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“Los relatos de falsos positivos deberían asustarnos”: magistrada de la JEP

Ana Manuela Ochoa, presidenta de la Sección de Reconocimiento de Verdad de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), habló sobre el proceso para la construcción de la primera sentencia sobre falsos positivos. Se refirió a los dolores que le causó el caso y enfatizó en que las víctimas deben estar en el centro de todo.

Gustavo Montes Arias

21 de septiembre de 2025 - 09:02 p. m.
La magistrada Ana Manuela Ochoa fue la ponente de la sentencia contra los 12 exmilitares del Batallón La Popa, responsables de 135 casos de falsos positivos.
Foto: Mauricio Alvarado Lozada
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La magistrada Ana Manuela Ochoa redacta fallos judiciales y en los tiempos libres, que son escasos, teje mochilas. Además de tejedora, es la presidenta de la Sección de Reconocimiento de Verdad de la Jurisdicción Especial para La Paz (JEP) y la ponente de la primera sentencia de tipo restaurativo contra exmilitares responsables de 135 casos de falsos positivos en el Batallón La Popa, de Valledupar (Cesar).

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En diálogo con El Espectador, la togada habló sobre la mochila en la que depositó el fallo sobre violencias sufridas por su comunidad kamkuama, los dolores que le causó el expediente y sobre el valor central que la justicia y la paz deben darle a las víctimas.

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¿Cómo surgió la idea de poner la mochila para la lectura de la sentencia sobre falsos positivos?

La idea de poner la mochila no fue mía, fue de mi equipo de trabajo. Aquí los equipos son fundamentales, uno no es sin las otras personas. A alguien se le ocurrió la idea de poner la mochila, que ya venía con nosotros, porque la tejió y me la regaló mi hermana. Alguien del equipo, una persona que sabe mucho de justicia restaurativa, dijo: “Vamos a tener un símbolo para entregar la sentencia que será la mochila”.

También había estado muy presente porque en algún momento no sabíamos cómo explicarle a la gente cuál era la diferencia entre lo que hacía la Sala de Reconocimiento y de lo que iba a hacer el Tribunal para la Paz. La gente pensó en su momento que lo que les estaba entregando la Sala de Reconocimiento era la sentencia. Algunos dijeron que no lo iban a recibir, porque lo sentían muy incompleto.

Recuerdo que estábamos en una notificación con pertinencia étnica y ya no sabíamos cómo explicarles esa diferencia. Entonces, les dije: lo que hizo la Sala de Reconocimiento fue el chipire, que es la base de la mochila, y lo que nosotros vamos a hacer como Sección de Reconocimiento es terminar de tejerla.

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Con ese ejemplo, a la gente le quedó claro y con esa explicación empezamos las notificaciones. Por eso digo que la mochila siempre estuvo muy presente. También recuerdo que en algún momento les estaba explicando algo a las víctimas y una de ellas me dijo: “Pero en la puntada de esa mochila falta la voz de las víctimas”.

Yo soy kankuama y otro día estaba en mi pueblo, Chemesquemena. Estábamos en la evaluación de correspondencia, que difícil porque no teníamos antecedentes de cómo se hacía de carácter formal y material. Fue de esos momentos en los que hay un nudo fuerte, no sabes cómo desatar.

Vi a una mujer que estaba cogiendo una mochila y cuando se hacen estas mochilas, sobre todo las que tienen dibujos muy difíciles y de muchas puntadas, la mochila se ve como enredada; pero al final sale. Y en ese momento dije: así me siento, como esa mochila.

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Por eso digo que la mochila siempre estuvo muy presente y ahora también estará para explicar la sentencia y hacer una entrega simbólica a las víctimas y a los pueblos. Además, yo soy tejedora y sé hacerla porque mi mamá me enseñó. Todo lo que estamos haciendo en la JEP es eso: tejemos pensamientos y dolor. Siempre he usado el tejido como una metáfora.

En la primera audiencia que tuvimos para generar las condiciones para que se pudiera avanzar en las sanciones propias, hice mucho énfasis en la necesidad de que las entidades también empezaran a tejerse entre ellas para lograr que estas sanciones tengan cómo financiarse.

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¿Y la llevarán al territorio?

La idea es llevarla. No la vamos a entregar, pero sí estará presente en cada una de las notificaciones con pertinencia étnica. Si al final hay alguien que quiera tener la mochila, la entregaremos y mi hermana me hará otra. Además, esa mochila es un caracol, que simboliza el camino en el que vas, vuelves y te devuelves a veces.

