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Las evidencias que muestran la barbarie del reclutamiento de niños y jóvenes en Colombia

Los relatos de los menores sobrevivientes a bombardeos, sumados a las conclusiones de la JEP y la Comisión de la Verdad, muestran que el reclutamiento infantil ha sido una práctica sistemática de todos los actores armados. Hoy, en medio de nuevas operaciones militares, Colombia enfrenta la misma pregunta pendiente desde hace 40 años: ¿cómo proteger a sus niños de una guerra que no cesa?

Redacción Judicial

23 de noviembre de 2025 - 08:28 a. m.
El país vuelve a enfrentarse a una polémica que parece repetirse en un ciclo interminable de confrontación: un bombardeo contra una estructura de disidencias donde había menores reclutados. Desde el 24 de agosto pasado han muerto 15 menores de edad en bombardeos de la Fuerza Pública.
Foto: Jonathan Bejarano
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“No sabía si correr o quedarme quieto. Todo explotaba”. “Había compañeros de nosotros donde caían las bombas. Les quedaba la carnecita pegada a los árboles”. “Las cabezas estaban explotadas por las ojivas. Si fueran tiros de fusil, los tiros pasan derecho, no revientan la cabeza. Pero en ese caso las personas estaban bastante desmembradas. Había niños que no se reconocían”. “Todos los que cayeron en el bombardeo fueron niños que venían llenos de hambre y cansados”. “Estábamos durmiendo cuando empezó. Habían descargado tropa por todas partes. Para donde quiera que salíamos nos iban a matar entonces nos metieron en un hueco. Yo hice el intento de salir como tres veces, pero no podía. Yo andaba con unos compañeros, inclusive estábamos ahí cuando pasó el avión y ¡Plum! Llegó un bombardero que partió en dos a un compañero. Él era muy buena gente y gracioso”.

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Aunque son pocos, los niños y jóvenes sobrevivientes de una de las peores formas de violencia han dejado testimonios como los anteriores como prueba de la degradación de la guerra en Colombia. El país vuelve a enfrentarse a una polémica que parece repetirse en un ciclo interminable de confrontación: un bombardeo contra una estructura de disidencias donde había menores reclutados. Cada vez que ocurre, la discusión pública se polariza entre quienes cuestionan la acción militar y quienes exigen derrotar a grupos armados sin matices. Detrás de ese debate, sin embargo, hay una tragedia mucho más profunda: tres generaciones de menores de edad que han sido usados como carne de guerra en un conflicto en el que todas sus partes, sin excepción, han utilizado a niños y jóvenes para lograr sus objetivos militares.

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Testimonios de sobrevivientes, investigaciones de la Comisión de la Verdad y de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) muestran el mismo patrón violento durante décadas: reclutamiento forzado, campamentos con menores convertidos en blancos militares y un Estado que no logran prevenir ni proteger. El episodio más reciente reavivó la discusión y puso sobre la mesa una cifra desproporcionada: desde el 24 de agosto pasado han muerto 15 menores de edad en bombardeos de la Fuerza Pública. El Gobierno defendió la operación asegurando que era indispensable para afectar una amenaza armada, pero sectores políticos y oenegés reprocharon la falta de verificación sobre la presencia de niños. La Fuerza Pública insiste en que la inteligencia militar no siempre permite confirmar quién está en los campamentos.

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Sin embargo, el trasfondo no cambia: en zonas donde los grupos armados han reclutado menores durante años, cualquier ataque aéreo corre el riesgo de convertir a los niños en muertos. La coyuntura vuelve a poner al país frente a la misma disyuntiva que no ha logrado resolver en más de cuarenta años. Los testimonios de los menores sobrevivientes, recogidos en decisiones de la JEP y en investigaciones de organizaciones sociales, revelan un horror que rompe cualquier intento de explicación técnica. Niños que relatan cómo fueron llevados por engaños, amenazados con matar a sus familias si escapaban, o reclutados después de caminar horas obligados por hombres armados. Muchos cuentan que dormían en cambuches improvisados, rodeados de adultos armados y sin posibilidad de huir.

