A comienzos de diciembre de 2024, un hombre asesinó a su hermano de 34 años en Medellín tras una “discusión” provocada por el volumen al que estaba escuchando música. El 2 de septiembre de 2025, en el barrio El Paraíso, ubicado en Ciudad Bolívar (Bogotá), otro hombre perdió la vida en medio de una riña que empezó porque su hermana de 13 años lanzó, sin querer, un balón al tejado de una casa vecina. Pocos días después, el 22 de septiembre, otra “discusión” entre dos hombres en el parqueadero de un centro comercial en Cali terminó en una sangrienta balacera que dejó a uno de ellos muerto.
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¿Cómo es posible que bajar el volumen de un equipo de sonido, un balón perdido o un cruce de palabras desemboquen en un homicidio? En las últimas semanas, cifras, casos y titulares han vuelto a poner en el centro del debate un fenómeno que vemos en las noticias casi a diario: la intolerancia con la que muchos ciudadanos viven su día a día. A inicios de noviembre, la Alcaldía y la Policía de Bogotá informaron que en la capital cuatro de cada diez homicidios comienzan con una ofensa, una riña o una agresión que pudo evitarse.
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Y el panorama nacional tampoco ofrece alivio. El 20 de agosto, durante un Consejo de Ministros, el ministro de Defensa, Pedro Sánchez Suárez, presentó un gráfico según el cual entre 2003 y 2025, Colombia registró 329.644 homicidios, de los cuales uno de cada cuatro —81.072 víctimas— tuvo su origen en peleas o conflictos que escalaron sin control (las riñas). En este contexto, parece fácil concluir que los colombianos somos intolerantes y que todos necesitamos urgentemente ir a terapia. Pero, ¿es tan sencillo como eso?
Un problema multifactorial
Es inevitable hacer la conexión entre la intolerancia y la salud mental de quienes protagonizan estos actos en las ciudades. Y ese vínculo no es, en principio, tan descabellado. Es cierto que la forma en que regulamos nuestras emociones, manejamos la frustración o respondemos a la ira tiene un componente individual indiscutible.
Y si nos guiamos por las cifras y los titulares, cabe preguntarse si hemos normalizado vivir al borde del estallido: reaccionar con agresividad, leer cualquier desacuerdo como amenaza o convertir lo que son, en principio, pequeños roces, en conflictos insalvables. “Definitivamente, se ha normalizado, porque se ha vuelto como un estándar para vivir. O más bien, para sobrevivir a diferentes estresores que se presentan en la vida pública: el transporte, la calle, o en lo laboral o en las casas. Estamos buscando defendernos de una agresividad que existe, y también de otras cosas que imaginamos”, dice Sandra Milena Toro, psiquiatra y profesora de la Facultad de Medicina de la Universidad de La Sabana
Con “estresores”, Toro se refiere a las tensiones cotidianas —la congestión vehicular, la incertidumbre económica, el ruido, la sensación de vulnerabilidad o el cansancio acumulado— que erosionan nuestra capacidad de respuesta emocional. Precisamente por eso, reducir los estallidos de violencia cotidiana a solamente un problema psicológico individual de las personas que los protagonizan puede ser quedarse demasiado corto.
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“Los recientes avances en las ciencias biológicas han transformado nuestra comprensión de los organismos y su relación con el entorno físico y social. Los organismos, incluidos los humanos, ya no pueden entenderse como sistemas cerrados delimitados por membranas celulares, de órganos y de piel”, escribían Nikolas Rose, jefe del Departamento de Ciencias Sociales, Salud y Medicina del King’s College de Londres; y Des Fitzgerald, Profesor de Sociología en la Universidad de Cardiff, en un artículo especializado en The Conversation.
En términos más sencillos, desde hace años distintos campos científicos —incluidas las ciencias sociales— coinciden en que las conductas humanas no pueden entenderse como fenómenos aislados dentro de una mente individual. La intolerancia, por ejemplo, no nace solo de “cómo es” una persona, sino de la interacción entre su biología, sus experiencias, la cultura que la moldea y las condiciones sociales que la rodean y, a veces, la desbordan.
