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A la hora de las evaluaciones, para esta columna y quien apasionada, rigurosa y sagradamente la escribe cada quince días, el balance de este 2024 que agoniza es un tanto agridulce.
Comencemos por lo agrio. Confieso que en octubre quedé aturdido, aburrido, indignado, ansioso, adiposo, ojeroso, cansado y sin ilusiones luego de, por segundo año consecutivo, no ver mi nombre incluido en el ranking de columnistas más leídos del país según el Panel de Opinión de la firma Cifras y Conceptos.
En noviembre, para apuntalar mejor el vacío, por quinta vez volví a no ganar el Premio nacional de periodismo Simón Bolívar. En 2006 no gané con “Cantar es engañar a la muerte”, una entrevista que le hice al gran poeta brasilero Ferreira Gullar en Río de Janeiro. En 2011 volví a perder con “La memoria inventada”, donde entrevisté a Tomás González con motivo de la aparición de su novela La luz difícil. Tampoco lo logré en 2016 con “En mi nuevo San Juan”, la crónica que escribí tras participar en el VII Congreso Internacional de la Lengua Española en Puerto Rico. En vano lo reintenté en 2023, en la categoría de Libro periodístico, con Entrena como bestia, pelea como salvaje, la biografía del luchador Bill Martínez, el legendario Tigre Colombiano. Y ahora, en este desértico 2024 he vuelto a fracasar, esta vez en la categoría de Crítica, con “El insepulto”, una reseña poco entusiasta acerca de En agosto nos vemos, la novela póstuma de García Márquez.
Creo adivinar lo que me van a decir: que la ambición rompe el saco, que bien merecido lo tengo por iluso, pretencioso y convencido, que me hace falta mucho pelo pa’l moño, que eso me pasa por ser calabaza y andar haciendo las cuentas alegres de la lechera y querer ensillar las bestias antes de enlazarlas. Así es, su majestad el refranero popular tiene toda la razón, lo reconozco y padezco hasta los tuétanos. Alejandro Jodorowsky sostiene que, así como el queso atrae a las ratas, las competencias atraen a los humanos que no se han liberado de su egoísmo.
Como único atenuante alegaré que, si bien acepto que no me habría disgustado el impacto mediático y los efectos de visibilidad y recordación que trae este tipo de reconocimientos, mi principal motivación al someterme al escrutinio de este tipo de loterías es de índole vilmente económica, de física supervivencia, un intento desesperado por contrarrestar el axioma que, según lo expuse el primero de marzo en “Un atleta del hambre”, condena al 99 % de quienes nos dedicamos a escribir a carecer de la dignidad de vivir de lo que hacemos.
El balance no resulta tan deprimente si pasamos de los esquivos dominios de la fantasía a las modestas parcelas de la realidad. Entre las veinticinco columnas que publiqué este año sobresale la miniserie que, a raíz del centenario de su muerte, dediqué a la vida y obra del cronista Luis Tejada Cano. Son ocho textos que abarcan los últimos años de su meteórica existencia: “1917: primera crónica en El Espectador”; “1918: un montañero capitalino”; “1919: en Barranquilla me quiebro”; “1920: ¿un mal antioqueño?”; “1921: piensa, conversa, contradice”; “1922: el hombre que se casa”; “1923: a la vanguardia ideológica”; y “1924: Se nos fue Luis”. Si de casualidad alguien conoce a un ejecutivo de Netflix interesado en producir esta fabulosa miniserie, le agradeceré lo ponga en contacto conmigo. Por lo pronto, la Biblioteca Pública Piloto de Medellín se apresta a publicar íntegras estas ocho columnas, trenzadas con una selección de cincuenta y dos de las crónicas de Tejada allí mencionadas, en un primoroso volumen que hemos titulado Luis Tejada: genio y finura.