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Los bombardeos los sorprendieron en la oscuridad o durante la madrugada, cuando apenas entendían qué significaba el estruendo. La mayoría llevaba semanas sin comer, soportando caminatas extenuantes y otras llevaban horas escapando de combates con el Ejército. Algunos vieron morir a compañeros. Otros quedaron heridos mientras intentaban correr sin saber hacia dónde. Para ellos, no hay justificación estratégica ni discurso político que explique por qué sus vidas quedaron en medio del fuego. “Duramos un mes y 15 días que no sabíamos qué era una comida. Nos alimentábamos de flores y de agua por ahí de los charquitos”, relató una sobreviviente de un bombardeo en 2000 en contra de las Farc, la misma que le contó a la JEP cómo los restos de sus compañeros quedaron adheridos a los árboles.

La barbarie del reclutamiento no es un fenómeno marginal. La JEP ya documentó que entre 1971 y 2016, la extinta guerrilla de las Farc reclutó a 18.677 niños y niñas en todo el país, salvo en San Andrés, Providencia y Santa Catalina. Por su parte, la Comisión de la Verdad concluyó que esta estrategia de guerra fue utilizada por todos los bandos del conflicto, incluyendo a paramilitares, que engrosaron sus filas con niños para reducir costos, pues les pagaban salarios menos costosos, y a la fuerza pública, que reclutó a menores de edad aun cuando era ilegal y los utilizó como informantes. Para la Comisión, se trató de un uso sistemático de la niñez como reemplazo de combatientes adultos, no solo como forma de control social, sino también como método para asegurar lealtades forzadas.

La JEP adelanta una investigación dentro de sus macrocasos dedicada únicamente al tema del reclutamiento y la utilización de niños y niñas en el conflicto. Hace un año, la Sala de Reconocimiento emitió un auto inédito en la indagación de estos hechos y, con él , le imputó crímenes de guerra a seis exintegrantes del último Secretariado de la extinta guerrilla de las Farc. En sus pesquisas, la jurisdicción dejó claro que los menores no solo perdían su libertad, sino también su idioma, identidad cultural, relación con sus familias y el derecho a crecer sin miedo. Para los pueblos indígenas y afro, el daño fue aún más profundo: cada niño reclutado representaba una ruptura en la continuidad cultural. La guerra convirtió la infancia en un recurso militar, concluyó la JEP, y esa decisión dejó cicatrices que todavía no sanan.

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Aunque muchas de estas dinámicas se relacionan con el conflicto entre el Estado y las antiguas Farc, el fenómeno del reclutamiento infantil se ha extendido en el tiempo y en el mapa. Disidencias, Eln, Clan del Golfo y otras estructuras residuales mantienen prácticas de reclutamiento forzado, especialmente en departamentos como Cauca, Nariño, Putumayo, Meta y Guaviare. Las razones son constantes: pobreza extrema, ausencia estatal, presión territorial y la necesidad de expandir el control armado. Por la permanencia de esta estrategia criminal en la guerra, y pese a que cuando hay bombardeos y niños muertos el discurso político se centra en quién lo ordenó, lo cierto es que la práctica de transformar a los niños en combatientes ha permanecido intacta más allá de los cambios de administración.

Lo que han concluido investigaciones como la de la JEP, la Comisión de la Verdad y las alertas tempranas de la Defensoría es que la guerra, en realidad, nunca ha dejado de ser un lugar donde la infancia es una ficha disponible. De acuerdo con el informe que buscó esclarecer las razones y consecuencias del conflicto armado, la primera generación de niños reclutados corresponde a los años 90 y 2000, cuando las Farc, paramilitares y, en algunos casos, unidades militares en zonas remotas presionaban a menores para labores de apoyo o vigilancia. Luego, empezaron a portar uniformes. Con engaños, incluso sentimentales, los menores terminaron formando filas y empuñando armas, aun cuando muchos no lograban ni levantar el peso del fusil, como así lo describió la Comisión de la Verdad.

