, sobreviviendo únicamente Sigifredo López. Otros bloque guerrilleros replicaron esta práctica en distintas regiones, privando de la libertad a líderes locales y funcionarios.
También la JEP documentó tomas de gran magnitud como la de la base militar Las Delicias en Putumayo en 1996, la del cerro Patascoy en 1997, y la toma de Mitú (Vaupés) de 1997 donde el municipio quedó destruida por los bombardeos y 60 militares fueron llevados contra su voluntad a la selva.
El saldo de esta política fue devastador, tal como se lee en la sentencia: “En numerosos casos los secuestrados fueron asesinados; en otros, fueron liberados en rescates militares o lograron fugarse; también hubo liberaciones unilaterales de cautivos por decisión de la guerrilla; y en algunos casos, los rehenes fallecieron por enfermedades no atendidas”.
La JEP destacó casos como el de los policías César Lasso y José Libardo Forero, quienes permanecieron encadenados durante 12 años en la selva tras ser capturados en Mitú y Puerto Rico (Meta), respectivamente, convirtiéndose en los secuestrados más antiguos del país.
Secuestro como control social y territorial
El último patrón de secuestro ejercido por las Farc buscó ser una herramienta de control de la población. En las llamadas zonas de retaguardia, donde el Estado tenía una presencia débil o nula, la guerrilla asumió funciones que iban desde la mediación en conflictos comunitarios hasta la regulación de tierras, el uso del agua y los precios de la base de coca.
Aunque en algunos lugares esa presencia llegó a generar apoyo entre la población, en otras regiones se consolidó un clima de rechazo y resistencia. Para afianzar su poder, los frentes guerrilleros recurrieron al secuestro de civiles, materializando su autoridad como un poder paralelo que imponía normas por encima de las autoridades.
En este patrón, la guerrilla privaba de la libertad a civiles considerados opositores. En este patrón el secuestro fue empleado “como herramienta para interrogar a estos potenciales enemigos ocultos dentro de la población civil, así como para castigarlos por cualquier colaboración real o percibida con el adversario. Las otras sanciones aplicadas por la guerrilla en estos casos eran el asesinato o el destierro forzado, es decir, la expulsión de la región o, precisamente, el desplazamiento forzado”, detalló el tribunal. Asimismo, destacó que para las Farc “el pueblo” era la población considerada aliada, y llamaban “enemigo de clase”, a los que consideraban aliados del Estado o de los grupos paramilitares.
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El tribunal documentó que “dentro de las normas de control social impuestas a la población, las Farc desplegaron una amplia gama de actividades de regulación y castigo. La guerrilla redistribuía tierras, regulaba el acceso a recursos naturales (agua y caza) y aplicaba castigos a quienes violaran sus órdenes. Se registraron fusilamientos de personas acusadas de ser espías o informantes, así como amenazas y sanciones contra campesinos que incumplían las directrices insurgentes”.
Los secuestros, en este contexto, se convirtieron en un instrumento de vigilancia, castigo y sometimiento, y “generó un miedo generalizado en la población bajo su dominio”, concluyó la JEP.
El patrón transversal: tratos inhumanos a los cautivos
Pese a que los estatutos de las Farc ordenaban un supuesto “buen trato” hacia los prisioneros, la evidencia recopilada por la JEP mostró que la práctica real fue enteramente opuesta. Los rehenes vivieron un sufrimiento que iba mucho más allá de la privación de la libertad, pues los comandantes locales tenían control absoluto sobre sus cuerpos y sus vidas, lo que permitió un escenario de abusos sistemáticos.
Los testimonios y pruebas documentaron encadenamientos permanentes, marchas forzadas, golpes, insultos, humillaciones, abuso sexual y amenazas de muerte, configurando un régimen de sometimiento que violó de forma generalizada la dignidad humana.
Los efectos de estas prácticas fueron devastadores. La Sala señaló que “estos abusos produjeron un impacto diferenciado por género”, pues las mujeres secuestradas vivieron no solo las penurias del encierro, sino el temor de ser agredidas sexualmente.
La ausencia de atención médica, la escasez de alimentos y las condiciones de hacinamiento intensificaron el sufrimiento de todos los cautivos, mientras que las familias también fueron blanco de crueldades: “Ocultar información sobre la suerte o paradero del secuestrado, vender los cadáveres de rehenes fallecidos (...) o volver a exigir dinero tras una primera transacción”, fueron algunas de las prácticas documentadas.
Toda la investigación compilada en el macrocaso 01 enfatizó que la política de secuestro no fue obra de mandos medios, sino una decisión central del secretariado de la Farc. Cada uno de los siete sancionados, como máximos responsables, tenía conocimiento pleno de las privaciones ilegales de libertad y de las condiciones inhumanas en que sus tropas mantenían a los cautivos.
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La justicia transicional concluyó que actuaron como diseñadores, coordinadores y supervisores de esa práctica. Aunque algunos comparecientes aceptaron su responsabilidad en casos individuales, la magnitud del daño superó cualquier justificación política o militar que intentaron alegar.
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