La primera columna del año, “Toda una vida de música”, se la dediqué a la maestra Teresita Gómez, a propósito de la aparición de la biografía donde Beatriz Helena Robledo lleva a cabo un minucioso recuento de los primeros ochenta años de la visionaria pianista antioqueña. En junio, dediqué la columna “Sociedad de suicidas vivientes” a otro músico, el acordeonista y juglar Gregorio Uribe, quien me sorprendió al presentar El llamado, un libro donde debuta como novelista con un testimonio sobrecogedor que pone al descubierto la torturada psique de los suicidas vivientes.
Del no menos espeluznante asunto del calentamiento global me ocupé en dos textos: “Lo que nos queda”, sobre el libro Elevándose. Despachos desde la nueva costa norteamericana, un conjunto de reportajes de Elizabeth Rush sobre comunidades afectadas por el aumento del nivel del mar a consecuencia del cambio climático, desde Maine, Rhode Island y Nueva York, hasta la Florida, Luisiana y California. Después, el 12 de octubre, como antesala a la COP 16, escribí “La sequía de los ríos voladores” para denunciar que esas gigantescas masas de aire húmedo que fluyen desde la cuenca del Amazonas se están secando. Un acto más de la tragedia ambiental perpetrada por una aldea global negligente, atolondrada, depredadora, insensata, ignorante de su propia ignorancia, refractaria a toda evidencia crítica.
Al lodazal de la política criolla me asomé poco. Solo una vez, en asocio con la erótica wafflería caleña, a mediados de febrero decidimos enviarles “Severos sinvergüenzas” fálicos a destacadas personalidades del poder público en Colombia, advirtiéndoles que si persisten en ejercer con tanta maña el cinismo y la rapiña, la falta de referentes éticos nos hundirá cada vez más en la impunidad, la anomia y la severa sinvergüencería.
En cuanto al genocidio desplegado por el ejército israelí contra la población palestina, el título de la columna que publiqué el 15 de marzo lo dice todo: “El triunfo del horror”.
A fines de agosto, deliberadamente me metí en camisa de once varas al abordar el tema del lenguaje incluyente en “A todes les presentes”, controversia que resolví extender en dos columnas más: “Un mundo más incluyente” y “¿La @ es o no es?”.
También en modo polémico, en “Intelectuales ignorantes” y “Crítica de la razón impura” pretendí confrontar un mal endémico en nuestro ecosistema cultural: la tendencia a menospreciar y descalificar sin más fundamento que prejuicios del tipo “pese a sus seis libros y cuarenta años de oficio, X no merece que lo lea porque sospecho que es un poeta posudo y llorón”.
Respecto a la poesía moderna, tras coordinar un taller en el Festival Reverso Bogotá, a manera de síntesis escribí “Libertad, cuerpo y ciudad”, donde tracé un arco para hilvanar obras como las Gotas amargas, de Silva, Suenan timbres, de Luis Vidales, El transeúnte, de Rogelio Echavarría y Los poemas de la ofensa, de Jaime Jaramillo Escobar.
Ya para concluir, añadiré que la vida ―y la muerte― están haciendo que me especialice en la confección de obituarios. Tal como a finales del 2022 le dije adiós al nonagenario campeón mundial Bill Martínez, y durante el 2023 al joven cronista Karim Ganem y a la centenaria poeta Maruja Vieira, durante este agridulce 2024 me correspondió hacer otro tanto para honrar la partida del maestro, poeta y crítico David Jiménez y, en la última columna del año, para registrar la rumba que se hizo en memoria de la actriz, recordatriz de bruja y pintora Sandra Reyes.
Hasta aquí la presente retrospectiva. Ojalá les aproveche y se animen a repasar los hipervínculos de este arduo arbolito navideño. Por mi parte, más allá de la frustración, contra viento y marea, con el favor de la divina providencia, el próximo año aspiro a seguir lanzando flechas a la luna desde esta tribuna. Puede ser que alguna vez alcance alguna estrella, y si no, qué se la va a hacer, continuaré proyectando mi voz al infinito y escarbando entre las piedras.

Por John Galán Casanova