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Las operaciones militares contra campamentos guerrilleros se multiplicaron y varios bombarderos y combates dejaron víctimas menores de edad. El más emblemático es la Operación Berlín, el desenlace trágico del desplazamiento forzado de al menos 250 menores reclutados por las Farc en Guaviare, Meta y Putumayo, en plena época de los diálogos del Caguán en el gobierno de Andrés Pastrana. Muchos fueron sacados de sus casas o captados entre raspachines y jóvenes de discotecas, y luego concentrados en La Macarena por orden del “Mono Jojoy”, quien dispuso convertirlos en la base de la columna móvil Arturo Ruiz. Ese grupo de niños y adolescentes, entre los 13 y 17 años, emprendió una travesía hacia el Magdalena Medio, bajo instrucciones de evitar cualquier combate.

Sin embargo, terminaron expuestos al fuego cruzado de una operación militar que años después sería celebrada como un éxito estratégico, pese a la muerte de decenas de menores y el silencio institucional frente a los sobrevivientes. Informes internos y documentos clasificados conocidos por El Espectador muestran cómo se configuró esa tragedia. La columna recibió el nombre de Arturo Ruiz, un mando guerrillero muerto en 1998, y fue puesta bajo la responsabilidad de alias “Rogelio”, Israel Martínez, quien debía conducir al grupo hasta Santander para prepararlos ante la expansión paramilitar en Barrancabermeja. Para quienes vivieron ese trayecto, el recuerdo es un mismo hilo: hambre, agotamiento, miedo y la idea persistente de escapar. Luego de varias deserciones, el Ejército supo dónde y quiénes componían esa estructura.

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Sabía, por ejemplo, que la columna estaba conformada entre un 70 y 80 % por menores de edad que no tenían ningún conocimiento de la guerra. Por eso, cuando empezaron los combates y luego el bombardeo, entre noviembre de 2000 y enero de 2001, esa facción de la guerrilla fue prácticamente aniquilada. Incluyendo los niños reclutados. Una de las sobrevivientes relató así lo sucedido: “En Navidad todo fue más duro porque siempre veía las luces en las casas y me daba ilusión volver a la mía. Por eso fue que me escapé, pero al rato me cogieron y me volvieron a entrar. Me amarraron y me dijeron que me iban a matar, porque cuando uno se escapaba y lo capturaban, ese era el castigo. Me amarraron. Me quitaron la ropa y me pusieron sobre un hormiguero. Me hicieron el famoso consejo de guerra. Así quedaba claro que cualquiera que escapara, terminaba en un hueco. Yo vi cuando cavaron el mío. Ya estaba lista para el fusilamiento. Pero nos empezaron a bombardear”.

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Y agregó: “Yo era una pelada que no sabía ni dónde estaba ni qué quería. Cuando empiezan a mandar las bombas yo salí a correr en ropa interior. Corrí para defender mi vida. Al comienzo lo dudé porque pensé que podía ser una trampa de la misma guerrilla, pero yo ya no tenía esperanza de nada. Yo ya no tenía vida allá”. Logró escapar, pero pronto terminó capturada por el Ejército. A ella misma la obligaron a identificar a las víctimas. “A mí me dijeron: ‘Usted habla o usted se muere. Si habla, le damos todas las garantías del glorioso Ejército. Desde el comienzo les dije que yo era menor de edad y que lo único que quería era reencontrarme con mi familia’ (...) yo vi a mis compañeros con las cabezas reventadas por las ojivas”. Pero la guerra se libraba con urgencia y los menores quedaban convertidos en daños colaterales previsibles.

Múltiples organizaciones documentaron patrones de reclutamiento y reiteraron una advertencia que sigue vigente: cuando se bombardea un campamento, casi siempre hay niños. La segunda generación de menores que han sido usados como carne de guerra surgió durante los años del proceso de paz y la posterior transición. Aunque el Acuerdo de Paz firmado en 2016 entre el gobierno Santos y las Farc detuvo el reclutamiento por parte de la antigua guerrilla, otras estructuras, incluyendo disidencias que no se acogieron al proceso, replicaron las mismas prácticas. Bombardeos como los de Caquetá en 2019 o Guaviare en 2021 pusieron nuevamente a la opinión pública frente a la misma discusión: operaciones legítimas desde la lógica militar, pero con menores reclutados dentro.