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Eso es lo que también hacemos en la JEP. Uno arranca una investigación y a veces tiene que devolverse para contrastar la información. A veces hay que volver muchas veces. Además, la mochila es un caracol de espinas, que es fuerte. Y un camino de espinas, de mucho dolor, que es lo que vivimos aquí en la JEP.

Pasando a otro símbolo, ¿por qué la Sección decidió revocar las condecoraciones que recibieron los exmilitares? ¿Ya han avanzado en ese proceso?

No hemos avanzado en entregas, es la primera vez que hablamos con los comparecientes de que, si tienen este tipo de condecoraciones o felicitaciones, las puedan entregar como una forma de devolver algo que no les pertenece. En la JEP sí ha habido otros casos en los que se han devuelto medallas en el marco del caso 03 (ejecuciones extrajudiciales y desapariciones forzadas), pero en este no lo hemos hecho.

Nosotros entendemos estas condecoraciones como un símbolo que se entrega y se recibe por haber hecho algo importante, por haber realizado una contribución a la sociedad. Y creemos que esto que pasó, por supuesto, da cuenta de que lo que hicieron los comparecientes no contribuye en nada a la sociedad. Para las víctimas sería muy importante, muy significativo, que ellos devuelvan eso que no les pertenece.

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En el despacho de la magistrada Ana Manuela Ochoa, entre documentos, libros y su toga, reposa la mochila kankuama en la que depositó la sentencia sobre falsos positivos.
Foto: Mauricio Alvarado Lozada

¿Cuántas personas del caso siguen desaparecidas y cuántas están sin identificar?

Nosotros expedimos una medida cautelar en enero de 2024 sobre el Cementerio Jardines del Eccehomo y el Cementerio Central de Valledupar. Sin embargo, una vez se hizo toda la investigación por parte de la Unidad de Investigación y Acusación, que nos apoyó en esto, se llegó a la conclusión de que en el Cementerio Central no había fosas comunes y que lo que habían hecho era trasladar los cuerpos que estaban allí, al Cementerio Eccehomo. Ahí empezamos con la búsqueda de estas personas, a partir de la medida cautelar que se expidió por parte de la Sección de Reconocimiento.

Nos llegó un número bastante alto, que nos hablaba de más de 80 cuerpos de personas desaparecidas. Sin embargo, tuvimos la discusión en la Sección y llegamos a la conclusión de que nosotros teníamos competencia sobre las personas que estaban en la resolución de conclusiones, que en ese momento eran cuatro personas desaparecidas.

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Sin embargo, en el trámite de la medida cautelar, una de las mamás se acercó a la oficina territorial de la de la JEP en Valledupar y dijo: “Mi hijo está en esa resolución de conclusiones y también está desaparecido”. A esta persona la incluimos y ya estamos hablando de cinco.

En la última audiencia de verificación nos allegaron otro listado de víctimas que siguen desaparecidas. Pero cuando a nosotros nos llegó la resolución de conclusiones, nos mandaba la lista de personas desaparecidas y nos decía que había 23 personas sin identificar.

En todo este trabajo que ha hecho la Sección y a partir de la revisión de los expedientes de la justicia ordinaria, nos quedan 13 personas sin identificar. De los primeros 23, ya tenemos los nombres de 10 personas más. Estas personas ya están incluidas en la lista que leímos durante la entrega de la sentencia.

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¿Por qué hay demoras para las entregas dignas de los restos de víctimas que ya están identificadas?

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En este caso en concreto, nosotros no hemos podido encontrar a las personas que están buscando, porque no estaban en bóvedas, estaban en tierra. Además, tienen más de 20 años de estarse buscando, pues los hechos son de 2002 a 2005. Han transcurrido más de 20 años, ustedes pueden entender la situación de deterioro en la que estaban los cuerpos y eso ha dificultado la plena identificación de las víctimas.

Cuando inició el proceso en Valledupar, nos hablaban de 800 cuerpos en esa fosa; la gobernación y la alcaldía estaban preocupadas, sin saber qué iban a hacer con todos esos cuerpos. Sin embargo, cuando se hizo la recuperación, se sacaron 208.