“El ruido, la contaminación visual, el afán, el estrés y el inmediatismo. Queremos las cosas para ya. A eso nos han acostumbrado las redes sociales: a que todo se puede solucionar instantáneamente, y hay cosas que no pueden solucionarse así, como trasladarse de un sitio a otro en una ciudad. Todo eso puede generar estrés y dar la sensación de pérdida de control, lo que termina en manifestaciones de irritabilidad, ansiedad o incluso en síntomas depresivos”, dice Toro. Cuando la persona siente que no controla su entorno, su cuerpo mantiene activados los sistemas de alerta (cortisol, adrenalina), lo que disminuye la tolerancia emocional, aumenta la reactividad y hace que estímulos menores, como un reclamo, un empujón, una espera más larga, se perciban como amenazas reales.
“Se trata de ingredientes que pueden agregar estrés”, resume Toro. Una persona puede salir muy contenta de su casa, pero tras una hora y media parada en el tráfico, lidiando con el ruido, la congestión y la sensación de no poder avanzar, su estado emocional cambia por completo. Esa acumulación de tensiones, reduce la tolerancia y estrecha la paciencia.
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Todas estas condiciones tienen un punto en común: la ciudad. Hoy más de la mitad de la población mundial vive en áreas urbanas, y la tendencia seguirá en aumento.
Según Naciones Unidas, para 2050 casi siete de cada diez personas vivirán en ciudades y cerca de 2.5 mil millones de habitantes adicionales se sumarán a entornos urbanos. ONU-Hábitat, la agencia de la ONU para los asentamientos humanos, ha insistido una y otra vez en que la forma en que se planifican y se construyen las ciudades tiene un impacto directo en la salud y el bienestar de las personas. Por eso, pide urbes con espacios públicos accesibles, transporte seguro, aire limpio y servicios básicos de calidad: factores que se sabe que actúan como determinantes clave tanto para la salud física como para la mental.
Cada vez hay más evidencia que vincula la ciudad y los espacios urbanos con impactos en la salud mental. “Vivir en zonas urbanas se ha asociado con un mayor riesgo de padecer trastornos mentales, como ansiedad, depresión y esquizofrenia. Investigaciones mediante resonancia magnética funcional han identificado cambios cerebrales que indican que la crianza y la vida en la ciudad están relacionadas con el procesamiento del estrés social”, señala la American Psychiatric Association. “Entre los factores que pueden contribuir a una peor salud mental en las zonas urbanas se encuentran la contaminación atmosférica y la exposición a otras toxinas, el aumento del ruido, la falta de espacios abiertos, la delincuencia y las desigualdades sociales, así como el estrés de la sobrecarga sensorial”.
“No hay suficientes espacios de contención emocional en las ciudades”, cree Toro. “Espacios verdes, tranquilos, sin ruido, donde podamos encontrar desconexión. El espacio público podría ser un espacio de sanación si se mejorarán las condiciones”.
Todo esto lo que sugiere es que si queremos tener ciudadanos menos intolerantes, debemos construir ciudades que no añadan más carga emocional a la vida cotidiana, sino que la alivien. Se trata de un problema estructural que requiere soluciones estructurales: si aspiramos a comunidades más empáticas, pacientes y cohesionadas, la transformación no depende solo de decisiones individuales: depende del entorno que habitamos. Ahora, y más allá de eso, hay una serie de otros factores de los que también hay que hablar.
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¿Cómo manejamos la ira?
“Necesitamos como seres individuales tejer y crear mecanismos de afrontamiento y gestión de emociones”, dice Toro. “Podemos tener la ciudad más cuidada y con más espacios verdes, pero si continuamos con el comportamiento irrespetuoso hacia el otro, los entornos se van a volver a deteriorar”. La forma en que los ciudadanos se comportan —respetar la fila, ceder el paso, bajar la música, cuidar los espacios públicos— puede mejorar o deteriorar la experiencia colectiva. Un sistema de transporte puede ser seguro en el papel, pero volverse hostil cuando el trato entre usuarios es agresivo. Un parque bien diseñado puede deteriorarse rápidamente si no existe un mínimo de corresponsabilidad en su uso.
Por eso, la responsabilidad es compartida. “El ambiente urbano mal organizado genera intolerancia y violencia en consecuencia. Pero hay circunstancias personales que tienen que ver con nuestra capacidad de afrontamiento y resiliencia, que hacen que seamos más o menos tolerantes”, dice Toro. Por ejemplo, dos personas pueden vivir exactamente la misma situación —un trancón interminable en Bogotá— y reaccionar de maneras completamente distintas. Una puede sentir molestia, pero respirar profundo, aceptar la demora y continuar su día sin mayores sobresaltos. La otra, en cambio, puede experimentar la misma situación como una amenaza o una injusticia personal, y reaccionar con gritos o incluso violencia.