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La responsabilidad principal recaía en los grupos que usaban a los niños como escudos o mensajes de fuerza, pero el debate siempre giró alrededor del Estado y de su obligación de proteger en cualquier circunstancia. Nada ha cambiado. Hoy, Colombia enfrenta a la tercera generación de menores atrapados en la guerra. Disidencias que se fragmentan, que disputan corredores estratégicos del narcotráfico y que se alimentan del reclutamiento de adolescentes de zonas rurales sin presencia institucional. En la mayoría de casos, la inteligencia militar reconoce que estos menores permanecen mezclados entre adultos, bajo vigilancia y sin posibilidad de huida. Por eso, el dilema jurídico es complejo. El Derecho Internacional Humanitario (DIH) prohíbe atacar objetivos donde haya niños, pero también reconoce que los grupos armados suelen mezclarlos deliberadamente con combatientes adultos.

Para el Estado, la obligación de distinguir entre civiles y combatientes se mantiene incluso cuando los grupos armados violan todas las normas. Para los expertos en esta materia, ese equilibrio requiere inteligencia robusta, verificaciones previas y operaciones diferenciadas. Pero en la práctica, en zonas selváticas, con campamentos en movimiento y estructuras mixtas, la frontera entre lo permitido y lo prohibido se vuelve difusa. Allí es donde la guerra muestra su peor rostro: la negligencia de unos y la instrumentalización de otros terminan dejando a los menores sin protección alguna. Y así, Colombia lleva cuatro generaciones de niños en medio de esa confrontación. Sin excepción, las consecuencias para los niños que sobreviven son devastadoras.

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La JEP ha documentado que, además de las heridas físicas, principalmente amputaciones, quemaduras o pérdida de audición, quedan marcados por un trauma que no desaparece. Muchos tienen pesadillas recurrentes, otros sienten culpa por haber sobrevivido y algunos no logran reconstruir sus lazos familiares porque las comunidades los reciben con temor o estigmatización. Además, la reparación psicológica tarda años y suele ser incompleta, en parte, porque las instituciones que deberían acompañarlos están desbordadas o no tienen presencia territorial. A esta tragedia se suma la responsabilidad estatal. La Comisión de la Verdad concluyó que el Estado ha sido incapaz de desarrollar una política de prevención del reclutamiento que frene la repetición de estos hechos.

La JEP ha señalado que la impunidad prolonga la violencia porque los grupos armados no enfrentan costos por reclutar menores y el Estado no logra protegerlos. La herida se mantiene abierta porque ningún gobierno ha resuelto el problema desde su raíz. Con un ingrediente adicional que, en buena parte, sirve para entender la permanencia de esta estrategia de guerra. Según la organización Save the Children, de los 4.685 casos abiertos por la Fiscalía sobre reclutamiento forzado de menores de 18 años años entre 2000 y 2019, solo el 1 % ha llegado a una condena. Esta semana, la defensora del Pueblo, Iris Marín, la primera funcionaria de todo el Estado que alertó sobre los niños muertos en combates en Guaviare, lo dijo ante el Congreso: Todos los programas para prevenir el reclutamiento de menores fallaron.

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Cada nuevo bombardeo devuelve a Colombia a la misma discusión, mientras las comunidades rurales siguen enterrando niños sin que haya una política efectiva de prevención y protección. Como ya lo diagnosticó la Comisión de la Verdad, la responsabilidad principal recae sobre quienes reclutan y utilizan menores como arma de guerra, pero el Estado no ha logrado garantizar condiciones para impedirlo, ni ha desarrollado una estrategia militar que priorice la protección de la niñez. Cuatro generaciones después, Colombia enfrenta la dolorosa certeza de que la infancia sigue siendo campo de batalla. Por eso, Iris Marín y organizaciones de derechos humanos insisten en que, hasta que el país no coloque la prevención del reclutamiento en el centro de su política de seguridad, no habrá operación militar que pueda considerarse verdaderamente legítima.

Para conocer más sobre justicia, seguridad y derechos humanos, visite la sección Judicial de El Espectador.

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