A partir de la metodología de Medicina Legal y de la Unidad de Búsqueda de Personas Dadas por Desaparecidas, se sacaron 108 cuerpos que tenían signos de que se les había practicado necropsia. Fueron enviados a Santa Marta, donde inició el análisis de las pruebas. Tenemos una mesa técnica forense y nos reunimos casi cada mes para entregarnos informes.

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Sin embargo, tenemos la esperanza de que hay tecnología nueva, que ya está en Colombia y que se puede aplicar. Pero también sabemos, porque lo hemos escuchado, que Medicina Legal es una de las entidades más desfinanciadas, a pesar de que este es un país que tiene tantas víctimas.

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¿Qué le dice esta sentencia al país sobre la dimensión de estos casos?

Estos relatos deberían asustarnos. Y deberían asustarnos tanto como para que no lo volvamos a hacer. Estas decisiones que ha tomado la JEP le han contado al país qué fue lo que pasó y en qué consistió este fenómeno macrocriminal. Muchas personas nos dicen: “Pero, ¿por qué vuelven a contar lo mismo si eso duele?”.

Yo siempre pienso en que hacerlo es una forma de hacer memoria y la sentencia cuenta esos relatos de horror y de dolor que han vivido estas personas. Pero también habla de cuáles podrían ser los remedios para sanar ese dolor. Esos remedios son, al final, las órdenes que están en las sentencia, que involucran a muchas autoridades del país. La sentencia de falsos positivos es un fallo que hace memoria y da órdenes para contribuir a sanar tanto dolor.

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En ese sentido, ¿para qué sirve volver a hablar de falsos positivos?

Hablar de estos casos sirve para que no se nos olvide lo que pasó y para no volverlos a repetir. Si esto no lo contamos, lo seguiríamos haciendo. Uno de los grandes aportes que ha hecho la JEP a este país, lo digo sin temor a equivocarme, es evidenciar que los falsos positivos han parado.

No podría asegurar que en el 100% o que son inexistentes, pero sí creo que se han dejado de cometer y yo espero una fuerza pública más humanizada, a la que le duela, en la que las personas piensen, antes de cometer este tipo de crímenes, en el dolor que le pueden causar a una familia.

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La magistrada Ana Manuela Ochoa Arias es indígena kankuama, de Chemesquemena, una población en jurisdicción de Valledupar (Cesar).
Foto: Mauricio Alvarado Lozada

La decisión resalta la violencia específica contra pueblos indígenas y afrodescendientes, ¿qué dimensión tiene ese reconocimiento?

Uno de los objetivos de la investigación, por ley, es saber quiénes son las víctimas. Un poco con el propósito de establecer si las víctimas fueron seleccionadas por alguna razón. Esa definición se refleja en el caso. Primero, la mayoría de las víctimas fueron hombres, más de 130 personas en edad productiva, jóvenes y pobres.

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Vimos personas en condición de vulnerabilidad y, por supuesto, encontramos personas indígenas y afrodescendientes. Así fue que nos hicimos la pregunta de si ellas pudieron haber sido seleccionadas por su color de piel. Encontramos una niña indígena que fue asesinada y ahí el criterio de interseccionalidad se cruza: mujer, niña, indígena. Se cumplían todos esos criterios.

La Sala de Reconocimiento dijo que el 7% de las víctimas del subcaso eran indígenas wiwas y kankuamos, y que en el departamento del Cesar el 1% de la población es indígena. Con esas cifras, la Sala llegó a la conclusión de que la afectación a los pueblos indígenas había sido desproporcionada. Eso hace que, cuando el caso llega a la Sección, analizamos esos factores: ¿Por qué seleccionaron a personas indígenas?

Nos encontramos, por ejemplo, que había zonas de pueblos indígenas que eran consideradas zonas guerrilleras. En general, todas las personas en el subcaso fueron víctimas de la estigmatización, antes, durante y después, porque todas fueron presentadas como si fueran guerrilleros o como si pertenecieran a algún grupo paramilitar.

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Les cargaron ese estigma. Por ejemplo, un compareciente en una de sus versiones dijo que había una zona a la que le llamaban El Caguancito. Y de todas estas personas que fueron asesinadas del pueblo kankuamo se dijo que eran guerrilleras.

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Por ese estudio también fue que llegamos a la conclusión de que se había cometido también el crimen de persecución. Una de las cosas que encontramos en los hechos del caso es que a los pueblos se les impedía pasar alimentos o medicinas para, según lo han dicho los militares, evitar que llegara a la guerrilla.