La diferencia no está en el trancón, sino en los recursos internos de cada individuo: su nivel de estrés acumulado, su estado emocional previo, su capacidad para regular la frustración o incluso su historia de aprendizaje en torno al manejo de la ira. Y para eso, sí podría ser necesario alguna ayuda profesional. “En ocasiones, existe la necesidad y si no se cubre, seguramente hay mayores consecuencias de irritabilidad y agresividad para el entorno. No creo que la solución esté en que todos vayamos al psicólogo, pero sí en que todos nos podamos revisar, mejorar y crecer. Somos siempre perfectibles”, agrega Toro.
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Finalmente, hay un elemento de la intolerancia en Colombia que no se debe pasar por alto y que es, además, relativamente común en las riñas: el exceso de alcohol. “Factores como el consumo de alcohol, el porte ilegal de armas blancas y de fuego, y la falta de mecanismos efectivos de mediación han convertido la intolerancia en una amenaza creciente para la seguridad pública”, se lee en el Informe Anual de Seguridad 2024 que desarrolló ProBogotá, una fundación sin ánimo de lucro, privada e independiente, cuyo objetivo principal es impulsar políticas públicas de largo plazo para mejorar Bogotá y su región.
El alcohol actúa como un amplificador de conflictos cotidianos: disminuye la capacidad de juicio, baja los frenos inhibitorios y potencia reacciones impulsivas. Una discusión en un bar, un roce en la calle o un malentendido en una fiesta se transforman, bajo sus efectos, en peleas, agresiones o incluso homicidios. “La normalización cotidiana del consumo de alcohol ha creado la idea de que, entre comillas, lo tenemos todo resuelto. Sin embargo, todos los días aparecen noticias de personas que, intoxicadas por alcohol, atropellan ciclistas, o de alguien que, borracho, agrede a su familia e incluso la mata. Pero solemos enfocarnos únicamente en el hecho en sí, y no en el alcohol como detonante de ese tipo de situaciones”, nos decía Alejandro Marín, psiquiatra, experto en salud mental y prevención del consumo de sustancias psicoactivas, con énfasis en el uso del alcohol.
Sobre esto también hay evidencia. Según la American Addiction Centers (AAC), una red de centros de tratamiento para adicciones (drogas, alcohol) con sede en Estados Unidos, el consumo de alcohol está más estrechamente relacionado con la conducta violenta que cualquier otra sustancia. En 2021, una investigación publicada en Frontiers señaló que el consumo prolongado de alcohol puede producir alteraciones en regiones del cerebro involucradas en la regulación emocional, la toma de decisiones y el control de los impulsos. A estos cambios estructurales se suman modificaciones neuroquímicas: el alcohol afecta sistemas como la dopamina y la serotonina, esenciales para el equilibrio del estado de ánimo y la gestión de la impulsividad.
Los autores subrayan que la relación entre alcohol y violencia dista de ser lineal o sencilla. El alcohol, por sí mismo, no “crea” violencia; más bien actúa como un acelerador que puede detonar, amplificar o desbordar tensiones preexistentes, creando conflictos que, en otras circunstancias, podrían resolverse sin consecuencias graves.
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El problema es que, como explicamos hace unos días en este artículo, Colombia está atravesando un récord en el consumo de alcohol. Según una investigación liderada por Centro de Estudios en Protección Social y Economía de la Salud (Proesa) de la Universidad Icesi, en 2022 en Colombia se consumieron aproximadamente 3.200 millones de litros de alcohol. Mucho más que en 2019, el año previo a la pandemia de covid-19, cuando el consumo rondaba los 2.500 millones de litros, y bastante más que en 2005, cuando apenas llegaba a unos 1.800 millones. La cerveza concentra más del 95 % de ese consumo.
Por todo esto, si queremos hablar de intolerancia, no basta con señalar a los individuos que “no saben manejar la ira” ni reducir el debate a la salud mental de quien protagoniza una riña. Hay que hablar también de las ciudades que habitamos, de los entornos que elevan la tensión hasta volverla insoportable, de los sistemas de transporte que desgastan, del ruido que satura, de la falta de espacios verdes que permitan respirar. Y, claro, del alcohol y otros factores que actúan como aceleradores de conflictos que ya vienen cargados.
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