Pero lo que terminó ocurriendo es que a estas comunidades se les afectaron derechos que son esenciales, como su alimentación. Y cuando uno analiza el crimen de persecución en el Estatuto de Roma, básicamente coinciden los hechos con los elementos del tipo penal. Aquí hubo afectaciones diferenciales.

Lo otro que dice la Sala, y uno lo corrobora cuando está con las víctimas, es que estas afectaciones no solo fueron al individuo, sino al colectivo. Yo lo comprendo porque soy de allá, pero también lo comprendo en las historias que narran las víctimas. Hicimos 10 prácticas restaurativas.

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Las víctimas nos decían: “Nosotros queremos saber la verdad, cómo murieron, qué les pasó, qué pidieron, si pidieron agua, si pidieron comida, si murieron con hambre. Si murieron con sed”. Una de las cosas que todo el tiempo estuve buscando en el caso fue que, cuando llegáramos a la sentencia, hubiéramos avanzado mucho en medidas de satisfacción para las víctimas.

Por eso hicimos las prácticas restaurativas y no esperamos al final para ordenar ciertas medidas. En esas prácticas, una mamá, la señora Ana Julia, cuando se encontró con el compareciente y aceptó que había asesinado a su hijo, le decía: “¿Por qué lo mataron? ¿Es que mi hijo no valía nada? ¿Porque somos indígenas, no valemos nada?”. Esas cosas, cuando uno las pasa por el tamiz jurídico, son discriminación. Aquí ya había una discriminación estructural e histórica preexistente. Cuando llegó el conflicto, lo que hizo fue aprovecharse de esa violencia preexistente y la agudizó.

Eso es lo que pasa con los pueblos étnicos, indígenas y afrodescendientes, pero también con las mujeres. A todos nos ha impactado mucho el caso de Nohemí Esther Pacheco Zabatá, una niña wiwa que tenía 13 años y fue asesinada. Pero también hay una mujer de la que poco hemos hablado en el caso, quien fue retenida, amarrada por la cintura con una soga durante varios días y obligada a cocinarle a la tropa. Eso es violencia de género.

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Hay muchos elementos que tienen que ver con la violencia histórica estructural, que hacen que este caso sea distinto. Aquí las víctimas fueron pueblos indígenas, afrodescendientes, mujeres, campesinos, personas con discapacidad y pobres.

Cuando vimos la versión voluntaria de una de las víctimas con discapacidad cognitiva, ellos dijeron que pensaban que a esa persona nadie la iba a reclamar. Pero ese señor tenía a su mamá y a un amigo que se preocupó y dijo: “¿Qué habrá pasado si él viene todos los días a trabajar? ¿Por qué no ha llegado?” Se fue para donde la mamá a preguntar por él, empezaron a buscarlo y lo encontraron en Medicina Legal, como muerto en combate. Era una persona con discapacidad cognitiva…

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¿Cuáles casos la impactaron más?

Me impactan mucho los casos de las personas desaparecidas. Son los que más marcada me tienen. Ver a las mamás y a las hermanas, como Karen Castro Aguirre, que en audiencia dijo: “Llevo 21 años vestida de negro”. O la señora Nerys, que me la encontré en Valledupar y me preguntó: “¿Usted sí lo va a encontrar?” Hace poco me dijo: “Me estoy quedando ciega y me preocupa que cuando me lo entreguen, yo ya no pueda ver los restos de mi hijo”. Ella tiene marcapasos. Viaja desde Luruaco (Atlántico) hasta Valledupar (Cesar) para recibir información de su hijo.

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Me impactó mucho, por ejemplo, las personas a las que veía llegar con una bolsita y, dentro de esa bolsita, el expediente. Gente que yo decía: habrán gastado sus últimos recursos para imprimir y tener la información de su familiar. ¿A cuántas entidades habrán ido para que alguien les dé información? Eso me impacta mucho.

El caso de la señora Neftalina también es fuerte. Ella dice que soñó con su hijo y que le dijo que no podía pasar. Contó aquí en la JEP que le decía: “Mamá, yo no he podido pasar, déjame pasar, tienes que dejar de llorar”.

También hay otro caso, que fue el que contamos en la lectura de la sentencia, y en el que yo no había entendido su dimensión: el abuelo y el nieto (Carlos Mario Navarro Montaño) iban viajando, le había dicho que fuera a ayudarlo en la finca. Lo bajaron, lo asesinaron; el abuelo no pudo con ese dolor y se suicidó. Dijo que hubiera preferido que lo hubieran matado ahí. Eso es muy duro.

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¿Qué podemos para hacer para que esto no se nos vuelva parte del paisaje violento que vivimos a diario?

Yo creo que hay que seguir contando. No podemos cansarnos de contar. Y seguir buscando remedios. Todo lo que podamos hacer para que estas historias no queden invisibles. Hay que contarlas para que las futuras generaciones las conozcan y, así duelan, estemos preparados para asumirlas.

No importa si la próxima semana sale otra decisión de la JEP como esta, porque creo que también nos toca seguir tejiendo esas historias. Tenemos que seguirle contando al mundo que no es solamente la historia de una persona, sino que son muchas historias. Tenemos que poder entregárselas al país, tejidas.

Hablando con gente que sabe cómo fue el trabajo para la sentencia, todos coinciden en que usted tomó por empeño propio la decisión de avanzar en el proceso previo a la sentencia, para que cuando llegara el momento de hacerla, ya tuviera algo. ¿Cree que eso le faltó un poco a su compañero, el magistrado Camilo Suárez?

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No, yo creo que es distinto. Camilo tiene un caso de 4.000 víctimas, yo tengo un caso en donde están acreditadas 243 víctimas. El caso aquí está territorializado, en cambio, el caso 01 (secuestro) es todo el país. Son 21.000 secuestros, yo tenía 135 asesinatos, desapariciones y torturas. Hemos estado en la Sala juntos y siempre poniendo de presente el tema.

De hecho, a nosotros como Sección de Reconocimiento nos tocó implementar la audiencia de observaciones, las prácticas restaurativas y todo este proceso a partir de principios del modelo de justicia, porque si uno ve el procedimiento de la Sección, no tiene participación.

Nosotros tuvimos que interpretar, tomar los principios del modelo y decir: hay que hacer una audiencia de observaciones a la resolución de conclusiones para que las víctimas tengan un espacio donde puedan hablarle a la magistratura. Pudimos haber tomado la decisión de hacer esto solitos, en el escritorio, porque así lo dice la norma. Pero, como Sección, decidimos implementar un procedimiento con participación de las víctimas.

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Además, el magistrado Camilo estuvo acompañándome en varios espacios, estuvo en Badillo y en Valledupar (Cesar) en varias de las audiencias. No es que sea una persona ajena a la participación o que no crea en que esto tenga que hacerse con participación, porque yo lo he visto y he trabajado con él en eso. Todo el procedimiento que se hizo en el caso fue avalado y acompañado por la Sección.

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¿Entonces usted también podría darle razón a que en esa sentencia no esté tan delimitada la sanción por la masividad? Porque usted sí lo pudo hacer…

Ese fue mi empeño. Dije: esto tiene que salir con proyecto. La verdad, yo tengo gente que trabaja y que viene de los territorios, del pueblo nasa, del wayúu. Mi equipo es indígena y una cosa que a veces la Sección reconoce es que nosotros sabemos cómo garantizar la participación. Eso es parte de lo que traemos los indígenas aquí; sabemos que es costoso, pero se puede garantizar la participación. Y se necesita, es la única forma de reconocer el dolor, de escucharlo y de decir: hay que hacer algo. Eso se construye con las víctimas.

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Desde el principio fui muy cuidadosa de revisar que esto no es solamente justicia transicional, sino también restaurativa. Siempre fue fundamental para nosotros que las sanciones se construyeran con la voz de las víctimas y por eso necesitábamos escucharlas de verdad. Hicimos un trabajo de escucha sincrónica de las versiones voluntarias y de la audiencia de observación. Cada vez que las víctimas hablan de su dolor, también dicen cuál podría ser el remedio.

A veces como jueces creemos que nosotros sabemos qué es lo que necesita la gente y eso no es así. Nosotros, como jueces, deberíamos escuchar más, porque el remedio viene de la misma persona. Eso es parte de lo que estamos haciendo en esta jurisdicción que, además, esperamos que trascienda.

Para conocer más sobre justicia, seguridad y derechos humanos, visite la sección Judicial de El Espectador.

Por Gustavo Montes Arias

Comunicador Social - Periodista, con interés en temas de política, conflicto, paz y memoria. Premio Nacional de Periodismo Escrito Universitario Orlando Sierra Hernández a mejor entrevista, 2022.@GustavoMontesAr
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